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IV Una muerte repentina Ordenación sacerdotal y estancia en Perdiguera. Tiempo de espera (1924-1927) 27 de noviembre de 1924. Una muerte repentina

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El 14 de junio de 1924 recibió el subdiaconado de manos de Díaz Gómara, el obispo auxiliar; y pocos meses después su vida dio otro giro inesperado: cuando faltaban pocas semanas para su ordenación como diácono, falleció su padre, el jueves 27 de noviembre de 1924, con cincuenta y siete años.

Era la fiesta de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. José Escrivá había estado rezando por la mañana, antes de marchar al trabajo, ante una imagen peregrina con esa advocación que albergaban en su hogar durante aquellos días. Se entretuvo un rato con Santiago, su hijo pequeño, y a la hora acostumbrada se dirigió hacia la puerta. Antes de alcanzarla, se desplomó en el suelo. Su esposa y su hija le pidieron que se acostase, pero él les dijo que prefería ir a trabajar. Dolores fue corriendo a hacerle una manzanilla, pensando en que podría haberle sentado mal algo del desayuno. Cuando se la llevó estaba tan desfallecido que tuvieron que ayudarle para que se acostara.

Dolores llamó al médico, que le aplicó unas rudimentarias sanguijuelas, en el cuello para que le bajara la tensión sanguínea, y a Daniel Alfaro, un sacerdote amigo, que le administró los últimos sacramentos. Murió dos horas después, sin volver en sí.

Mientras tanto vino a la casa Manuel Ceniceros, para preguntar qué sucedía, porque solía ser extremadamente puntual y siempre estaba a las nueve en su puesto de trabajo, hora en que se abría. Dolores le pidió que pusiera a Josemaría un telegrama urgente pidiéndole que viniera.

«En ese telegrama –me contaba Ceniceros– solo le decía que su padre estaba gravemente enfermo».

Ceniceros fue a recoger a Escrivá a la estación de tren y solo cuando se encontraban cerca de la casa, antes de que pudiera ver la mesa con las firmas de condolencia que había en la entrada, se atrevió a decirle que su padre había fallecido1.

Fue un nuevo mazazo para los Escrivá, que no se habían repuesto aún de los anteriores. Ninguno de sus parientes de Zaragoza y Barbastro acudió al velatorio ni al entierro, a pesar de la cercanía geográfica.

Tras el funeral, que se celebró al día siguiente del fallecimiento, Josemaría caminó hasta el cementerio acompañado por unos conocidos –su madre, su hermana y el pequeño Santiago, siguiendo la costumbre, no formaron parte de la comitiva fúnebre– y contempló cómo daban sepultura a su padre2.

A partir de aquel momento cayó sobre sus hombros –cuando era solo un subdiácono de veintidós años– la responsabilidad de sacar adelante a su madre y a sus hermanos. Estaban tan mal económicamente que tuvo que pedirle dinero prestado a Daniel Alfaro para poder pagar los gastos funerarios.

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