Читать книгу Pink - Lili Wilkinson - Страница 5

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1.

—¿Cómo que te vas?

Chloe me soltó la mano.

—Lo sé, es una mierda —mentí—. Mis padres creen que sacaré mejores notas en un colegio nuevo.

Otra mentira.

—¡Qué fascistas! —dijo Chloe, algo bastante irónico, ya que mis padres se conocieron en el colectivo feminista-socialista-anarquista de la universidad.

—Me irá bien. El Billy Hughes es un buen centro.

—¿Pero qué tiene de malo el nuestro? Si al final son todos iguales. Son todos parte de un sistema de aprendizaje institucionalizado, diseñado para que te conviertas en un robot.

Negué con la cabeza.

—El Billy Hughes es más progresista. Su lema es «Aprendizaje independiente».

—Pero tú no quieres ir, ¿no? —Chloe entrecerró los ojos.

Vaya que sí.

—Yo no quiero dejarte —respondí.

—¡Te van a machacar, Ava! —Chloe frunció el ceño con preocupación—. Todo serán reglas, deberes y exámenes estandarizados. Cero libertad creativa. Seguro que tienen hasta policías.

Me encogí de hombros. ¿Cómo le explicaba a Chloe que yo quería reglas, deberes y exámenes estandarizados? Quería desafíos. Quería estar con gente a la que le importasen las matemáticas, las estructuras y los resultados. Los policías no me hacían mucha gracia, eso era verdad.

En realidad, había sido yo la que les había rogado a mis padres que me mandasen a una escuela privada. Escribí cartas, hice el examen para optar a una beca y, cuando me llegó la carta de aceptación, justo antes de primavera, bailé por toda la habitación como una loca.

—Tampoco es que me vaya a ir a otro país —dije—. Todavía podemos quedar después de clase y los fines de semana.

Chloe encendió un cigarrillo, le dio una larga calada y exhaló el humo con un suspiro.

—Pues qué bien.

Chloe era la persona más sensacional que había conocido jamás. Era alta y delgada, con dedos largos y elegantes y hombros puntiagudos, como las modelos de las fotos de pasarelas. Ese día llevaba una falda de tubo negra con medias de rejilla y botines estilosos, que se había quitado y había dejado al lado de mi cama. También llevaba una camiseta negra bajo una chaqueta oscura y entallada de tweed. El pelo, corto, teñido de negro y con gomina en las puntas, le daba cierto aspecto de elfa. En su nariz brillaban dos pendientes plateados, y otros cuatro en cada oreja. Tenía las uñas pintadas de un color ciruela muy oscuro. La única luz que emanaba de ella venía de su piel de porcelana y su cigarrillo blanco.

Chloe leía clásicos literarios con las cubiertas hechas cisco que encontraba en mercadillos y tiendas de segunda mano. Todos estaban escritos por personas como Anaïs Nin y Simone de Beauvoir, y le daban un aspecto muy intelectual, sobre todo cuando llevaba sus gafas elegantes con montura de carey.

A Chloe no le gustaba el instituto. Decía que la mayoría de los profesores eran fascistas, y a veces incluso criptofascistas, significase lo que significase aquello. Decía que nuestro sistema educativo nos volvía dóciles y estúpidos, y que la verdadera educación solo venía del arte, la filosofía y la experiencia vital. Chloe prefería sentarse en el muro bajo de piedra que rodeaba la escuela, fumar, hablar sobre el existencialismo y la vida, y enrollarse conmigo.

Era maravillosa y yo estaba convencida de estar enamorada de ella.

Así que… ¿por qué deseaba tanto marcharme?

Cuando les dije a mis padres que era lesbiana, me montaron una fiesta. En serio, con champán y todo. Fue lo más vergonzoso que me había pasado.

Mis padres adoraban a Chloe incluso más que yo. Cuando ella venía a casa, solía terminar leyendo algún libro de Ann Sexton con Pat o escuchando a Bob Dylan en vinilo con David. Pero a mí no me decían nada los poemas trillados acerca de úteros y, sinceramente, pensaba que Bob Dylan estaba sobrevalorado, así que me quedaba sentada educadamente, como si estuviera en casa de otra persona, hasta que sonaba el teléfono o algo así y podía arrastrar a Chloe a mi habitación. Allí hablábamos algo menos sobre feminismo; después, Chloe me leía algún fragmento de mi libro favorito de relatos de Borges y yo la hacía reír imitando a la señora Moss, nuestra profesora de Inglés, que tendría como setenta años. Conseguir que los labios de Chloe se curvaran hacia arriba y que sus ojos se arrugaran al reírse me hacía más feliz que ninguna otra cosa en el mundo.

Cuando llegaba la hora de que Chloe regresase a casa, se atusaba el pelo, se recolocaba la ropa y volvíamos a la cocina. Pat y David siempre parecían apenados de que se fuese.

—¿Tan pronto? —decía Pat—. ¡Pero si apenas hemos hablado!

A veces creía que mis padres deseaban que Chloe fuese su hija.

Al llegar a casa, saludé a Pat y David, me metí en mi habitación y cerré la puerta. Yo quería tener pestillo, pero no había manera de que mis padres me dejasen. Algo así implicaría que tenía secretos, y ellos eran los padres más liberales y tolerantes del mundo: ¿qué podía querer ocultarles yo?

Si supiesen…

Abrí el armario y rebusqué entre viejas sandalias cangrejeras y pantalones de chándal pasados de moda hasta que casi llegué a Narnia. Y saqué una bolsa. Era una de esas bolsas acharoladas, de color celeste, con asa de tela fina. El tipo de bolsa que llevan las personas que salen en la tele cuando están «de shopping» con un presupuesto que podría alimentar a un país africano entero.

En la bolsa había un paquete envuelto en papel de color amarillo limón, sellado con una pegatina celeste ovalada con letras doradas. Conteniendo el aliento, despegué suavemente la pegatina y abrí el paquete con la oreja puesta por si oía a Pat o David acercarse, ya fuera para ofrecerme un café o una charla sobre posestructuralismo.

Dentro del paquete había un jersey. Un jersey rosa de cachemira con un dibujo de rombos, para ser exactos. Era lo más suave del mundo y los diamantes de color rosa y crema estaban unidos, como almas gemelas.

Me acaricié la mejilla con su suave textura y me puse delante del espejo, sosteniendo el jersey sobre mi cuerpo. No necesitaba ponérmelo; sabía que me quedaba bien. Lo sabía porque me lo había probado en la tienda. Y era tan bonito, tan suave, tan… rosa. Tenía que comprarlo. Aunque sabía que después no podría ponérmelo, porque Chloe se moriría de risa si lo viese.

Yo nunca llevaba ropa de color rosa. El rosa no era vanguardista. El rosa no era existencial. El rosa era para las princesitas, los zapatos de ballet y las hadas con purpurina.

Cuando tenía cinco años, solo llevaba cosas rosas. Todo era rosa, desde mis bragas hasta mis calcetines, pasando por mis vestiditos vaporosos y mi reloj Flik Flak. No quería llevar nada de ningún otro color y mis padres estaban horrorizados; se morían por vestirme con camisetas del Che Guevara para bebés y boinas negras a lo bohemio.

Todos mis juguetes eran rosas. Solo usaba lápices rosas. Insistí para que pintasen las paredes de mi habitación de rosa.

Pero ya no era así. Años después, mi habitación estaba pintada de un gris pálido y sombrío, con zócalos y arquitrabes de color carbón. Ya no había pósteres de unicornios en las paredes; habían sido reemplazados por láminas artísticas en blanco y negro. Mis padres tenían que estar orgullosos. Ni siquiera había una bandera arcoíris; como Chloe decía, no éramos esa clase de lesbianas.

A medida que crecía, Pat y David me habían ido convenciendo por agotamiento. Me explicaban que el rosa era un significante vacío de feminidad y que ninguna de las otras niñas llevaba un vestido rosa bajo la bata para la clase de pintura. Me enseñaban artículos de revistas sobre Britney Spears (antes de que se descarriase) y sacudían tristemente la cabeza.

Cuando terminé la primaria, habían ganado. El péndulo se había colocado en el extremo opuesto: el negro. Para entonces, con suerte se me veía con falda y, cuando cumplí los catorce años, ya había tirado el último par de bragas que no fueran negras. Llevaba el pelo teñido de negro y casi siempre recogido en un moño apresurado. Me vestía con una combinación perpetua de vaqueros y camisetas de color negro: camisetas sin mangas en verano y un cárdigan enorme en invierno. A veces deseaba poder vestirme de una forma más loca, ecléctica y femenina, como Chloe, pero sabía que ella lo luciría todo mejor que yo, así que me quedaba con lo que ya conocía.

Por eso, el jersey rosa prácticamente brillaba en el dormitorio gris. Era como un recuerdo del país de Oz en mitad del aburrido Kansas en blanco y negro.

Lo doblé cuidadosamente y volví a envolverlo en el papel amarillo.

El rosa era para las chicas.

Chicas hiperfemeninas que llevaban los labios pintados con brillo de sabores, que leían revistas y que hablaban por teléfono tumbadas en sus sábanas perfectas de encaje, con los pies en el aire. Chicas que se pasaban seis meses buscando el vestido perfecto para la fiesta de graduación.

Chicas a las que les gustaban los chicos.

Pink

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