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—¿Otra vez estás pensando en la cárcel, papá?

Aja estaba en el umbral de mi despacho. Casi un metro ochenta de altura y negra como la Virgen española. Tenía mis ojos. Aunque le preocupaba mi estado de ánimo, sonreía. Aja no era una adolescente melancólica. Era una antigua animadora y estudiante de ciencias, lo bastante guapa para no necesitar un novio fijo y lo bastante atenta para que otras chicas de su edad con novios supieran que ella era mejor partido.

La falda negra era demasiado corta y la blusa color coral, demasiado reveladora, pero estaba tan agradecido de que hubiera vuelto a mi vida que escogía con sumo cuidado mis enfrentamientos con ella.

Monica, mi exmujer, pasó años intentando mantenernos alejados. Me llevó a los tribunales para intentar obtener una orden que me impidiera volver a ver a Aja-Denise y luego me demandó por no pagar la pensión alimenticia cuando ya había vaciado mis cuentas y no me quedaban ni dos centavos a mi nombre.

No fue hasta que cumplió los catorce años cuando Aja obligó a su madre a que esta la dejara quedarse conmigo con regularidad. Y, ahora que tenía diecisiete años, decía que o trabajaba en mi oficina o le contaría a cualquier juez que le prestase oídos que el nuevo esposo de Monica, Coleman Tesserat, entraba en el cuarto de baño cuando ella estaba en la ducha.

—¿Qué? —le dije a mi pequeña.

—Cuando miras por la ventana así casi siempre estás pensando en la cárcel.

—Allí me dejaron hecho polvo, cariño.

—A mí no me lo pareces. —Era lo que yo le decía por la mañana cuando era pequeña y quería librarse de ir al cole.

—¿Qué llevas ahí? —pregunté, indicando con un gesto lo que tenía en la mano.

—El correo.

—Ya lo abriré mañana.

—Nada de eso. No lo abres nunca hasta que las facturas han vencido. No sé por qué no me dejas gestionar tus cuentas en Internet para poder pagarlas yo todas.

Tenía razón; no dejaba de pensar que llegaría por correo alguna prueba nueva y me enviarían de vuelta a aquella celda infestada de cucarachas.

—Ahora tengo que ir a ocuparme de ese asunto de Acres —expliqué.

—Te lo llevas y lo revisas mientras esperas. Dices que el noventa y nueve por ciento del tiempo estás sentado en el coche sin hacer nada.

Tendió el fajo de cartas y me miró a los ojos. Era evidente que Aja-Denise se había peleado con su madre porque sabía que yo la necesitaba.

Cogí el correo y ella sonrió.

—Ha llamado el tío Glad —dijo mientras yo revisaba las facturas, el correo basura y varias peticiones de clientes, tribunales y, cómo no, de mi exmujer. También había un pequeño sobre rosa con la dirección elegantemente escrita a mano y matasellos de Minnesota.

—Ah, ¿sí? —dije—. ¿Y qué ha dicho?

—Que él y Lehman, War Man y el señor Lo van a jugar a las cartas esta noche calle abajo.

—Se llama Jesse Warren —observé—, no War Man.

—Él me dijo que le llamara así.

Los amigos de Gladstone no me caían muy bien, pero los mantenía alejados del despacho casi siempre. Y estaba en deuda con Glad; me había salvado el cuello más de una vez desde mi detención.

Al conseguir que me pusieran en régimen de aislamiento evitó que me convirtiera en un asesino y luego, cuando ya no podía reunir suficiente dinero para la pensión alimenticia y el alquiler, me prestó la pasta necesaria para poner en marcha Servicios de Investigación King. Hasta me recomendó a los primeros clientes.

Pero lo mejor que hizo por mí Gladstone Palmer fue negociar mi despido de la Policía de Nueva York. Perdí la jubilación y los beneficios, salvo el seguro médico para Monica y mi hija. Como por arte de magia, mi historial siguió sin tacha.

Llevaba una semana o así leyendo una novela con casi cien años de antigüedad, Sin novedad en el frente. Había un personaje que me recordaba a Glad: Stanislaus Katczinsky, alias Kat. Kat era capaz de encontrarse un banquete en un cementerio o una mujer hermosa en un edificio bombardeado. Cuando el resto del ejército alemán se estaba muriendo de hambre, Kat volvía a su pelotón con un ganso asado, queso maduro y unas cuantas botellas de vino tinto.

Un amigo como Kat o Glad no se ponía en entredicho.

—Le he dicho que tú estabas ocupado con un caso —continuó Aja.

—Eres mi ángel.

—Ha dicho que procuraría pasarse por aquí antes de que te vayas.

La carta procedente del interior del país me intrigaba, pero decidí dejarla para más tarde.

—¿Qué tal tu madre? —pregunté.

—Bien. Te escribe para que les des dinero a Tesserat y a ella para pagarme el viaje a Italia. Hay un congreso de jóvenes físicos en Milán.

—Parece interesante, como una especie de honor.

—Hay cientos de chicos y solo cuatro de Estados Unidos, pero no quiero ir. Puedes decirle que ya les darás el dinero, pero no tendrás que hacerlo.

—¿Por qué no quieres ir?

—El reverendo Hall ha montado una escuela especial en su iglesia del Bronx en la que alumnos de ciencias aventajados enseñan a niños en riesgo de exclusión cómo hacen experimentos los científicos.

—Oye, tienes que empezar a portarte mal alguna vez, de verdad —dije en un tono demasiado cargado de seriedad.

—¿Por qué? —preguntó Aja preocupada de veras.

—Porque, como padre, tengo que ser capaz de ayudarte por lo menos de vez en cuando. Con notas estupendas, un buen corazón y esa manera que tienes de atosigarme con el correo, me da la sensación de que no tengo nada que ofrecerte.

—Pero ya hiciste algo por mí, papá.

—¿Qué? ¿Comprarte un Happy Meal o un perrito caliente?

—Me enseñaste a que me encantara leer.

—Solo lees para hacer los deberes y te quejas de eso.

—Pero recuerdo los fines de semana que pasaba contigo cuando era pequeña. A veces me leías toda la mañana, y sé que yo también lo haré cuando tenga una hijita.

—Ya estás otra vez —dije procurando disimular las lágrimas en la voz—. Eres tan buena que me haces sentir como un inútil. Igual tendría que empezar a castigarte cada vez que haces alguna cosa bien.

Aja sabía cuándo se acababa la conversación. Meneó la cabeza y se dio la vuelta. Salió de la habitación y, por un breve instante, se disipó el peso de mi caída en desgracia, propiciada por alguien de la Policía de Nueva York.

Antes de que pudiera centrarme en el sobre rosa que procedía del Medio Oeste, Aja volvió con un sobre grande de color marrón en las manos.

—Casi se me olvida —me dijo—. El tío Glad ha dejado esto para ti.

Me entregó el paquete y se fue antes de que tuviera ocasión de seguir tomándole el pelo por lo perfecta que era.

Traición

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