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Para empezar, música y concursos

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El musical, género que hacía imposible, por discontinuo, la programación horizontal, era bueno para empezar pero no para crecer. Había que pagar onerosos contratos y armar costosas escenografías descartables para llenar, a lo sumo, una semana de presentaciones. Pero los radiodifusores metidos a la televisión tenían todos buena oreja para el gusto popular y, ¿quién no?, ganas de colgar en sus oficinas retratos con las atracciones del momento. Los Delgado Parker trajeron —en noviembre de 1960— a Bill Haley (véase, en el capítulo 1, el acápite “Ahí viene la nueva ola”), acicateados por el tremendo suceso de las presentaciones de Xavier Cugat en julio del mismo año. Por mucho tiempo ese fue el show más mentado de la televisión. Cugat vino con una gigantesca troupe que encabezaba la rutilante Abbe Lane y músicos que darían la nota: Lalo Schifrin, el bongosero Joe del Río y Gato Barbieri. En Cugat, músico de origen catalán que se había convertido en embajador oficial del son latino en Hollywood, se aliaban todas las referencias culturales que podían influir en la naciente televisión.

Atrapando la variedad, en 1961 el 13 tuvo como invitados a Marisol, lo más rescatable de la generación de niños cantores que produjo España, y a Diana Dors, la “Marilyn Monroe británica”, con dotes de animadora que la hicieron más tarde vedette de la televisión londinense. En setiembre del mismo año la visita de Luisito Aguilé serviría para grabar el primer musical en videotape, cosa que también se hizo poco después con Mario Clavel. La nueva ola y el criollismo de la Backus frenaron la importación de estrellas —además, el canal 2 firmaba los mejores contratos— pero aún así se pudo ver a los mexicanos Tito Guízar y Pedro Vargas en los dos primetime musicales, noche y mediodía, y en 1964, para que cante, chille, perpetre toreo bufo y baile con los pantalones descuajeringados, vino Cantinflas, la estrella máxima de la latinidad.

Cuando no había un famoso al que halagar, la música seguía cumpliendo su cuota de relleno y relajo en la programación. En El hit de la una, inaugurado en diciembre de 1961 por el empresario artístico Juan Silva (a partir de 1964 tuvo eventualmente su Hit de la noche) y conducido por el chileno Enrique Maluenda, se oyó toda voz conocida o por conocerse de la nueva ola, el criollismo, la balada, el bolero y, ocasionalmente, el folclor andino, que tuvo en la Pastorita Huaracina a su intérprete más consensual. Por la noche, El show de los lunes, producido por Pablo de Madalengoitia, el oneroso Casino Philips y otros musicales pasajeros cazaban a los cantores de turno. Pero, ¿por qué no aprovechar la música misma como un personaje y no sólo como una atracción? El Musiphilips (véase, en el capítulo 1, el acápite “Tarea cumplida”) animado por Madalengoitia, fue replanteado en mayo de 1963 en Cancionísima, carrera de melómanos que debían lanzarse hacia una campana cuando identificaban la canción que se les proponía. Este programa tenía el diagrama de un concurso, la producción de un musical con orquesta en el set y un plantel de nuevaoleros contratados.

No faltaron los concursos en los años de tanteo del 13, pero estos fueron pocos, bien pagados para poder a su vez pagar los premios y encomendados al infatigable Pablo, que condujo varias temporadas de Scala regala, y a Kiko Ledgard, jalado del 4 en mayo de 1962 para animar Bata pone el mundo a sus pies, producido por Hugo Fernández Durand. El mexicano Alfonso D’Allesio, en cambio, no tuvo mucha suerte con El chanchito de la inteligencia, simple transcripción de su éxito radial de años atrás. Mejor fortuna tuvo Jorge “Frijol” Diez Canseco ciñéndose a una secuencia de El show del mediodía (antecedente de El hit de la una en 1960) donde dejaba que Grimaldo, el conejo millonario —un roedor negro que vivía en el canal— decidiera la suerte de los participantes. El concurso sin coartadas culturales o altruistas se iba desgastando y el que no las tenía, como Grimaldo, daba brincos muy cortos. Otros géneros tomaron la alternativa.

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