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Navidades de 1917-1918. El impacto de unas huellas

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Una noche de invierno cayó una fuerte nevada sobre la ciudad y durante la mañana siguiente27 Escrivá vio en la calle Mayor, en la zona que llamaban popularmente la costanilla, la impronta de unos pies sobre la nieve. Eran las huellas de algunos de los carmelitas descalzos que acababan de llegar a la ciudad dos semanas antes y cuyo convento quedaba cerca de allí28.

Esas pisadas conmovieron al joven Josemaría, y no solo por lo que significaban de sacrificio personal por parte de aquellos frailes. «Si otros hacen tantos sacrificios por amor de Dios –pensó–, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada?»29. Le transmitieron un mensaje de perfiles confusos y dieron origen a un decisivo giro existencial.

«El Señor –escribía tiempo después– arrojó una semilla encendida en amor. Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor [...]. Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección»30.

«Llama la atención –me comentaba Flavio Capucci31 en Roma a finales de los setenta–, que un chico de quince o dieciséis años, se conmueva hasta ese punto y decida entregar su vida a Dios tras contemplar unas pisadas sobre la nieve, fruto del amor a Dios de una persona».

Independientemente de lo que se podría denominar «fenomenología de la gracia y de la acción de Dios en cada alma», para Capucci esta reacción pone de relieve que Josemaría había madurado en su vida espiritual de un modo llamativo para su edad, con disposiciones de entrega generosa hacia el Señor.

Aquella mañana de invierno, mientras triunfaba en el extremo del continente europeo una revolución que tendría terribles consecuencias a lo largo de aquel siglo, tuvo lugar en su alma una de esas experiencias trascendentales que llevan a los jóvenes –según Aardweg– a tomar decisiones que comprometen decisivamente su futuro. Fue, en cierto sentido, lo que Víctor Frankl denomina «un descubrimiento del sentido existencial de la propia vida».

Josemaría comentó en diversas ocasiones, de palabra y por escrito, que aquellas huellas fueron una «llamada de Dios»; pero, una llamada... ¿a qué? A una entrega plena en su servicio, de eso estaba seguro. Mejor dicho: era lo único de lo que estaba seguro.

¿Dónde y cómo? Lo ignoraba32.

El cambio ocurrió sin más: de repente y sin preámbulos, del mismo modo que lo experimentaron tantos conversos de la historia; entendiendo en este caso la palabra conversión en su sentido más amplio.

Escrivá no se había planteado hasta entonces una posible entrega a Dios. Como dibujaba con soltura y entendía los planos con cierta facilidad, pensaba ser arquitecto33. Su padre, sin embargo, prefería que fuese abogado; entre otras razones, porque los estudios de Derecho eran más baratos que los de Arquitectura.

«Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, ni en dedicarme a Dios –decía–. No se me había presentado ese problema porque no era para mí. Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical. Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era profundamente religiosa; me habían ayudado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no para mí: para otros»34.

Podía haberse limitado a esperar una nueva luz de Dios; pero tomó una de esas «pequeñas decisiones» que adquieren una dimensión insospechada y trascendental con el paso del tiempo. Decidió ir a la iglesia del convento de los carmelitas recién refundado para confesarse con José Miguel de la Virgen del Carmen35, que fue posiblemente uno de los religiosos que dejaron aquellas huellas en la nieve36.

Aquel carmelita de treinta y tres años era un hombre de aspecto fornido y cordial. Las fotografías de aquel periodo le muestran sonriente, con una mirada penetrante tras unas lentes circulares. Habló con Josemaría y le animó a intensificar su vida cristiana. El joven Escrivá comenzó a ir a Misa a diario y a rezar con mayor piedad. Eso hizo que al cabo de tres meses, el religioso, al ver sus buenas disposiciones, le planteara la posibilidad de ingresar en la Orden del Carmen37.

Escrivá consideró la propuesta con seriedad. Pensó incluso el nombre que podía elegir en el caso de que se decidiera38. Pero pronto se dio cuenta de que Dios no le llamaba a la vida religiosa y conventual.

¿Qué podía hacer? ¿Ser sacerdote secular? «Vi con claridad que Dios quería algo pero no sabía qué era»39. El tiempo pasaba. Era ya la primavera de 1918 y, como recordaba años después, «aquello no era lo que Dios me pedía y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, “el cura” que dicen en España. Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así. En aquella época –y no ofendo a nadie– ser sacerdote era una especie de función administrativa. Las diócesis iban adelante como una máquina vieja, chirriando de vez en cuando, pero funcionaban». Explicaba a continuación que los Seminarios estaban llenos y los sacerdotes salían de allí para hacer su carrera. «Se comportaban bien y procuraban ir de una parroquia a otra mejor. El que estaba preparado hacía oposiciones a una canonjía; cuando pasaba el tiempo entraba en el Cabildo [...]. Y a mí todo eso no me interesaba»40.

Aunque no deseaba hacer carrera como cura, decidió iniciar los estudios eclesiásticos porque concluyó que era el mejor modo para «estar disponible» y llevar a cabo aquella misión, aún desconocida, que –estaba íntimamente convencido– el Señor le encomendaba.

Paradójicamente, y en contra de lo que suele suceder, no esperó a «ver más» para decidirse; tomó la iniciativa y decidió hacerse sacerdote, con la confianza de que Dios le mostraría su voluntad en el futuro.

No fue una decisión rápida, ni sencilla. Un breve comentario suyo pone de relieve hasta qué punto debió costarle: «Me resistí»41. «Yo distingo dos llamadas de Dios –escribía–: una, al principio, sin saber a qué, y yo me resistía. Después..., después ya no me resistí, cuando supe para qué»42.

* * *

Su padre se quedó perplejo cuando le comunicó sus planes:

—Pero, hijo mío, ¿te das cuenta de que no vas a tener un cariño en la tierra, un cariño humano? –le preguntó.

Fue explicándole lo que dejaba atrás si se hacía sacerdote, hasta que le dijo, mientras se le saltaban las lágrimas:

—Pero yo no me opondré.

«Fue la única vez –recordaba Josemaría– que le vi llorar»43.

Al transcribir este pasaje algunos biógrafos destacan la actitud abierta, de raíz cristiana, de este hombre que deja que su hijo tome sus propias decisiones –yo no me opondré–, tras mostrarle las dificultades humanas con las que se va a encontrar.

Pero la afirmación –fue la única vez que le vi llorar– dice mucho también del temple de este aragonés de cincuenta y dos años, prematuramente envejecido, que llevaba soportando desde hacía tanto tiempo una sucesión de penalidades. Y confirma que había hecho todo lo que estaba en su mano para que aquel conjunto de desgracias afectara lo menos posible a sus hijos.

La determinación de su único hijo varón significaba para él, entre otras cosas, que después de perder a tres de sus cuatro hijas y toda su hacienda, iba a carecer «de la continuidad de su apellido»; algo que para una persona nacida en el siglo XIX tenía una relevancia mayor que la que solemos imaginar en nuestros días.

Tras aquella conversación, lejos de «poner pruebas» o esperar a que se enfriara aquel «ardor juvenil», José Escrivá le puso en contacto con un sacerdote amigo suyo, Antolín Oñate, Abad de la Colegiata de la Redonda, para que le ayudara a discernir su camino vocacional.

Oñate le confirmó que la decisión de su hijo no era fruto de una emoción pasajera; y junto con otro sacerdote, Ciriaco Garrido44 –que fue, en palabras de Escrivá, uno de los primeros que «dieron calor» a su «incipiente vocación»45–, acordaron un plan: después de terminar el bachillerato en junio, Josemaría estudiaría durante el verano algunas asignaturas de Filosofía y Latín; y en octubre de aquel mismo año –1918– entraría en el Seminario de Logroño para hacer el primer curso de Teología como alumno externo.

Es decir: aunque aquella decisión contrariaba sus planes personales, José Escrivá –contento, por otra parte, al ver la generosidad de su hijo con Dios– puso todos los medios para ayudarle. Se entienden las palabras de Josemaría: «A él le debo la vocación»46.

Con la elección que había hecho el hijo mayor –en un tiempo en el que las madres de familia tenían un acceso muy limitado al mercado laboral–, los Escrivá ya no podrían contar con él para sacar la familia adelante. Solo quedaría en casa Carmen, que estudiaba el último curso de Magisterio.

Josemaría, consciente de esta situación, rogó al Señor que concediera a sus padres un nuevo hijo. Lo hizo una sola vez. Aparentemente, era una petición un tanto ingenua, porque habían pasado diez años desde el último parto de su madre.

Al cabo de poco tiempo su madre le dijo que estaba embarazada. Y el 28 de febrero de 1919, diez meses después de aquella oración al Señor, nació su hermano menor, Santiago47. «Con aquello –recordaba Escrivá– toqué con las manos la gracia de Dios [...]. No lo esperaba»48.

Cara y cruz

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