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En nombre del hijo

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oña Berenguela quedó nuevamente como regente, pues su hijo era menor de edad: acababa de cumplir diecisiete años y recién a los diecinueve podría ser proclamado y ocupar el trono.

Fernando III fue reconocido por los nobles del reino, quienes el 17 de agosto de 1217 en la iglesia de Santa María de Valladolid realizaron el homenaje correspondiente a un nuevo rey. Y pese a lo poco que doña Berenguela llevó la corona, siempre fue para sus súbditos y para su hijo la Reina Madre o Berenguela la Grande.

La primera tarea que tuvo ante sí Fernando fue la pacificación del reino. Para ello debía aplacar la rebeldía de los Núñez de Lara. Y como si eso fuera poco, al joven rey y a su madre se les interpuso un enemigo insospechado.

En 1214 había fallecido Fernando, el hijo de Alfonso IX y Teresa de Portugal, lo que aproximaba a Fernando III al trono de León. Pero como padre del monarca de Castilla, el leonés reclamó a la regente el gobierno de ese reino y ordenó a su ejército invadir territorio castellano.

Doña Berenguela trató de evitar la guerra mediante la diplomacia. Sin embargo, su ex esposo estaba empecinado. Sitió Burgos sin contar con que la Reina Madre tenía sus tropas preparadas para rechazar una invasión. Y como resultado del choque de fuerzas, los leoneses debieron retroceder.

A la par, los Núñez de Lara porfiaban. Y temerosa de otra sublevación, en nuevas Cortes la regente consiguió el apoyo unánime de los nobles. Estos unieron sus tropas al ejército real y vencieron a los adeptos de los opositores. Los líderes fueron hechos prisioneros y luego liberados. En adelante, la estrella de los tres hermanos levantiscos se fue apagando hasta extinguirse.

¿Y cómo fue calmado el hambre expansionista de Alfonso IX? Ni doña Berenguela ni Fernando deseaban una guerra contra él. Pudieron convencerlo de detener las hostilidades ofreciéndole una alianza para luchar contra los musulmanes en futuras empresas conquistadoras. El leonés aceptó y en 1217 depuso sus aspiraciones de alzarse con el reino que regentaba su ex esposa, lo cual quedó refrendado en el verano de 1218 con la definitiva paz de Toro.

Libre del principal foco de insurgencias nobiliarias de la época, sin guerras a la vista con León y con una tregua que la regente renovaba periódicamente con el califa almohade Yusuf II (1197-1224), en Castilla transcurrieron tiempos de bonanza. Fue un período signado por la pacificación y recuperación interior, el sometimiento de los nobles y el fortalecimiento de la autoridad regia, todo eso tendiente a crear un reino próspero, fuerte, unido bajo las órdenes del monarca. O, mejor dicho, de la sagaz Reina Madre.

Entretanto surgió otro asunto que atender. A sus diecisiete años, el casto Fernando mostraba síntomas de querer satisfacer sus urgencias masculinas. Era casi un hombre y, además, en menos de dos años asumiría la propiedad de su corona.

El rey de Castilla necesitaba una reina.

Y Berenguela la Grande fue la encargada de buscar la pieza que ocupara ese sitio en el tablero.

Alfonso X

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