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15 de diciembre, 1932

LLEVABA HORAS NEVANDO, LOS copos revoloteaban sin rumbo ante los cristales, posándose en los alféizares y formando paisajes en miniatura que recordaban a las montañas en la lejanía. Albert Ellingham estaba sentado en un mullido sillón tapizado en terciopelo color ciruela. Ante él, encima de una mesita, un reloj de mármol verde dejaba oír su tictac despreocupado. Aparte del tictac y del crepitar del fuego, todo estaba en silencio. La nieve amortiguaba el mundo.

—Ya deberíamos haber tenido noticias, creo yo —dijo.

Se lo decía a Leonard Holmes Nair, que se encontraba tumbado en un sofá al otro lado de la sala, tapado con una manta de piel y leyendo una novela francesa. Leo era pintor y amigo de la familia, un libertino alto y desgarbado vestido con un batín de terciopelo azul. El grupo llevaba dos semanas recluido en la clínica privada de su retiro alpino contemplando la nieve, bebiendo vino caliente, leyendo y esperando…, esperando el acontecimiento que se había anunciado en plena noche. Después, los médicos y enfermeros entraron en acción y se llevaron a la futura madre al lujoso paritorio. Cuando se es uno de los hombres más ricos de los Estados Unidos, se puede disponer de una clínica para uno solo ante el nacimiento de su hijo.

—Estos misteriosos asuntos de la naturaleza llevan su tiempo —dijo Leo sin levantar la vista.

—Han pasado casi nueve horas.

—Albert, deja de mirar el reloj. Tómate una copa.

Albert se puso en pie y se metió las manos en los bolsillos. Se dirigió a una ventana cercana, después a otra más alejada, luego de vuelta a la primera. La vista era impresionante: la nieve, las montañas, los tejados a dos aguas de las casitas alpinas del valle.

—Una copa —repitió Leo—. Llama y pide una. Toca… el timbre. El chisme ese. ¿Dónde está?

Albert volvió a cruzar la sala en dirección a la chimenea y tiró de una borla dorada que colgaba de un cordón de seda. Desde algún lugar en la distancia se oyó un tintineo suave. Instantes después, las puertas se abrieron y entró una mujer joven que llevaba un vestido de lana azul, un delantal de enfermera almidonado y una cofia blanca.

—¿Sí, Herr Ellingham? —dijo.

—¿Alguna novedad? —preguntó el hombre.

—Me temo que no, Herr Ellingham.

—Necesitamos Glühwein —dijo Leo—. Er braucht etwas zu essen. Wurst und Brot. Käse.

—Ich verstehe, Herr Nair. Ich bringe Ihnen etwas, einem Moment bitte.

La enfermera salió de la sala y cerró las puertas.

—Quizá algo ha salido mal —dijo Albert.

—Albert…

—Voy a subir.

—Albert —repitió Leo—. Recibí instrucciones de sentarme encima de ti si lo intentabas. Y puede que no tenga un cuerpo demasiado atlético, pero desde luego soy más grande que tú y peso lo mío. Pongamos la radio. ¿O prefieres que juguemos a algo?

En circunstancias normales, la sugerencia de un juego bastaría para tranquilizar a Albert Ellingham de inmediato, pero siguió paseando de un lado a otro de la sala hasta que la enfermera volvió a aparecer llevando una bandeja con dos vasos de vino caliente de color rubí, además de embutido en lonchas, pan y queso.

—Siéntate —ordenó Leo—. Cómete eso.

Albert no le hizo caso. Por el contrario, señaló el reloj.

—El otro día —dijo— compré este reloj a un anticuario de Zúrich. Es antiguo. Del siglo XVIII. Dijo que había pertenecido a María Antonieta.

Colocó las manos a ambos lados del reloj y lo miró con atención, como si esperase que fuera a hablarle.

—Probablemente no sea más que un cuento —dijo al tiempo que lo levantaba de la mesita—. Pero por el precio que pagué, debería ser un cuento de lujo. Y tiene un pequeño secreto muy interesante: un cajón oculto debajo. Se le da la vuelta. Hay una pequeña muesca, se aprieta y…

Se oyó movimiento arriba. Un grito. Unos pasos apresurados. Un chillido de dolor. Albert depositó el reloj sobre la mesa con un golpe seco.

—Parece que se ha pasado el efecto del tranquilizante —comentó Leo con la vista puesta en el techo—. Madre mía.

Más alboroto: los gritos agudos de una mujer a punto de dar a luz.

Albert y Leo salieron de la acogedora sala hacia el vestíbulo al pie de la escalera, mucho más frío.

—Qué sonido tan desagradable —comentó Leo, con la vista puesta en la escalera oscura y mirada de preocupación—. Seguro que hay mejores maneras de traer una nueva vida al mundo.

Cesaron los gritos. Durante unos breves instantes reinó el silencio, roto a continuación por el llanto de un bebé. Albert saltó como impulsado por un resorte, subió los escalones de dos en dos y resbaló en el rellano con las prisas. Arriba, la joven enfermera estaba a la puerta del paritorio, esperando su llegada.

—Un momento, Herr Ellingham —dijo con una sonrisa—. Todavía hay que cortar el cordón.

—Dígame qué ha sido —jadeó el hombre.

—Una niña, Herr Ellingham.

—Una niña —repitió Albert, volviéndose hacia su amigo.

—Ya —repuso Leo—. Lo he oído.

—Una niña. Presentía que sería una niña. Sabía que sería una niña. ¡Una niñita! Le compraré la casa de muñecas más grande del mundo, Leo. ¡Hasta se podrá vivir en ella!

La puerta se entreabrió y Albert apartó a la enfermera a un lado y entró a toda prisa. La sala estaba a oscuras; las cortinas corridas impedían ver la nieve. Se percibía un cálido efluvio a vida —sangre y sudor— mezclado con el olor acre del antiséptico. El médico colgó la máscara de oxígeno de un gancho de la pared y ajustó el nivel de la bombona. Una enfermera vació el agua rosada de una palangana de esmalte en un lavabo. Otra retiró las sábanas húmedas de la cama, mientras que una tercera las reemplazó con ropa limpia, extendiendo la nueva sábana en el aire antes de dejarla caer con suavidad sobre la mujer. Las enfermeras se movían de un lado a otro de la sala para descorrer las cortinas y cambiar las bandejas de instrumental por centros de flores. Una danza armoniosa y perfectamente ensayada con la cual, en cuestión de minutos, el paritorio adquirió el aspecto de una alegre suite de hotel. Al fin y al cabo, era la mejor clínica privada del mundo.

Albert Ellingham fijó la vista en su esposa, Iris. Tenía en los brazos a un bebé envuelto en una mantita amarilla. La emoción del hombre era tan fuerte que veía la habitación distorsionada; las vigas del techo parecían combarse hacia él, preparadas para recogerlo si se caía al dirigirse hacia su mujer y la niña que tenía en brazos.

—Es preciosa —dijo Albert—. Es extraordinaria. Es…

Se le quebró la voz. La niñita tenía la cara muy sonrosada, los puñitos apretados, los ojos cerrados y emitía unos delicados gemidos que delataban que se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Era la vida personificada.

—Es nuestra —murmuró Iris.

—¿Me la dejas? —preguntó alguien desde el otro extremo de la sala.

Albert e Iris se volvieron hacia la mujer acostada. Tenía el rostro enrojecido y bañado en sudor.

—¡Por supuesto! —respondió Iris, dirigiéndose hacia ella—. Claro que sí, cariño. Claro que sí.

Iris depositó a la niña con delicadeza en los brazos de Flora Robinson. Flora estaba débil, todavía bajo el efecto de los fármacos, con el pelo rubio pegado a la frente. Las enfermeras la taparon con las sábanas y la manta y arroparon al bebé que tenía en brazos. Parpadeó de asombro al ver a la personita que acababa de traer al mundo.

—Dios mío —dijo sin dejar de mirar la carita del bebé—. ¿Esto lo he hecho yo?

—Y lo has hecho divinamente —repuso Iris mientras apartaba los mechones húmedos de la frente de su amiga—. Cariño, te has portado de maravilla. Pero de maravilla.

—¿Nos dejáis un momento a solas, por favor? —preguntó Flora—. Para tenerla en brazos.

—Buena idea —contestó la enfermera—. Para tenerla en brazos. Es bueno para el bebé. Enseguida tendrá que darle el pecho. Herr Ellingham, Frau Ellingham, ¿pueden salir? Solo un momento.

Iris y Albert abandonaron la sala. Leo había vuelto a la planta baja, así que estaban solos en el pasillo.

—No ha dicho nada del padre, ¿verdad? —preguntó Albert en voz baja—. Creí que quizá durante el…

Hizo un gesto con la mano para indicar las nueve horas de dilatación y parto.

—No —susurró Iris.

—No importa. No importa nada. Si alguna vez aparece, lo solucionaremos.

La enfermera salió al pasillo con una carpeta de pinza y unos papeles que parecían documentos oficiales.

—Disculpen —dijo—. ¿Ya han decidido el nombre del bebé?

Albert miró a Iris, que hizo un gesto de aprobación.

—Alice —respondió el hombre—. Se llama Alice Madeline Ellingham. Y va a ser la niña más feliz del mundo.

La mano en la pared (El caso Vermont)

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