Читать книгу Pink - Lili Wilkinson - Страница 20

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El escenario tenía el tamaño de un campo de fútbol. Me dio la impresión de tardar una hora en cruzarlo y quedarme de pie bajo el foco. La luz era tan intensa que no veía nada. Comencé a sudar.

En alguna parte, muy lejos, oí las teclas de un piano. Sonaba ahogado y como a hojalata, como si se estuviera reproduciendo a baja calidad, pero la melodía me resultaba conocida. ¿Era All By Myself? La música se detuvo. Yo me ruboricé, confusa.

—¿Tú eres Ava? —preguntó una voz clara y gruñona.

Asentí. De pronto, tenía la boca muy seca.

Cantar en tranvías. Dormir en casa de Alexis con pijamas cuquis. Ethan arrojando rosas.

—¿Probamos otra vez? —Oí vagamente que decía el señor Henderson.

Asentí de nuevo e inspiré hondo. La melodía sonó débilmente en el piano una vez más. Miré la partitura delante de mí y abrí la boca.

Una vez que comencé a cantar, fue mejor. La voz me salía un poco temblorosa, pero la de Céline también sonaba trémula y vulnerable en la primera estrofa, así que di por supuesto que era bueno. ¿Tenía que hacer algo más?

¡Míralos a los ojos! Cierto. Había llegado al estribillo, así que alcé la vista de la partitura y parpadeé. La luz blanca me cegó. ¿Por qué tenía que ser tan intensa? Entrecerré los ojos y escruté la oscuridad más allá del alcance del foco. No veía nada.

Estaba tan concentrada en buscar la mirada del señor Henderson que se me pasó el comienzo de la segunda estrofa. Nerviosa, volví a mirar la partitura, pero tenía los ojos húmedos por mirar tan fijamente a la luz y no supe por dónde íbamos. Mascullé algunos «la, la, la» y fruncí el ceño mientras intentaba encontrarme. Para cuando lo hice, el piano con sonido de hojalata había llegado al siguiente estribillo.

Esa era la parte en la que realmente podía demostrarles mi valía.

Eché la cabeza hacia atrás y me consagré a la canción.

Estaba metida por completo en el momento, cantando igual que Céline, girando la cabeza como los cantantes profesionales y balanceándome de un lado a otro con pasión. Céline sabía de lo que hablaba. No quería seguir estando sola. Quería ser parte de esa nueva familia de focos luminosos, música y lentejuelas. Y Céline iba a llevarme hasta ella.

Cuando llegué al «anymore» más agudo, me di cuenta de que el piano había dejado de sonar.

¿Estaban impresionados con mi interpretación? ¿El pianista se había echado a llorar sobre las teclas?

Me quedé sin aliento en mitad de la nota y callé.

Hubo un largo silencio. Eso era bueno, ¿no?

No lo era.

Cuando el señor Henderson habló, ya no sonó como si estuviera tan lejos. Sus palabras fueron muy claras:

—Bien, acabo de perder treinta segundos de mi vida que nadie me va a devolver.

Hubo risitas entre alumnos y profesores.

—Eh… —dije—. Perdón, ¿puedo intentarlo otra vez? Estaba un poco nerviosa, no esperaba una luz tan intensa.

—No —dijo el señor Henderson.

—Pero suelo ser mucho mejor. Normalmente canto muy bien.

—Cuesta creerlo. ¡Siguiente!

—Espere —farfullé. Notaba el cuerpo caliente y tembloroso, como si tuviese la gripe—. No es justo. No lo estaba haciendo todo lo bien que puedo. Tiene que darme otra oportunidad.

El señor Henderson dijo, con tono duro y condescendiente:

—Mira, guapa, me da que incluso cuando lo haces lo mejor que puedes, a tu lado el dinosaurio cantarín de antes es una diva.

Sentí lágrimas en los ojos.

—¿Puedo al menos cantar mañana otra vez, en las audiciones de baile? —pregunté, pero la voz se me quebraba.

El señor Henderson se rio.

—Cariño, tú no vas a ir a las audiciones de baile. Como mucho, lo único que harás en este espectáculo será vender entradas.

Quise morirme. Parpadeé frenéticamente, tratando de no echarme a llorar. Aquel era el final de mi intento de ser una chica inteligente y popular. Tendría que rogarle al dinosaurio cantarín que fuese mi amiga.

Me marché a trompicones del escenario, sin ver por dónde iba, pensando que las cosas no podían ponerse peor. Una decisión muy tonta, porque en cuanto lo pensé, tropecé en el último escalón y me caí todo lo larga que era en el pasillo. Quise que la moqueta me tragase.

—¡Ava! —La voz parecía la de Alexis—. ¿Estás bien?

Levanté la vista. Alexis tenía la frente arrugada de preocupación, pero eso solo la hacía parecer aún más bonita. Por un instante, la odié como no había odiado nunca a nadie: odiaba su naricilla respingona; odiaba que fuese inteligente sin esforzarse y que, aun así, lograse ser pija y popular; odiaba que supiese instintivamente qué vaqueros combinaban con deportivas y cuáles con tacones. Odiaba su voz maravillosa y su vida perfecta, absolutamente perfecta.

Me puse en pie como pude y salí corriendo del auditorio.

Pink

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