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Prólogo

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ay en España dos sepulcros muy distantes uno del otro, en cuyos epitafios, sin embargo, se inscribe un mismo nombre. En uno de ellos, erigido en la Capilla Real de la Catedral de Sevilla, la urna de mármol resguarda un cadáver embalsamado hace ocho siglos, un cuerpo incompleto, pues en su momento fue alojado allí sin su corazón y sin sus entrañas.

En el otro monumento fúnebre, situado en el presbiterio de la Catedral de Murcia, un arca de piedra protege lo ínfimo que el andar del tiempo habrá permitido conservar de ese corazón y de esas entrañas.

Cuando esa división conformaba una unidad que respiraba, pensaba, sentía, en fin, era una persona viva, el destino lo encumbró como Alfonso X.

Fue este uno de los monarcas más multifacéticos de la Baja Edad Media hispánica: tanto esplendoroso, como controversial.

Reconocido ya en su época como el Rey Sabio, acopió notables éxitos gracias a las ciencias, las artes, los estudios que patrocinó y que él mismo cultivaba: el derecho, la historia, el castellano, la poesía, la música, la astronomía, la astrología, la nigromancia, la alquimia, los juegos de táctica y de azar. Fue además un continuador de la expansión cristiana sobre reinos musulmanes del sur peninsular, un repoblador de esos territorios anexados y, en pleno siglo XIII, ingeniero de un “moderno” proyecto transformador de la sociedad feudal del reino de Castilla y León.

Pero también la conjunción de los planetas, conjunción de la cual hizo depender muchos de sus actos y decisiones, lo signaron como un monarca polémico y resistido por una gran parte de sus súbditos. Es cierto que lo llamaban Alfonso el Sabio, Alfonso el Astrólogo, Alfonso el Grande, aunque hubo quienes le negaron cualquier apelativo elogioso por considerarlo un gobernante incompetente, un megalómano, un loco.

Y es que mientras brilló merced a su formidable programa cultural y científico, a la vez cargó con el costo de desatinos y avatares personales y políticos. Contrariedades que tuvieron raíces en sus disentimientos con una nobleza siempre en latente rebeldía, intrigas y traiciones familiares, conflictos con otros reinos ibéricos y extranjeros, a veces caprichosas campañas bélicas y la pérdida del rumbo por su sueño de ceñirse una corona de emperador.

Sí, Alfonso X fue forjador de su destino como rey y como hombre. Aunque también, una pieza de las fortuitas jugadas de un destino que pretendía gobernar.

Alfonso X

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