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4 de abril, 1936

LA ACADEMIA ELLINGHAM ERA rica en dinamita.

Había un montón de cajas apiladas, preciosas, cartuchos de un color beis apagado con señales de advertencia. Dinamita para volar rocas y allanar las superficies montañosas. Dinamita para los túneles. La dinamita gobernaba su corazón. No Eddie. La dinamita.

Al llegar, Albert Ellingham bromeó con ella, la dejó sostener un cartucho en la mano y después se rio del interés que mostraba. Desde entonces, se mantuvo alerta. Como ya se había construido la mayor parte del campus, no quedaba tanta dinamita, pero de vez en cuando oía a alguno de los operarios pronunciar la palabra y lo seguía. Fue durante uno de esos paseos cuando oyó que alguien preguntaba qué debían hacer con unos tablones.

—Tíralos al agujero —respondió su compañero.

Observó al hombre acercarse a una estatua. Un instante después, se sentó en el suelo y se metió por un hueco abierto en la tierra.

Inmediatamente, Francis se puso a investigar cuando no había moros en la costa. Tardó cierto tiempo en descubrir por dónde había desaparecido el hombre. Justo debajo de la estatua había una zona rocosa. Estaba segura de que era una trampilla encubierta. Tardó cierto tiempo en descubrir cómo abrirla; a Albert Ellingham le encantaban los juegos y los trucos arquitectónicos. Lo averiguó y la roca cedió, revelando una abertura y una escalera de madera para facilitar el descenso.

El espacio donde había entrado tenía la apariencia de un proyecto inconcluso; a Francis le recordó mucho a cuando su madre había decidido que quería una sala de música antes de darse cuenta de que ni tocaba ningún instrumento ni era particularmente aficionada a la música. La idea a medio terminar, los primeros golpes de cincel antes de que el escultor decidiera que ni el tema ni el material eran de su agrado… Los ricos hacían cosas así. Dejaban cosas a medias.

Este proyecto era de una escala mayor que la sala de música de su madre. La primera parte del espacio estaba excavada y con las paredes de roca irregular, para darle la apariencia de cueva. Más adelante, el espacio se estrechaba y describía una curva. Había un umbral hecho de roca. En cuanto lo cruzó, se encontró en un mundo fantástico subterráneo: una gruta artificial. Había una gran zanja excavada de casi dos metros de profundidad. En su interior, se apilaban sacos de cemento y ladrillos a la espera de ser utilizados. En la pared del fondo, había una pintura al fresco que más tarde Eddie identificaría como las valquirias. En el rincón opuesto, un bote en forma de cisne pintado de verde, dorado y rojo que descansaba sobre uno de sus costados. Vio unas hileras de estalactitas y estalagmitas a medio construir que daban la apariencia de una boca llena de dientes rotos. Había basura desparramada por toda la gruta: latas de cerveza, palas rotas, paquetes de cigarrillos.

La roca había estado congelada durante meses, pero ahora la tierra cedía y Francis pudo enseñar el escondrijo a Eddie. Se escabullían al interior de la gruta varias veces por semana para llevar a cabo sus actividades secretas. Entre ellas, las físicas, por supuesto; pero la intimidad que les proporcionaba la gruta también resultaba muy útil para trabajar en su plan.

El día que decidieron dejar Ellingham para siempre, Eddie se encargaría de recoger las pistolas. Era muy fácil conseguir armas de fuego; había un montón almacenadas en el recinto. Francis se ocuparía de la dinamita. Robarían uno de los coches del garaje de detrás de la Casa Grande para la primera etapa de su fuga, pero inmediatamente se agenciarían uno nuevo en Burlington. Compraron mapas y los desplegaron en el suelo de la cueva para diseñar la ruta de escape de Vermont. Se dirigirían hacia el sur cruzando Nueva York, Pensilvania, West Virginia, Kentucky…, atravesarían la región minera. Empezarían por ciudades pequeñas. Entrarían de noche; volarían la caja fuerte. Sin derramamiento de sangre si podían evitarlo. Seguirían hasta llegar a California y luego…

… quizá sería momento de retirarse. Hasta Bonnie y Clyde llegaron al final de su viaje en Luisiana, cuando la policía les tendió una emboscaba y acribilló su Ford Deluxe hasta que hubo más agujeros que coche. Bonnie y Clyde lo entendieron. Eran poetas, decía Eddie, y escribían con balas.

Todo su plan quedó recogido en el diario de Francis: posibles rutas, explosivos caseros, trucos que había aprendido en las revistas de crímenes reales.

Aquella tarde de abril, Francis y Eddie habían vuelto a bajar a su escondrijo secreto. Eddie colocó un círculo de velas y dibujó un pentagrama en el suelo. Siempre hacía cosas así, jugaba a ser pagano. Aquella petulancia irritaba a Francis; era una guarida, no una especie de templo subterráneo. Pero Eddie tenía que disfrutar de su momento de diversión si ella quería disfrutar del suyo, así que se lo permitía.

—Hoy jugamos —propuso la chica mientras dejaba en el suelo una bolsa con material.

—Oh. Me gusta. —Eddie se dio la vuelta, tumbado en el interior del círculo y levantándose un poco la camisa—. ¿Qué juego tienes en mente?

—Hoy vamos a jugar a Cómo asustar a Albert Ellingham.

—Vaya. —Eddie se incorporó sobre los codos—. No es lo que yo esperaba, pero te escucho.

—Fue muy grosero conmigo cuando me enseñó la dinamita —dijo Francis—. Se rio de mí, como si no pudiera manejar material explosivo por ser mujer. Así que vamos a utilizarlo para divertirnos un poquito. Le escribiremos un acertijo. A él le gustan mucho los acertijos. Solo uno como este.

Buscó en la bolsa y sacó un fajo de revistas. Eligió una de las de arriba llamada Historias policiacas reales y la abrió por la página con una esquina doblada y una fotografía de una nota de rescate hecha con letras recortadas. Eddie se puso bocabajo para examinar la revista.

—Un poema —dijo.

—Una advertencia en forma de poema.

—Todos los buenos poemas son advertencias —puntualizó él; Francis contuvo un gesto de hastío—. Podíamos empezarlo con «Adivina, adivinanza, ya es hora de jugar…».

Francis sacó su cuaderno y lo escribió. «Adivina, adivinanza, ya es hora de jugar». Un comienzo perfecto. A Eddie se le daban muy bien esas cosas.

—Luego podríamos hacer algo parecido al poema de Dorothy Parker, «Resumé» —continuó Eddie—. Es una lista de distintas formas de morir. Podemos poner formas de morir.

—Soga o pistola, ¿qué debemos usar? —sugirió Francis.

Fueron añadiendo versos… «Los cuchillos tienen filo y brillan como estrellas… El veneno es más lento, vaya, qué pena…». Sogas, accidentes de tráfico, cabezas rotas… La firma: «Atentamente, Perverso», que incluía a los dos.

Luego venía la segunda parte. Francis desplegó las revistas y los periódicos sobre el suelo. Llevaba semanas guardándolos, rescatando cosas de la basura, sacando artículos de la biblioteca, escamoteándoselos a Gertie: Photoplay, Movie News, The Times, Life, The New Yorker. Sacó las tijeras de costura que había robado a la sirvienta de su madre cuando estuvo en casa por Navidad y unas pinzas de depilar. El papel y el sobre eran de los almacenes Woolworth. Revistas, tijeras, papel, pegamento. Todo muy simple e inofensivo.

Trabajaron con cuidado, eligiendo cada letra y cada palabra, aplicando el pegamento con delicadeza, depositándolas en el papel de manera impecable. Tardaron varias horas en hallar las letras adecuadas, en colocarlas en el ángulo correcto. Francis insistió en que utilizaran guantes. No era probable que dejaran sus huellas dactilares en las letras, pero lo más inteligente era tomar precauciones.

Cuando terminaron, lo dejaron para que se secara y endureciera y se dedicaron tiempo el uno al otro, estimulados por la emoción de haber concluido su obra. Por supuesto, había más parejas que mantenían relaciones sexuales en Ellingham (una o dos). Pero lo hacían con reparo y precipitación, muertos de miedo. Eddie y Francis se unían sin temor ni vacilación. Cuando el plan que tienes en mente es una sucesión de crímenes, no importa si te pillan juntos, y su escondite estaba literalmente bajo tierra, bajo una roca. No podía haber sitio más privado.

Cuando terminaron, y aún sudando, Francis recogió su ropa y la sacudió antes de ponérsela.

—Hora de irse —dijo.

—Me niego.

—Levántate.

Eddie se levantó. Aunque de mala gana, hizo lo que Francis le decía.

Cuando acabó de vestirse, Francis volvió a guardar el material. Después se puso los guantes y dobló el papel.

—Encargaré a alguien que lo envíe —propuso mientras lo metía en el sobre con cuidado—. Llevará matasellos de Burlington.

—¿Cómo sabremos que lo ha recibido?

—Probablemente se lo contará a Nelson. Se lo cuenta todo. Hablando de Nelson, tengo que volver ya. Nelson no me quita el ojo de encima. No se fía de mí.

—Y hace bien.

La pareja salió de nuevo a la luz del día. Francis pestañeó y miró el reloj.

—Llegamos tarde —dijo—. Nelson ya debe de estar pendiente de mí. Más vale que nos demos prisa.

—Otra vez —murmuró Eddie agarrándola por la cintura—, ahora de pie contra el árbol, como animales.

—Eddie…

Era tentador, pero Francis lo apartó de un empujón. Él refunfuñó y la persiguió entre risas. Francis corrió riéndose, sujetando la bolsa de material debajo del brazo. El aire era fuerte y fresco. Todo iba cobrando forma. Pronto se habrían ido de allí, ella y Eddie, a vivir su aventura. Lejos de Nueva York, lejos de la sociedad; hacia la carretera, hacia la libertad, hacia la pasión y la locura, donde los besos jamás se agotarían y las armas escupirían ráfagas.

Una vez en la parte más poblada del campus, Eddie se paró a saludar a unos chicos de su misma casa. Francis continuó su camino hacia Minerva. A pesar de que en Ellingham había más igualdad que en la mayoría de los sitios, seguía habiendo más normas para las chicas. Tenían que regresar más temprano para descansar, leer, arreglarse para cenar.

Francis abrió la puerta de la casa y encontró a la señorita Nelson sentada muy digna en el sofá, con un gran libro en el regazo. Gertie van Coevorden también estaba allí con su sonrisa bobalicona, hojeando una revista de cine, lo único que parecía leer. Si Gertie van Coevorden tuviera dos neuronas, cada una de ellas se asombraría al enterarse de la existencia de la otra. Sin embargo, sí había desarrollado un asombroso sexto sentido que le decía cuándo alguien estaba a punto de meterse en líos, y se aseguraba de estar presente cuando sucediera.

—Llegas un poco tarde, ¿no, Francis? —dijo la señorita Nelson a modo de saludo.

—Lo siento, señorita Nelson —repuso ella en un tono de no sentirlo en absoluto. Era físicamente incapaz de hablar en tono de disculpa—. Perdí la noción del tiempo en la biblioteca.

—La biblioteca está mucho más sucia de lo que yo recuerdo. Tienes hojas en el pelo.

—Estuve leyendo fuera un rato —explicó Francis, pasándose la mano por la cabeza—. Voy a asearme para la cena.

Lanzó una mirada a Gertie al pasar junto a ella que insinuaba que más le valía borrar aquella sonrisita de suficiencia de la cara si quería conservar su lustrosa melena rubia. Gertie volvió a enfrascarse en su revista inmediatamente.

Ya segura en su cuarto, Francis dejó las cosas encima de la cama. A pesar de que Albert Ellingham se había preocupado de que las habitaciones estuvieran bien amuebladas, el mobiliario era muy austero. La familia de Francis la había enviado a la academia con una furgoneta entera de enseres personales: ropa de cama de los lujosos almacenes Bergdorf, un biombo de seda, espejos de cuerpo entero, un chifonier francés, un pequeño armarito de cristal y madera de nogal para el maquillaje y los aceites de baño, un juego de tocador de plata y una cómoda donde colocarlo. Las cortinas estaban hechas a mano, igual que el cubre canapé de encaje. Se quitó el abrigo, lo tiró encima de la mecedora y se miró al espejo. Sudorosa. Sucia. Tenía la blusa toda arrugada y los botones mal abrochados. No podía estar más claro qué había estado haciendo.

Eso la agradó. Que lo supieran.

Se volvió hacia las cosas que había dejado encima de la cama. Se aseguró de que las revistas estuvieran bien escondidas en la bolsa de papel. Las quemaría más tarde. La metió debajo de la cama. Lo más importante era el cuaderno. Siempre tenía que estar a buen recaudo. Echó un vistazo a su trabajo de la tarde; revisó el acertijo con satisfacción y examinó el sobre que había metido entre las páginas. Pero… faltaba algo. Hojeó el cuaderno, presa del pánico.

—¡Francis! —la llamó la señorita Nelson.

—¡Ya voy!

Siguió pasando hojas, frenética. Sus fotos estaban en ese cuaderno. Las que había sacado Eddie posando como Bonnie y Clyde. Sus imágenes secretas. Se habían desprendido de los marcos y habían desaparecido. Debían de haberse caído entre los árboles cuando echó a correr. ¡Maldita sea, estúpido Eddie! Por eso tenía que ser ella quien estuviera al mando. Él no tenía sentido de la disciplina. Cuando se anda con prisas, se cometen errores.

—¡Francis!

—¡Sí! —gritó Francis a su vez.

Ahora no tenía tiempo. Abrió la puerta del armario, se agachó y desprendió un trozo de zócalo. Metió el cuaderno en su sitio, en el interior de la pared, y volvió a hacer encajar la pieza de madera. Después se arregló la ropa y el pelo como pudo y volvió a enfrentarse al mundo.

La mano en la pared (El caso Vermont)

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