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1914. La crisis económica

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Además, desde 1912 –el año del naufragio del Titanic– la situación económica familiar se había vuelto cada vez más preocupante. En 1914 quebró la sociedad de la que era copropietario su padre, y esa fue, en cierto sentido, «la gota que colmó el vaso» para el pequeño Escrivá.

La bancarrota tuvo diversas causas. Aquella zona de Aragón había sufrido durante los dos últimos años una racha de malas cosechas, que habían generado un fuerte descenso del consumo. A esto se unió el comportamiento de uno de los tres socios fundadores de la sociedad mercantil Sucesores de Cirilo Latorre.

Cuando Latorre se jubiló, hacia 1894, le sucedieron tres socios al cargo del negocio: Juan Juncosa, Jerónimo Mur y José Escrivá, que pudo participar en ese proyecto gracias a la herencia que había recibido de su padre, fallecido recientemente.

En 1902 José y su amigo Juan fundaron Juncosa y Escrivá. Mur no quiso participar en el nuevo proyecto y concertaron con él que no pondría otro comercio textil en la ciudad que les hiciera la competencia. Llegaron a un acuerdo: le compensarían por ello con cuarenta mil pesetas, abonables en sesenta y ocho pagarés, cosa que cumplieron entre los años 1902 y 1908.

Pero Mur incumplió lo pactado y a partir de 1911 la empresa empezó a tener pérdidas; en parte, por la crisis económica y, en parte, por la competencia comercial.

Escrivá comenzó, junto con Juncosa, un larguísimo proceso judicial, primero en la Audiencia de Zaragoza y más tarde en el Tribunal Supremo. La sentencia les dio la razón, en cuanto que reconocía que el otro socio debía compensarles por los perjuicios causados; pero no se la dio en cuanto al modo de realizar esa compensación.

El problema estribaba en que Juncosa y Escrivá pretendían que Mur devolviera la cantidad de ciertos pagarés, pero la sentencia estableció que no había suficiente base para afirmar que aquella cantidad fuera el montante de lo que Mur les debía abonar. Debían buscar otro modo de calcular los daños causados.

Los costes de aquel largo juicio, unidos al daño económico que sufrieron, les llevaron a liquidar el negocio en 191528.

Al verse en aquella situación, los Escrivá –al igual que hizo Juncosa– actuaron de forma coherente con su conciencia. Contaban con unos ahorros que habían quedado fuera de la bancarrota y decidieron pagar con sus propios bienes las deudas generadas por la quiebra. Ciertamente no estaban obligados a pagar desde un punto de vista estrictamente jurídico y moral más que con los bienes de su empresa; y lo sabían. Pero lo hicieron porque no querían que aquel descalabro afectara a terceras personas.

José y Dolores sabían también que ese gesto les llevaría a la ruina, como sucedió; pero lo que no esperaban, posiblemente, es que la incomprensión familiar llegara a los extremos a los que llegó.

Esa incomprensión fue, sin duda, la consecuencia más dura de la quiebra; porque los que entendieron menos su modo de actuar fueron, paradójicamente, los hermanos sacerdotes de José y de Dolores: y de modo singular, Carlos Albás, hermano mayor de Lola, que gozaba de particular influencia dentro del entorno familiar por su condición de canónigo arcediano del Cabildo de Zaragoza.

Esa actitud no era nueva: «el tío Carlos» mantenía desde hacía tiempo una actitud distante hacia su cuñado Pepe. Las críticas que hizo en aquellas circunstancias influyeron en la familia y los conocidos, que comenzaron a decir, como recordaba años después Dolores Albás: «Pepe ha sido un tonto, porque ha podido quedarse con una fortuna y lo ha perdido todo».

En estas circunstancias, según Aardweg, el sentido de la justicia del adolescente Escrivá se sintió aún más herido; Dios –pensaba–, además de robarle tres hermanas, había permitido que sus padres quedaran en la ruina y sufrieran una especie de desahucio familiar, junto con el rechazo general.

Escribió años después: «Yo no era un hijo ejemplar: me rebelaba ante la situación de entonces. Me sentía humillado»29.

Cara y cruz

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