Читать книгу La mano en la pared (El caso Vermont) - Maureen Johnson - Страница 13

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Febrero, 1936

—NO HA LLEGADO, QUERIDA —dijo Leonard Holmes Nair mientras limpiaba la punta del pincel con un trapo—. Hemos de tener paciencia.

Iris Ellingham estaba sentada ante él en un sillón de mimbre que solía usar cuando hacía mejor tiempo. Se estremeció en su abrigo blanco de angora, pero Leo sospechaba que no era a causa del frío. Hacía un día relativamente templado para encontrarse a mediados de febrero en la montaña, con la temperatura justa para poder trabajar en un cuadro de la casa y la familia al aire libre. A su alrededor, los alumnos de la recién creada Academia Ellingham iban de un edificio a otro a paso ligero, enfundados en abrigos, bufandas y mitones y con los brazos cargados de libros. Sus charlas rompían el antaño silencio cristalino de aquel lugar de retiro en la montaña. Aquel palacio —la obra de arquitectura y paisajismo—, aquel prodigio de ingeniería y determinación… ¿todo para una academia? Era, en opinión de Leonard, como preparar el más exquisito de los festines para después sacarlo y contemplar cómo lo devoraban los mapaches.

—Seguro que tienes un poco —dijo Iris, revolviéndose en su asiento—. Tú siempre tienes algo.

—Debes tener cuidado. No querrás que el polvo se apodere de ti.

—Basta ya de sermones, Leo. Dame un poco.

Leo suspiró, metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó una pequeña caja esmaltada con forma de zapato. Ayudándose de una uña, depositó una pizca de polvo en la mano abierta de la mujer.

—Es lo único que me queda hasta que reciba otro pedido —dijo—. El género bueno viene de Alemania y tarda su tiempo.

Iris volvió la cabeza e inspiró con delicadeza. Cuando lo miró de nuevo, mostraba una sonrisa más amplia.

—Mucho mejor —dijo.

—Me arrepiento de haberte metido en esto. —Leo volvió a guardar la cajita en el bolsillo—. Un poco de vez en cuando no está mal. Consúmelo con asiduidad y te dominará por completo. Ya he visto algún caso.

—Así tengo algo que hacer —repuso la mujer mientras observaba a los alumnos—. No podemos hacer otra cosa aquí arriba ahora que parece que dirigimos un orfanato.

—Háblalo con tu marido.

—Casi tendría más suerte hablándolo con la montaña. Todo lo que a Albert se le antoja…

—… lo compra. Una situación terrible, estoy seguro. Pero hay mucha gente a la que no le importaría nada estar en esta situación. El país está viviendo una crisis.

—Soy consciente de ello —le espetó—. Pero deberíamos estar en Nueva York. Podría abrir una cocina solidaria. Podría dar de comer a mil personas al día. Y, sin embargo, ¿qué hacemos aquí? ¿Formar a treinta alumnos? La mitad son hijos de amigos nuestros. Si sus padres quieren librarse de ellos, podrían mandarlos a un internado.

—Si pudiera explicárselo a tu marido, lo haría —dijo Leo—. Pero solo soy el pintor de la corte.

—Eres bobo.

—Eso también. Pero soy vuestro bobo. Ahora no te muevas. Tienes el mentón en la posición perfecta.

Iris se quedó inmóvil unos instantes, pero después se hundió un poco en el sillón. El polvo había empezado a relajarla. La posición perfecta se deshizo.

—Dime una cosa… —añadió—. Ya sé tu opinión al respecto, pero… Alice se está haciendo mayor. En un momento dado, será bueno saber…

—Deberías saber que no debes preguntármelo —repuso el hombre mientras impregnaba el pincel de pintura con delicadeza y daba un toque de gris a un azul muy vivo—. Te he dado algo bueno. Esa no es manera de agradecérmelo.

—Lo sé, querido. Lo sé. Pero…

—Si Flora hubiera querido que supieras quién es el padre, ¿no crees que te lo habría dicho? Y yo no lo sé.

—Pero a ti sí te lo diría.

—Estás poniendo a prueba mi amistad —se quejó Leo—. No me pidas cosas que no puedo darte.

—Mi día ha terminado —dijo la mujer al tiempo que sacaba la pitillera de plata—. Voy a darme un baño caliente.

Se puso en pie arrastrando el abrigo a su espalda al atravesar el césped de camino a la puerta principal. Leo le había proporcionado el polvo que la ayudaba a sobrellevar su aburrimiento; pequeñas dosis de vez en cuando, las mismas que tomaba él. Últimamente, el hombre había notado un cambio en el comportamiento de su amiga; se mostraba impaciente, reservada, con cambios de humor. Conseguía más por otro lado, consumía a menudo y se ponía nerviosa cuando estaba sola. Se estaba enganchando. Albert no sabía nada, por supuesto. Ahí radicaba buena parte del problema. Albert gobernaba su reino y se lo pasaba bien, e Iris se hundía en picado al no tener apenas nada en qué ocupar su ágil mente.

Quizá podrían regresar a Nueva York. Flora, Iris y Alice y él. Era lo único sensato. Llevarla de vuelta a un lugar que la estimulaba, visitar a un médico que conocía en la Quinta Avenida y que solucionaba ese tipo de problemas.

Albert se opondría. No podía soportar estar lejos de Iris y Alice. Una sola noche le parecía demasiado. Su devoción hacia su esposa e hija era admirable. La mayor parte de los hombres de la posición de Albert tenían múltiples aventuras, una amante en cada ciudad. Albert parecía un hombre leal, lo que significaba que probablemente solo tuviera una. Quizá en Burlington.

Leo levantó la vista hacia el modelo que tenía delante, la casa melancólica con su telón de piedra que se alzaba tras ella. El sol de la tarde de finales de febrero era de lavanda blanca, los árboles desnudos estaban grabados en el horizonte como sistemas circulatorios visibles de criaturas enormes y misteriosas. Retocó la pintura del lienzo y retrocedió. Las tres figuras del cuadro lo miraban expectantes. Había algo que desentonaba, algo que no podía comprender en aquel modelo.

Existe la idea errónea de que la riqueza satisface a los hombres. Normalmente, ocurre todo lo contrario. Provoca ansia en muchos de ellos; no importa cuánto coman, nunca se sacian. Como si tuvieran un agujero en alguna parte. De pronto, Leo lo vio todo claro en el sol a punto de ponerse, en los rostros de sus modelos y en el color del horizonte. Examinó su paleta unos instantes, concentrado en el azul de Prusia y en cómo crear con él un cielo moribundo.

—¿El señor Holmes Nair?

Dos alumnos se habían acercado a Leonard mientras contemplaba el cuadro, un chico y una chica. Él tenía un rostro hermoso, su pelo era de auténtico color dorado, ese color que los poetas describen tan a menudo pero que tan pocas veces se ve. La sonrisa de ella era como una pregunta peligrosa. Lo primero que le llamó la atención era lo vivaces que parecían ambos. En contraste con lo que los rodeaba, se les veía radiantes y pletóricos. Hasta mostraban rastros de sudor en la frente y bajo los ojos. El leve desorden de la ropa. El pelo revuelto.

Acababan de hacer algo, y no les importaba que se notara.

—Usted es Leonard Holmes Nair, ¿verdad? —dijo el chico.

—Lo soy —respondió Leo.

—Vi su exposición «Orfeo Uno» en Nueva York el año pasado. Me gustó mucho, más incluso que la de «Hércules».

El muchacho tenía buen gusto.

—¿Te interesa el arte? —le preguntó.

—Soy poeta.

Por lo general, a Leo le gustaban los poetas, pero era muy importante no dejarlos sacar el tema de su trabajo si uno quería seguir disfrutando de la poesía.

—¿Le importa que le saque una foto? —preguntó el chico.

—Supongo que no —contestó con un suspiro.

Mientras el chico sacaba la cámara, Leo se fijó en su compañera. El muchacho era hermoso; la chica, atractiva. Sus ojos mostraban una inteligencia chispeante. Apretaba un cuaderno contra su pecho de una forma que daba a entender que su contenido, cualquiera que fuese, era muy valioso y probablemente contravenía alguna norma. Su ojo de pintor y su alma pervertida le dijeron que era con la chica con quien había que tener cuidado. Si en la Academia Ellingham había alumnos como aquellos, quizá el experimento no fuera un completo despilfarro.

—¿Tú también eres poeta? —preguntó Leo a la chica con cortesía.

—De ninguna manera —repuso—. Pero me gustan algunos poemas. Me gusta Dorothy Parker.

—Me alegro. Dorothy es amiga mía.

El chico trasteaba con la cámara. Una cosa era esperar a que Cecil Beaton o Man Ray encontraran el ángulo adecuado, y otra muy distinta esperar por aquel muchacho, por muy buen gusto que tuviera. La chica pareció darse cuenta y también empezó a perder la paciencia.

—Hazla ya, Eddie —dijo.

El chico sacó la foto al instante.

—No pretendo ser grosero —dijo Leo, pretendiendo ser tan grosero como deseaba—, pero es que me voy a quedar sin luz.

—Vamos, Eddie, es mejor que volvamos —dijo la chica dirigiendo una sonrisa a Leo—. Muchas gracias, señor Nair.

Los dos prosiguieron su camino; el chico en una dirección, la chica en otra. Leo la observó unos instantes mientras corría hacia el pequeño edificio llamado Casa Minerva. Tomó nota mental para hablarle de ella a Dorothy, que enseguida extravió en una mesita auxiliar también mental atiborrada de papeles. Se frotó el entrecejo con el paño encerado. Había perdido la visión de la casa y sus secretos. El momento se había esfumado.

—Hora del aperitivo —anunció—. Ya está bien por hoy.

La mano en la pared (El caso Vermont)

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