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30 de abril de 1927. En La Casa sacerdotal

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Escrivá residió durante sus diez primeros días madrileños en una pensión modesta, situada en el nº 2 de la calle Farmacia5. El 30 de abril, tres días después de matricularse para el doctorado en la Universidad Central, se fue a vivir a una Casa sacerdotal que se había inaugurado pocos meses antes en el nº 3 de la calle Larra, en la zona universitaria.

Esa Casa sacerdotal tenía capacidad para treinta y un residentes y convivían en ella sacerdotes mayores con otros más jóvenes, como Justo Villamariel, Avelino Gómez Ledo, Antonio Pensado y Fidel Gómez Colomo. Este último recuerda a Josemaría como «una persona cordial, diáfana, leal».

La residencia estaba situada casi enfrente de la sede del diario El Sol, con el que colaboraban destacados intelectuales del país. Algunos de ellos eran conocidos por su pensamiento anticristiano6.

Aquel periódico se había convertido en un lugar de encuentro de tres generaciones de escritores y pensadores: los que conformaron la llamada Edad de Plata; algunos miembros de la generación de 1898; la generación de 1914, en plena etapa creativa; y la de 1927, que supuso «un fuerte empuje literario y una decidida opción por el compromiso político y la acción cultural en su vertiente de militancia social»7.

Gómez Colomo recordó siempre la conversación que sostuvo con Escrivá sobre la misión de los intelectuales: «Estábamos comentando algún acontecimiento que ahora no recuerdo, y me habló de la necesidad de hacer apostolado también con los intelectuales, porque, añadía, son como las cumbres con nieve: cuando esta se deshace, baja el agua que hace fructificar los valles. No he olvidado nunca esta imagen, que tan bien refleja ese ideal suyo de llevar a Cristo a la cumbre de todas las actividades humanas»8.

En aquel tiempo el proyecto prioritario de Escrivá era cursar las asignaturas del doctorado en Derecho y encontrar lo antes posible una «colocación» que le permitiera traer a su familia, que permanecía en Fonz. Su maestro y amigo Pou de Foxá le aconsejaba por carta –o se lo decía de palabra, durante sus estancias en Madrid– que, si no conseguía pronto una tarea eclesiástica, empezara a desarrollar un trabajo civil: podía opositar a una cátedra, entrar en un bufete de abogados o en alguna oficina del cuerpo consular... Escrivá agradecía sus consejos, pero no estaba dispuesto a dedicarse a tareas tan alejadas de su ministerio.

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