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V Llegada a Madrid (abril de 1927) 19 de abril de 1927. Madrid

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«Si pudiera venir pronto –le urgía a Escrivá por carta el Rector de la iglesia de San Miguel, contestándole a vuelta de correo– se lo agradecería, por ser este tiempo en el que más necesitamos de sacerdotes». El 17 de marzo el arzobispo de Zaragoza le concedió el permiso para trasladarse a Madrid y, tras dos años de silencio por parte de la curia, tres días después, cuando ya lo tenía todo dispuesto y preparado para hacer el viaje, le notificaron que debía atender durante la Semana de Pasión y la Semana Santa la parroquia de un pueblecito, Fombuena –que cuenta en la actualidad con cincuenta y cuatro habitantes–, desde el 2 al 18 de abril.

Aquel encargo retrasaba un mes su llegada a Madrid y corría el peligro de que en la iglesia de San Miguel no quisieran esperarle y buscaran a otro. Sin embargo, siguiendo el consejo de su madre, escribió al Rector diciéndole que se incorporaría en cuanto terminara la Pascua1, y el 2 de abril, a falta de otro lugar para alojarse, su familia partió para Fonz y él para Fombuena.

Diecisiete días después, el 19 de abril, llegó a la madrileña estación de Atocha y se dirigió inmediatamente a la iglesia de San Miguel, un hermoso templo barroco que sería convertido, tres años después, en Basílica Menor. El estipendio por las Misas era de 5,50 pesetas, una cantidad que no le permitía traer a los suyos a la capital.

Según la Guía de la Ciudad de Madrid, era «creencia general que la población efectiva se acerca a un millón de almas». La capital estaba dejando de ser una urbe administrativa, con un ritmo de vida sosegado, para convertirse en una metrópoli moderna. Contaba con algunos barrios en los que convivían personas de diversos ámbitos sociales. Las llamadas clases bajas se instalaban en los sótanos y las buhardillas; las altas, en el llamado piso principal, y el resto reproducía casi la escala social.

«El barrio de Salamanca –señalan Montero y Cervera–, buena parte del de Chamberí, los Bulevares, Princesa, etc., son ejemplos típicos de ese Madrid socialmente mezclado tan propio de la ciudad castiza»2.

La ciudad contaba con los servicios de cualquier capital europea moderna (en 1927, por ejemplo, había ya cincuenta y seis discos distintos de tranvías) y al mismo tiempo se acrecentaba el número de chabolas que surgían, fruto de la emigración, en los descampados de la periferia.

Estas infraviviendas «llegaron a constituir un auténtico cinturón rojo de la capital: Guindalera, Cuatro Caminos, Tetuán, Puente de Vallecas, Peñuelas, etc. Los empeños oficiales para construir viviendas baratas y asequibles a esta población eran incapaces de atender las necesidades que planteaba una ciudad en constante crecimiento demográfico, por el empuje conjunto de la emigración y la natalidad»3.

Según las estadísticas de 1929, 104.244 de los 809.400 madrileños eran obreros o personas de condición económica muy modesta.

En esas zonas deprimidas, en las corralas que popularizarían las zarzuelas y en las barriadas pobres del extrarradio, sobrevivían miles de gentes al borde de la miseria:

Mal alimentadas –que pasan hambre–, dominadas por la incultura, que apenas leen la prensa y que alimentan sus opiniones de conversaciones durante el trabajo, en las que la voz de los sindicalistas fluye autorizada desde las casas del pueblo y los locales anarquistas de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo).

Allí los enfoques socialistas y anarquistas configuran una opinión pública en la que la conciencia de clase se transforma en algo más inmediato y visceral: el odio a los ricos y al clero, que se percibe como cómplice de aquellos.

La experiencia de la miseria habitual, de la ignorancia, de la falta de atención médica y de capacidad económica para llegar a los remedios farmacéuticos, parecen reclamar una revancha que las diversas soluciones revolucionarias presentan como próxima4.

Cara y cruz

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