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4 de abril, 1939

DOTTIE EPSTEIN NO TENÍA intención de empezar a vigilar a Francis y a Eddie aquel día. Había estado absorta en sus cosas en la concavidad formada por las ramas de lo alto de un árbol, arrebujada en su grueso jersey marrón tejido por su tía Gilda, con un libro abierto en el regazo. El tiempo de abril suponía que aún no hiciera calor, pero que la montaña ya no estuviera helada. Se podía estar de nuevo en el exterior y era agradable estar en el bosque, al aire libre. El árbol era un lugar perfecto para leer, para pasar un rato con Jasón y los argonautas.

Y allí estaba, tranquila y apartada de todos, cuando se acercaron Francis y Eddie. Caminaban juntos, pegados el uno al otro, de manera que sus cabezas casi llegaban a tocarse (¿cómo era posible andar así, con las cabezas tan juntas? Era fascinante, como un número de circo). Además, había algo especial en su forma de moverse: en silencio, sonriendo, a paso ligero, pero no demasiado rápido. Una forma de moverse que delataba que no querían ser vistos.

A diferencia de las demás compañeras ricas, Francis era muy amable con Dottie. No era como Gertie van Coevorden, que la miraba como si fuese un saco de harapos con patas y se quedaba observando con descaro cada zurcido de su ropa. (La madre de Dottie había realizado un trabajo concienzudo al coser aquellos remiendos de su abrigo. «¡Mira, Dot, casi ni se ven las puntadas! Mira qué bien va el color de este hilo con la tela. Lo compré en Woolworth. ¿A que le va muy bien? Me he pasado la noche entera haciéndolo».) Gertie descosía las costuras de la madre de Dottie mientras juzgaba a toda su familia, el motivo por el que estaba al alcance de la mirada escrutadora de sus pequeños ojos azules.

—¡Dios mío, Dottie! —decía—. Debes de pasar mucho frío con eso. La lana no abriga ni la mitad que las pieles. Tengo un abrigo viejo que puedo prestarte.

Quizá habría sido distinto si efectivamente Gertie le hubiera prestado el abrigo. Pero eso era parte de la forma de ser de aquellas chicas. Mencionaban cosas y después se olvidaban. Era casi una burla.

La amabilidad de Francis, sin embargo, era sincera: la dejaba tranquila. Eso era lo que Dottie de verdad deseaba. Cuando hablaban, lo cual no ocurría muy a menudo, era sobre cosas interesantes, como las historias de detectives. A Francis le encantaba leer, casi tanto como a Dottie, y su pasión era el crimen. Lo cual era, en opinión de Dottie, un noble interés. Y a Francis también le gustaba escabullirse. Dottie la oía moverse por la noche y asomaba la cabeza para verla recorriendo el pasillo sigilosamente, o a veces saliendo por la ventana.

Fue esta cualidad lo que provocó que Dottie, casi de forma mecánica, bajara del árbol sin hacer ruido y los siguiera a una distancia prudente. Quizá, pensó, por lo que decía siempre su tío el policía:

—A veces lo sabes, Dot. Confía en tu instinto.

Francis y Eddie se internaron en la zona más escabrosa y agreste del recinto, donde solo los senderos más tortuosos atravesaban la frondosa arboleda. Dirigieron sus pasos hacia el terreno donde aún estaban dinamitando las rocas de la superficie de la montaña. Había enormes montones de piedras, algunas de las cuales parecían aguardar ser despedazadas para utilizarse como material de construcción. El camino era tremendamente irregular, con zonas que se cortaban de repente. Dottie los siguió haciendo el menor ruido posible y valiéndose de los árboles para impulsarse y salvar las zonas más rocosas. Francis y Eddie eran dos destellos de color en el paisaje hasta que… desaparecieron.

Así, de golpe. Desaparecieron. Desaparecieron entre los árboles, las rocas y la maleza.

Era evidente que se habían escabullido hacia uno de los pequeños escondites del señor Ellingham que la propia Dottie aún no había encontrado. El temor del descubrimiento y la emoción del misterio la invadieron a partes iguales. Consideró la opción de volver a su rincón de lectura, pero sabía que no sería capaz. Así que retrocedió unos pasos hasta un punto por el que sabía que no habían podido desaparecer y se ocultó detrás de un árbol.

Esperó allí más de dos horas. Había vuelto a enfrascarse en la lectura cuando oyó el crujido de sus pasos y se agachó justo a tiempo. Emergieron entre susurros, risas, prisas. Francis llevaba un libro bajo el brazo.

—Dios mío, qué tarde es —oyó decir a Francis.

—Otra vez, ahora de pie contra el árbol, como animales.

—Eddie…

Francis lo apartó de un empujón con una carcajada y se escapó. Con las bromas, se le cayeron unas cosas del libro, pequeñas, del tamaño de las hojas de los árboles. En cuanto se fueron, Dottie se acercó y las recogió. Eran fotografías. Una era de Francis y Eddie posando. Dottie reconoció al instante lo que estaban haciendo; todo el mundo había visto aquella pose alguna vez. Era como la famosa foto de Bonnie y Clyde, los forajidos. Francis posaba como Bonnie, sujetando lo que debía de ser un rifle de juguete (¿o sería un rifle auténtico, de alguien del equipo de seguridad?) que apuntaba directamente al pecho de Eddie. Tenía el brazo extendido hacia él, con las yemas de los dedos casi rozándole la camisa. Eddie mostraba una media sonrisa extraña, llevaba un sombrero echado hacia atrás y la miraba con deseo. Se parecía tanto a la foto de verdad que las pequeñas diferencias destacaban como si estuvieran esculpidas en relieve. No eran Bonnie y Clyde, pero deseaban tanto serlo que Dottie pudo percibirlo.

La otra fotografía era de Leonard Holmes Nair, el pintor, posando sobre el césped, pincel en mano y quizá algo molesto con la interrupción. Ante él había un cuadro de la Casa Grande en un caballete. Las fotos estaban algo pegajosas. Parecía que había un poco de pegamento en los bordes.

Dottie se apoyó en el árbol y observó las imágenes durante varios minutos, asimilando todos los detalles. Aquellos indicios titilantes de las vidas de otras personas eran lo que le marcaban el camino. Adónde, aún no lo sabía.

Ya era hora de irse. Pronto servirían la cena. Se metió las fotos en el bolsillo y echó a correr hacia Minerva. Una vez allí, pensó en metérselas a Francis por debajo de la puerta. Eran suyas.

Pero no. Habría parecido extraño. Lo revelaría todo. Y por algún extraño motivo… las necesitaba para su colección. Entró en su cuarto y cerró la puerta; después se sentó en el suelo y tiró del zócalo.

Francis le había hablado sobre la utilización de las paredes para guardar cosas que no querías que viera nadie. La moldura cedió con facilidad. Era allí donde sus compañeras ricas escondían la ginebra y los cigarrillos. Dottie atesoraba allí su lata, su colección de hallazgos maravillosos. Las metió en la lata y volvió a guardarla en su sitio.

Le devolvería las fotos en algún momento, decidió. Pronto. Quizá antes de acabar el curso.

Siempre habría tiempo.

La mano en la pared (El caso Vermont)

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