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El incansable útero de Beatriz

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tra de las principales obligaciones de una reina medieval era colmar de hijos legítimos a la familia regia. Era la manera de garantizar la sucesión: el primogénito podía fallecer durante su niñez o juventud y, por ende, el derecho a heredar la corona pasaba al vástago nacido posteriormente. Siempre se imponía la “razón de varonía”. Pero una mujer podía ser reconocida legítima heredera hasta que a los padres les llegara un varón. Si no ocurría y ambos reyes morían sin un descendiente masculino, entonces era proclamada reina la primera hija o la mayor que la hubiera sobrevivido.


Esa función de “incubadora real” implicaba que una reina, apenas acabara de recuperarse de un alumbramiento, volviera a quedar embarazada. Cierto es que a Fernando y Beatriz les costó dos años concebir al primogénito, incluso se temía que ella fuera infértil. Con todo, después de Alfonso los reyes fueron trayendo al mundo vástago tras vástago, algunos de los cuales nacieron apenas dándole tiempo de descanso al cuerpo de la consorte real. A lo largo de catorce años, de su útero salieron otros nueve descendientes.

El resultado de la unión entre Fernando el Tercero y Beatriz no solo fue fructífero en cantidad. Al crecer, sus hijos accedieron a importantes cargos o rangos: algunos fueron destinados por su padre a la carrera militar y a otros se les impuso abrazar la vida religiosa, lo cual era esperable en una corte de reyes católicos.

Por ser el sucesor, Alfonso fue criado separado de sus hermanos y hermanas. No compartieron la niñez ni la adolescencia. Con algunos de ellos, la relación fraternal se estrecharía a partir de su llegada al trono. No obstante, entre él y los demás varones de la familia iban a surgir gravísimos conflictos. Uno de ellos lo llevaría a tomar una decisión teñida de sangre.

Alfonso X

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