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Canal 5: La fábrica se organiza

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La apuesta de los hermanos Delgado Parker por el folletín enlatado fue el eje de su buena suerte. Por ella renovaron su tecnología de video y adquirieron la del teleprompter; consiguieron audiencia fija en las largas horas que anteceden al prime-time; y, notoriamente, por ella lograron invertir el sentido del flujo de enlatados. Ahora, ellos los harían, los empaquetarían y los colocarían en medio continente. Antes del boom de Simplemente María, el 5 vendió varias novelas a México y Centroamérica y estableció en 1968 un contrato de programación por ocho meses con Rafael Pérez Perry, magnate de la televisión portorriqueña, para ocupar cuatro horas de antena en el canal 11 de San Juan. Mucho del Perú se vio en San Juan y algo hecho por allá se llegó a ver en el Perú. Después del boom, el flujo se redobló, colocando temporadas enteras de El tornillo en una decena de países, y ya en plena agonía exportadora, cuando la dictadura velasquista tenía lista la guillotina de la ley de telecomunicaciones, el roce internacional del 5 dio pie a un par de joint-ventures creativas: las novelas Nino y Los hermanos Coraje, una ejecutada en Buenos Aires y la otra en México, pero ambas con argumento comprado por los Delgado Parker en Brasil, donde se vivía un boom interno que demoraría muchos más años que el peruano en brincar sus fronteras.

El mercado nacional no se alimentaba de novelas; urgía de comedia y música, local y extranjera; de concursos, noticias y deportes. Cada ítem fue atendido por Panamericana y en especial el rubro que aún hoy domina el ranking de la televisión peruana, el humor en sketchs. El tornillo traza una línea recta, periódicamente remarcada con tiza, que llega hasta Risas y salsa. Fue concebido para ser top del ranking por Alberto Terry, gerente de producción, brazo derecho de Genaro Delgado Parker, suerte de “aduana de la televisión” y escenógrafo obligado de todo espacio en el aire, también atareado en las postas que debían tener los concursos, los musicales y esos gigantescos ómnibus que consumían tanto combustible en los fines de semana.

Con tantas horas y latas por llenar los jefes de Panamericana postergaron la atención de algunos grandes asuntos de televisión. El color fue un sueño apenas esbozado antes de la estatización, y la expansión territorial, antes del satélite y las microondas, fue lenta y algo corta de cable. Pero había más horas nacionales que nunca.

Hacia 1966 la fábrica había perpetrado una treintena de novelas. La gran mayoría eran grabadas pero difícilmente exportables. Tal era su economía de lenguaje y de producción que la mirada fija del teatro pesaba como plomo en el espectador que conocía las novelas mexicanas del 4. Carlos Barrios Porras, el más prolífico productor-director de folletines, incluyendo largas temporadas de Simplemente María en su haber, describe las estrecheces del viejo sistema:

Había una sola máquina de videotape. Mi turno empezaba a las 2 de la tarde y a las 6 me quitaban las dos cámaras y yo tenía que hacer cinco capítulos de media hora con sus comerciales adentro. A estos también los grabábamos porque no había forma de editar, no había posproducción. El resto de la semana ensayábamos con los actores.35

El modelo no daba para más. En tres años la televisión volvió al teleteatro que había provocado la rebelión de la telenovela; para colmo, este se hacía extremadamente largo y se difería su puesta en vivo. La grabación corrida solo incrementaba la producción por turnos pero no permitía editar ni diseñar secuencias con dinámica cinematográfica. De poco servía.

El cambio fue radical. Una nueva máquina de videotape entró a operar para posproducir novelas y los planes de trabajo se pusieron patas arriba: En lugar de grabar cinco capítulos seguidos, se grabaría uno por día. No se ensayaría toda la semana para soltar en una sola expiración el rollo contenido, sino que se respiraría a modo de cine, ensayando cada escena una vez y en seco antes de echar a correr la cinta. El actor no tenía ocasión de memorizar el capítulo entero pero podía hacerlo por puchos. Si la mnemotécnica le fallaba podía recurrir al relevo electrónico de la “chuleta”: el audífono o el teleprompter.36 No solo los actores se beneficiaban de aquel sino los miembros del equipo técnico. Finalmente, la posproducción editaría secuenciando, corregiría errores, introduciría efectos dramáticos y de estilo.

Las posibilidades exportables se dispararon. El Perú había aprendido a forjar novelas al soplete y ahora conocía un sistema de producción que pulía el tosco resultado. Tenía un pequeño star-system y, en medio de él, al clan Ureta-Travesí organizado para la división del trabajo: Juan hacía los contactos y coordinaba a la familia; Elvira prestaba su aplomo actoral que era inmenso; Gloria escribía y también actuaba; su hijo, Fernando Larrañaga, fungía de joven galán y Gloria María Ureta, hija de Juan y Elvira, era la dúctil heroína. Pero los clanes solo sirven para mantener espacios enconirados, son impermeables a la innovación y a los talentos excéntricos. Los Ureta-Travesí solo adquirieron rango exportable cuando se disgregaron en otras novelas. Para estas los Delgado Parker firmaron varios contratos felices con los actores de mejor técnica y mayor naturalidad en el medio: Saby Kamalich, Ricardo Blume, Vlado Radovich, Patricia Aspíllaga, José Vilar, Ofelia Lazo y un trashumante Jorge Mistral. También estimularon a artesanos de planta como Carlos Barrios Porras a competir con el español Manolo Calvo (hermano de Armando), importado desde México para dirigir las novelas más pretensiosas.

La producción se fijó estándares de cantidad y calidad. Los primeros se limitaron por lo general a sesenta capítulos de 22 minutos (la media hora neta de televisión) para cubrir tres meses de programación. El libreto podía ser un original de Gloria Travesí, una adaptación de Corín Tellado, o alguna compra en el mercado de argumentos latinos para una docena de personajes pegados con ventosas a los lados de un triángulo amoroso. Superados esos mínimos empaquetables, recién podía entrar a tallar el afán de venta y la pretensión de calidad. Así se costeó el vestuario y la utilería para unas cuantas novelas históricas, se estiraron los capítulos y la ronda de personajes de algún folletín que prometía y se exploró el mercado argentino y brasileño en busca de argumentos renovables. La cantidad entre 1966 y 1969 (una docena anual en promedio) avanzó menos que la pretensión, pues en 1970 sólo dos títulos, Simplemente María y Natacha, tenían ocupado a todo el elenco de la fábrica.

Se abusó de la solemnidad y de los recursos pasivos (secretos, chantajes, amnesias, filiaciones desconocidas) del melodrama tradicional, de sus polaridades maniqueas y su indefensión frente a la fatalidad (de los temas pero también de la escritura) y no se inventó la novela idiosincrática, ni se exploraron los escenarios naturales, ni la fantasía ni el folclor; pero sí se hurgó en la intriga policial, en la historia sulpiciana de Santa Rosa de Lima, en el trauma de los migrantes y, al final del período, con Nino y Me llaman Gorrión entró al género un fuerte soplo de cotidianidad que, lamentablemente, fue congelado por la estatización forzada.

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