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Una princesa germana para Fernando

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n la búsqueda de una esposa para su hijo, doña Berenguela al parecer actuó tanto motivada por prodigarle verdadera felicidad a Fernando, como para evitar que replicara los vicios de su padre Alfonso IX. No le importaba alcanzar un beneficioso acuerdo político con un suegro poderoso para vincular dos reinos.

La Reina Madre entendía que la elegida debía ser del mismo rango y tan virgen como su hijo. Y para mantener el honor del rey, solo consideró la posibilidad de un matrimonio legítimo que evitara la nulidad papal por razones de parentesco. No iba a exponerlo a repetir su infeliz experiencia.

Eludió la consanguinidad desechando de entrada a las infantas hispanas y a las princesas de Inglaterra –de donde provenía su madre– y de Francia –allí su hermana Blanca era esposa del rey Luis VIII–. Y para asegurarse de que la consorte tuviera un rango similar al de Fernando, puso los ojos en un poderío que destacaba por la calidad de su nobleza: el Sacro Imperio Romano Germánico.

Sí, porque doña Berenguela –informada por su hermana reina– sabía que la candidata que colmaba sus expectativas se hallaba en la corte de Suabia, que gobernaba una amplísima región del sudoeste de la actual Alemania.

Era la princesa Beatriz de Suabia.

Nacida en 1198, su padre había sido Felipe de Suabia, de la dinastía Staufen y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (1198-1208). La madre se llamaba Irene Ángelo, hija de Isaac II Ángelo –soberano del Imperio bizantino (1185-1204)– y de su primera esposa, tal vez Herina Tornikes. Por donde se la mirara, la princesa descendía de los dos grandes imperios de la época.

Con todo, tanto linaje no le había asegurado a Beatriz una existencia sin inconvenientes. Su padre debió luchar mientras gobernó el Imperio. Su enemigo era Otón IV, emperador también germano pero perteneciente a la Casa de Welf, que rivalizaba por el poder con los Staufen. Ese enfrentamiento terminó con el asesinato de Felipe en 1208. Y pocos meses después, la madre de la princesa falleció a causa de un mal parto.

Beatriz quedó entonces bajo la guarda de su primo Federico II (1194-1250), quien llegó a emperador en 1215. Además de gobernar, este soberano sentía una inagotable sed de conocimiento. Apodado stupor mundi –“asombro del mundo”–, patrocinaba todo tipo de actividad científica y cultural. También era un gran lector, políglota y autor de varios libros surgidos de sus propios estudios o de los que realizaban los eruditos con los que se codeaba.

En ese ambiente creció Beatriz. Bella, de buenas maneras, pero por sobre todo culta, reflexiva, prudente. Una joven que junto a su primo Federico II aprendió algo que en el futuro transmitiría al primero de sus hijos: aquel que ostente el poder, sea emperador o rey, debe interesarse por la cultura y amar la sabiduría.

Una verdadera joya para la corona de Castilla. Joya con veinte años de edad que doña Berenguela se apuró a evitar que le arrebataran a su hijo. Entre 1218 y 1219, la Reina Madre envió embajadas a la corte de Suabia que sellaron con Federico II el compromiso nupcial. Y hacia mediados de noviembre de 1219 Beatriz llegó a Castilla. Un reino muy lejano de su hogar, donde –tal como le había vaticinado una gitana– la esperaba un monarca hispano.

Alfonso X

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