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4.

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—¿Qué tal te ha ido?

Chloe estaba tumbada de espaldas en mi cama. Llevaba un vestido gris de lana con medias de rejilla negras y botas negras hasta la rodilla. Fumaba y soltaba anillos de humo que ascendían hacia el techo. Ojalá no fumase en casa; el olor se me quedaba en la ropa. A pesar de todo, me alegraba de volver a verla, la había echado de menos.

—No muy mal —dije.

Había sobrevivido a la primera semana en el Billy Hughes, pero de chiripa. Estaba agotada. Me había acostado después de las doce todas las noches, tratando de ponerme al día con Dickens, la Segunda Guerra Mundial y las ecuaciones logarítmicas. Había avanzado, pero sabía que el lunes volvería a tener la misma carga de trabajo.

—¿Cómo es la gente? —preguntó Chloe—. ¿Son todos empollones con la frente sudada y bolígrafos en el bolsillo de la camisa?

Pensé en la nariz perfecta de Alexis, la figura menuda de Ella-Grace y la elegancia natural de Vivian. Chloe las odiaría a todas.

—Más o menos.

Ella suspiró.

—Pobre. ¿No hay alguien con quien puedas pasar el rato? Alguien que se parezca mínimamente a nosotras.

Ja. Me preguntaba a quién odiaría más Chloe: si a Alexis y sus amigas pijas o a los chicos desaliñados de negro que destacaban para mal. Me encogí de hombros.

—Hay un grupo con el que paso la hora de comer, pero estoy demasiado ocupada como para hacer amigos.

—Y ya me tienes a mí —dijo ella con un parpadeo coqueto.

—Y ya te tengo a ti. —Le guiñé el ojo.

—¿Sabes? Me gusta cómo te queda así el pelo…

Le había contado que no nos permitían llevar el pelo teñido en el Billy Hughes. También le había contado otras cosas, como que todo el mundo era un coñazo y que no encajaba.

No le había hablado de Alexis, del musical ni de Ethan.

Vivian y Ella-Grace me habían indicado quién era Ethan, pero aún no nos habíamos conocido oficialmente. Era alto, tenía el pelo de color rubio oscuro y pecas. Estaba bueno. También me habían dicho que se apellidaba Bradley, que era vegetariano y que hacía voluntariado con Médicos sin Fronteras. Era perfecto, y me aterraba que se riese de mí cuando por fin hablásemos y el plan a lo Emma se hiciese evidente.

Chloe quería salir a tomar algo en la Batcueva, pero le dije que tenía deberes.

La Batcueva Lésbica era un bar al que solíamos ir. En realidad no se llamaba así; tenía un nombre pretencioso en francés tipo L’Arrondisement, pero yo siempre lo había llamado la Batcueva Lésbica porque era oscuro como una cueva y estaba lleno de chicas de aspecto circunspecto vestidas de negro. Chloe ponía los ojos en blanco cuando yo lo llamaba así y me decía que aquello era infantil.

Cuando comenzamos a salir, solo estábamos nosotras: éramos Chloe y yo contra el mundo. Sin embargo, a los dieciséis años ella se unió a un colectivo de arte radical y comenzamos a quedar en la Batcueva con un grupo de chicas artístico-sáficas. Al principio fue bien, era gente ultracool y muy intelectual. Pero a mí sus obras no me terminaban de llegar, y tampoco me gustaba el café negro y sin azúcar que bebían todo el rato. No me gustaba que el olor de los cigarrillos se me quedara en el pelo durante días cuando salía con ellas al patio interior. Y no me gustaba compartir a Chloe. Cuando estaba con ellas, se comportaba de manera diferente: se volvía mezquina y distante. Su actitud indiferente se convertía en gélida.

Para ser sincera, estaba celosa. Celosa de la forma en la que Chloe encajaba sin esfuerzo en su nuevo grupo. Yo también quería estar con personas con las que yo encajara.

Y entonces oí hablar del colegio Billy Hughes para la excelencia académica. El colegio al que iban los adolescentes inteligentes. Un sitio donde podías entregar los deberes a tiempo sin sentir que aquello era una rendición o una traición a cierto código moral de libertad y rebelión. Un colegio donde chicos y chicas iban a las fiestas con trajes y vestidos de noche y bailaban agarrados bajo bolas de luz de colores, como en las viejas películas de los ochenta de Molly Ringwald. Un colegio donde podría volver a empezar y ser la persona que era en realidad. O, al menos, la que creía que podía ser.

—Entonces, ¿va a ser así a partir de ahora? —preguntó Chloe como si me oyese los pensamientos.

Dejó caer la colilla del cigarrillo en la taza de café medio vacía; hizo fzzz al apagarse. Luego, se sentó y se abrazó las rodillas. De repente parecía muy pequeña y muy joven. Me pregunté con quién estaría pasando el tiempo ahora que yo no estaba en el colegio. No había pensado en eso cuando decidí marcharme. Chloe siempre parecía tan segura de sí misma, tan autosuficiente, que no se me había ocurrido pensar que pudiera sentirse sola.

Cerré de golpe el libro de Matemáticas y me senté en la cama a su lado. La abracé y le apoyé la cabeza en el hombro. Ella se tensó unos instantes y pensé en el abrazo impulsivo que me había dado Alexis el primer día en el Billy Hughes, pero luego suspiró y sentí que se relajaba. Olía a humo de cigarrillo, a su perfume almizclado de vainilla y a su brillo de labios con sabor a cereza.

—Lo siento —le dije—. Voy muy apurada con los deberes, de verdad. Todo es mucho más difícil y no quiero rezagarme aún más. Pero no será siempre así, solo tengo que ponerme al día.

—No sé por qué te preocupas —dijo con un mohín—. No es más que el instituto.

—Lo sé, pero ya que estoy allí, mejor le saco partido.

Chloe soltó un bufido. Alargó un dedo, lo enrolló en un mechón de mi pelo y tiró suavemente.

—¿Por qué tiene que cambiar todo? —preguntó.

—No es cierto —dije, sorprendida de la rapidez de mi mentira—. No tiene que cambiar nada.

Chloe esbozó una leve sonrisa de felicidad que se me clavó como un cuchillo. No quería mentirle. Incliné la cabeza y la besé en la boca para no tener que ver más esa sonrisa.

Pink

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