Читать книгу La mano en la pared (El caso Vermont) - Maureen Johnson - Страница 12

1

Оглавление

LOS HUESOS ESTABAN ENCIMA de la mesa, desnudos y blanquecinos. Las cuencas de los ojos vacías, la boca con una mueca laxa, como diciendo «Sí, soy yo. Pero te estarás preguntando cómo acabé aquí. La verdad es que es una historia curiosa…».

—Como veis, al señor Nelson le falta el primer metacarpo de la mano derecha, que ha sido sustituido por uno ortopédico. En vida, por supuesto, tenía…

—Pregunta —dijo Mudge, con la mano a medio levantar—. ¿Cómo se convirtió este tipo en esqueleto? ¿Aquí, quiero decir? ¿Sabía que iba a terminar en una clase?

Pix, la doctora Nell Pixwell, profesora de anatomía, antropóloga forense y responsable de la Casa Minerva, hizo una pausa. Su mano y la del señor Nelson estaban levemente entrelazadas, como si estuvieran considerando una delicada proposición de bailar juntos en la fiesta.

—Bien —respondió—. El señor Nelson fue donado a la Academia Ellingham cuando abrió. Creo que llegó a través de un amigo de Albert Ellingham que tenía alguna relación con Harvard. Hay varias vías por las cuales llegan cuerpos para utilizarse en las clases prácticas. Hay gente que dona su cuerpo a la ciencia, por supuesto. Quizá fuera eso lo que ocurrió, pero sospecho que en este caso no sucedió así. Basándome en algunos de los materiales y técnicas de articulación, creo que el señor Nelson probablemente date de finales del siglo XIX. En aquella época había cierta laxitud a la hora de conseguir cuerpos para la ciencia. Habitualmente, se utilizaban los cuerpos de los presidiarios. Parece que el señor Nelson estaba bien alimentado. Era alto. Tenía todos los dientes, lo cual era algo excepcional en aquellos tiempos. No tenía ningún hueso roto. Mi hipótesis (y es solo una hipótesis)…

—¿Se refiere a los saqueos de tumbas? —preguntó Mudge con interés—. ¿Fue robado?

Mudge era el compañero de prácticas de laboratorio de Stevie Bell, un chico de casi dos metros con estética death metal que llevaba lentillas de color púrpura y con pupilas de serpiente y una sudadera negra con capucha decorada con cincuenta insignias de Disney, entre ellas algunas muy raras que exhibía con orgullo y de las que Mudge hablaba a Stevie mientras diseccionaban ojos de vaca y otras cosas igual de espeluznantes con el propósito de adquirir una buena formación. Stevie no conocía a nadie tan fan de Disney como Mudge; soñaba con convertirse en ingeniero de imágenes y dedicarse a la animatrónica. La Academia Ellingham era el tipo de sitio donde los Mudges eran comprendidos y muy bien recibidos.

—Era habitual —respondió Pix—. Los estudiantes de Medicina necesitaban cadáveres. Los llamados «resucitadores» (¿lo captáis?, quienes los hacían resurgir de entre los muertos) robaban cuerpos para vendérselos a los estudiantes de Medicina. Si era un viejo esqueleto utilizado en Harvard, sí, creo que probablemente haya sido víctima de los ladrones de tumbas. Y esto me recuerda que tengo que mandarlo a que le arreglen las articulaciones. Necesito un metacarpo nuevo y hay que reparar el alambre aquí, entre el hueso piramidal, el hamato y el grande. Es duro ser un esqueleto.

Por un instante esbozó una sonrisa, pero se le borró rápido y se frotó la pelusilla de la cabeza.

—Y eso es todo sobre el metacarpo —dijo después—. Hablemos del resto de los huesos de la mano y el brazo…

Stevie sabía bien por qué Pix se había refrenado. La Academia Ellingham ya había dejado de ser un lugar donde se pudieran hacer chistes sobre lo duro que era ser un esqueleto.

CUANDO STEVIE SALIÓ, EL aire frío le abofeteó la cara. La espléndida capa de tonos rojizos y dorados que cubría la vegetación de Vermont se había caído de repente, como en un desmedido striptease del follaje.

Striptease. Follaje. ¿Striptease? Dios, estaba cansada.

Nate Fisher la esperaba delante del edificio de las aulas. Estaba sentado en uno de los bancos, con los hombros caídos y la vista puesta en el teléfono. Ahora que empezaba a refrescar, por fin podía forrarse alegremente —o todo lo alegremente que se podría esperar tratándose de Nate— con jerséis oversize, pantalones anchos de pana y bufandas hasta parecer un revoltijo andante de fibras naturales y sintéticas.

—¿Dónde has estado? —preguntó a modo de saludo.

Le puso en las manos una taza de café, así como un dónut de sirope de arce. O Stevie dio por hecho que era de sirope de arce. En Vermont, era frecuente que todo fuera de arce. Bebió un largo sorbo de café y dio un mordisco al dónut antes de contestar.

—Necesitaba pensar. Estuve dando un paseo.

—Llevas la misma ropa que ayer.

Stevie se miró perpleja los pantalones de chándal y las Converse negras. Llevaba también una sudadera dada de sí y su impermeable de vinilo rojo.

—Dormí así —dijo mientras caía una pequeña lluvia de migas de dónut.

—Hace dos días que no comes con nosotros. Nunca logro dar contigo.

Era cierto. Llevaba dos días sin pisar el comedor ni probar una comida de verdad, y había subsistido a base de puñados de cereales secos de los dispensadores de la cocina, normalmente en plena noche. Se acercaba a la encimera a oscuras, ponía la mano debajo de la pequeña espita y tiraba de la palanca para servirse otra ración de Froot Loops. Tenía una vaga noción de haber comprado y comido un plátano el día anterior, sentada en el suelo de la biblioteca, metida entre las estanterías. Había rehuido a la gente, conversaciones y mensajes para concentrarse por completo en sus pensamientos, porque eran muchos y necesitaba ponerlos en orden.

Tres sucesos importantes habían provocado esa actividad monacal y peripatética.

Uno: David Eastman, su (quizá) novio, había recibido varios puñetazos en la cara en Burlington. Lo había hecho a propósito, pagando a su atacante. Subió un vídeo de la paliza a internet y desapareció sin dejar rastro. David era el hijo del senador Edward King. El senador King había conseguido que los padres de Stevie la dejaran volver a la academia con la condición de que mantuviera a David bajo control.

Bueno, en eso no había tenido éxito.

Solo aquello habría bastado para tener la mente ocupada si no hubiera sido porque, aquella misma noche, la asesora de Stevie, la doctora Irene Fenton, había muerto en el incendio que se declaró en su casa. Stevie no había tenido demasiado trato con la doctora Fenton, o Fenton a secas, como prefería que la llamaran. Aquel suceso terrible tenía un lado positivo: el incendio había sido en Burlington. Burlington no estaba allí, en Ellingham, y Fenton había sido identificada como profesora de la Universidad de Vermont. Eso significaba que la muerte no había sido atribuida a Ellingham. Probablemente, la academia no podría sobrevivir si se producía otra muerte. En un mundo donde todo siempre salía mal, que tu asesora muriese lejos del campus era uno de los poquísimos «pero el lado positivo es…» de su confusa nueva vida. Era una forma terrible y egoísta de ver las cosas, pero llegados a este punto, Stevie debía ser práctica. Si querías resolver un crimen, había que distanciarse.

Afrontar todo aquello habría sido más que suficiente. Pero el remate final, lo que no paraba de darle vueltas en la cabeza como una noria, fue…

—¿No crees que deberíamos hablar? —preguntó Nate—. ¿Sobre lo que está ocurriendo? ¿Lo que va a pasar ahora?

Una pregunta cargada de implicaciones. ¿«Lo que va a pasar ahora»?

—Vamos a dar un paseo —propuso Stevie.

Se volvió para alejarse del edificio de las clases, de la gente, de las cámaras instaladas en las farolas y en los árboles. Lo hacía para poder hablar en privado, pero también para que nadie viera los estragos que iba a causar al dónut. Estaba hambrienta.

—Errovuelgogazo —dijo al tiempo que se metía un buen trozo de dónut en la boca.

—¿Quieres un copazo?

Hizo una pausa para tragar.

—He resuelto el caso —siguió—. El caso Vermont.

—Lo sé —dijo Nate—. Eso es de lo que tenemos que hablar. De eso, del fuego y de todo lo demás. Por Dios, Stevie.

—Tiene sentido —reconoció Stevie mientras caminaba despacio—. George Marsh, el hombre del FBI, el que protegía a los Ellingham…, alguien que conocía el plano de la casa a la perfección, los horarios, cuándo llegaba el dinero, las costumbres de la familia…, alguien que podría haber organizado un secuestro con facilidad. Escucha, esto es lo que ocurrió…

Agarró a Nate del brazo con delicadeza y cambió de dirección, virando hacia la Casa Grande. Esta era la joya del campus. En la década de 1930 había sido el hogar de la familia Ellingham. Hoy era el centro administrativo de la academia y escenario de bailes y eventos. En la parte de atrás había un jardín cercado. Stevie se dirigió como con piloto automático a una puerta que conocía bien en el muro y la abrió. Era el jardín hundido, llamado así porque en su día fue un lago artificial y la gigantesca piscina de Iris Ellingham. Albert Ellingham había ordenado que lo drenaran después de la desaparición de su hija porque alguien dijo que creía que el cuerpo estaba en el fondo. No ocurrió, pero no volvieron a llenar el lago. Así quedó, como una enorme hondonada cubierta de hierba. Y en el centro, en una extraña y pequeña elevación que en otro tiempo fue una isla en medio del lago, había una cúpula geodésica de cristal. Fue en aquella cúpula donde Dottie Epstein había encontrado su triste final y donde, justo debajo, Hayes Major había terminado sus días.

—Así que —dijo Stevie al tiempo que señalaba la colina— Dottie Epstein está allí sentada, leyendo su novela de Sherlock Holmes, sin meterse con nadie. De repente, aparece un hombre. George Marsh. Ninguno de los dos esperaba encontrar al otro. Y, de todos los alumnos de la Academia Ellingham con los que pudo haberse tropezado, George Marsh se topa con la más brillante, que además tiene un tío en la policía de Nueva York. Dottie sabe quién es Marsh. Todo el plan se viene abajo en un segundo, porque George Marsh se encuentra a Dottie en esa cúpula. Dottie sabe que algo malo está a punto de suceder, así que hace una marca en el libro de Sherlock Holmes, hace lo que puede para comunicar a quién ha visto, y después muere. Pero Dottie delata al hombre. Salto hacia delante en el tiempo…

Stevie se volvió hacia la casa, hacia el patio enlosado y la cristalera que se abría en lo que había sido el despacho de Albert Ellingham.

—Albert Ellingham se pasa dos años intentando encontrar a su hija, cuando algo… algo le refresca la memoria. Piensa en Dottie Epstein y en la marca hecha en el libro. Saca la grabación de su entrevista con ella (sabemos que lo hizo, estaba encima de su escritorio el día que murió) y la escucha. Se da cuenta de que Dottie pudo haber reconocido a George Marsh. Se pregunta…

Stevie se imaginaba perfectamente a Albert Ellingham paseando nervioso por el despacho, sobre las alfombras de pieles de animales, del sillón de cuero al escritorio, con la vista puesta en el reloj de mármol verde de la chimenea, intentando decidir si sus suposiciones eran ciertas.

—Escribe un acertijo, quizá para ponerse a sí mismo a prueba, para comprobar si de verdad lo creía: «¿Dónde buscas a alguien que en realidad nunca está cerca? Siempre en una escalinata, pero nunca en la escalera». Indica que hay que sacar la palabra nata de escalinata. ¿Quién es la flor y nata del cuerpo de Policía? Un detective. ¿Quién «nunca está» en realidad? La persona que contratas para investigar, la que siempre estuvo a tu lado. En la que nunca piensas ni te fijas…

—Stevie…

—Y luego, esa misma tarde, sale a navegar con George Marsh y el barco explota. Siempre se pensó que habían sido los anarquistas, porque ya habían intentado asesinarlo antes, y todos creían que era un anarquista quien había secuestrado a su hija. Pero es imposible. Uno de los dos hizo explotar el barco. O George Marsh sabía que todo había terminado y decidió que fuera el fin de ambos, o Albert Ellingham se enfrentó a él y decidió lo mismo. Pero no termina ahí la cosa. Y sé que el secuestrador de Alice, quienquiera que fuese, no pudo ser Atentamente Perverso, porque sé que esa nota la escribieron unos alumnos de la academia, probablemente para gastar una broma. Todo el asunto no fue más que una sucesión de cosas que se les fue de las manos. La nota era una broma, después el secuestro salió mal y murió toda esa gente…

—Stevie —insistió Nate para devolver a su amiga al presente, a la hierba húmeda y fría que estaban pisando.

—Fenton —siguió Stevie—. Creía que en el testamento de Albert Ellingham había un codicilo, algo que especificaba que quien encontrara a Alice se llevaría una fortuna. Es todo como de teoría conspiranoica, pero ella lo creyó. Dijo que tenía la prueba. Yo no la vi, pero afirmó que la tenía. Estaba completamente paranoica…, solo guardaba documentos en papel. Tenía un esquema relacional en la pared. Dijo que estaba haciendo encajar algo muy gordo. Llamé para contarle lo que había averiguado, pero me dijo que no podía hablar y repitió algo como «Está aquí, está aquí». Después, su casa ardió.

Nate se rascó la cabeza despacio.

—¿Puede haber alguna posibilidad de que fuera un accidente? —preguntó—. Por favor, dime que sí.

—Tú ¿qué crees? —preguntó ella en voz baja.

—Yo ¿qué creo? —repuso Nate, sentándose en uno de los bancos al borde del jardín hundido.

Stevie se sentó a su lado y notó el frío de la piedra a través de la ropa.

—Creo que no sé qué pensar —respondió el chico—. Normalmente no creo en las conspiraciones, porque la gente no suele organizarse lo suficiente para concluir con éxito tramas importantes y complejas. Pero también creo que, si en un lugar y momento determinados se dan una serie de circunstancias extrañas, quizá sea porque estén relacionadas. Por ejemplo, Hayes murió mientras estabais grabando el vídeo sobre el caso Vermont. Luego murió Ellie cuando se escapó después de que descubrieras que había escrito los guiones de Hayes. Ahora tu asesora está muerta (a la que estabas ayudando a estudiar el material de Ellingham), y murió justo cuando dijiste que habías averiguado quién cometió el crimen del siglo. Ha sido una sucesión de terribles accidentes, o quizá no, pero no se me ocurre nada y necesito conservar mis energías para poder flipar mejor. ¿Te he ayudado algo?

—No —respondió Stevie con la vista puesta en el cielo gris rosáceo.

—¿Y si…, y escúchame bien, y si comunicaras a las autoridades todo lo que sabes y te desentendieras ya del tema?

—Pero es que no sé nada —protestó ella—. Ese es el problema. Necesito saber más. ¿Y si todo está relacionado? Tiene que estarlo, ¿no? Iris y Dottie y Alice, Hayes y Ellie y Fenton.

—¿En serio?

—Necesito pensar.

Stevie se pasó la mano por el pelo corto y rubio. Se le había quedado de punta. No se había cortado el pelo desde su llegada a Ellingham a primeros de septiembre. Una vez lo había intentado, en su cuarto de baño a las dos de la madrugada, pero cuando llegó a la mitad ya no veía bien el resto. El resultado fue un corte descuidado que caía más sobre un ojo que sobre el otro y que a menudo se elevaba hacia el cielo como el copete de una cacatúa asustada. Se había mordido las uñas hasta llegar a la carne y, aunque la academia disponía de servicio de lavandería, llevaba la misma sudadera casi a diario. Estaba perdiendo la consciencia de su aspecto físico.

—Entonces, ¿qué plan tienes? ¿Deambular por ahí todo el tiempo, sin comer y sin hablar con nadie?

—No —respondió—. Tengo que hacer algo. Necesito más información.

—Muy bien. —Nate se dio por vencido—. ¿Dónde puedes encontrar información que no sea peligrosa ni equivocada?

Stevie se mordió una cutícula, pensativa. Buena pregunta.

—Volviendo al presente —siguió Nate—, Janelle nos va a enseñar un prototipo de su máquina esta noche. Está preocupada por si no vienes.

Por supuesto. Mientras Stevie se perdía por aquellos pequeños derroteros de su mente, la vida seguía su curso. Janelle Franklin, su mejor amiga de la academia y vecina de cuarto, había pasado todo su tiempo en Ellingham construyendo una máquina para la competición Sendel Waxman. Ya la había terminado y quería hacer una demostración a sus amigos. A través de la nebulosa de su mente, Stevie fue capaz de recordarlo… «Esta noche, a las ocho. Ver la máquina».

—De acuerdo —dijo—. Iré. Claro que iré. Ahora necesito seguir pensando.

—Quizá necesites volver a casa y dormir una siesta, o ducharte, o algo. Porque no me parece que estés bien.

—¡Eso es! —exclamó, levantando la cabeza de repente—. No estoy bien.

—Un momento, ¿qué dices?

—Necesito ayuda —dijo con una sonrisa—. Necesito ir a hablar con alguien a quien le encantan los retos.

La mano en la pared (El caso Vermont)

Подняться наверх