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BURLINGTON, EN EL ESTADO de Vermont, es una ciudad pequeña situada a orillas del lago Champlain, una masa de agua que separa Vermont y Nueva York. El lago es vasto y pintoresco y se extiende hasta Canadá. Con buen tiempo, se puede salir a navegar. De hecho, fue en esta extensión de agua donde Albert Ellingham realizó su fatal salida. La ciudad fue en otro tiempo importante e industrial; en los últimos años había adquirido un tinte más artístico. Había estudios de arte, muchos centros de yoga y tiendas new age. Por todas partes había referencias a los deportes de invierno. Pero sobre todo en los enormes almacenes L. L. Bean, sus existencias de calzado y bastones de nieve, esquís y botas y anoraks gruesos voceaban el mensaje: «¡Vermont! ¡No tienes ni idea del frío que puede llegar a hacer! ¡Es una locura!».

Stevie se bajó del coche delante de los almacenes, aferrando la tarjeta de crédito que había recibido apenas una hora antes. Era un tanto extraño ir a comprar ropa para un chico a quien apenas conocía. Hunter era agradable. Vivía con su tía durante el curso universitario. Estudiaba Ciencias Medioambientales. Era rubio, pecoso y estaba interesado en el caso Vermont. Quizá no tanto como su tía o Stevie, pero bastante. Incluso había permitido a Stevie consultar los archivos de su tía. Stevie no había visto gran cosa, pero gracias a ellos había obtenido la idea de la grabación.

El resto, literalmente, se había convertido en humo. Todo el trabajo de Fenton, todo lo que había recopilado, todo lo que sabía.

En cualquier caso, Stevie tenía que darse prisa en comprar varias cosas para un chico al que apenas conocía. Charles le había dado una lista con las tallas, encabezada por un abrigo. Había un montón de abrigos negros, todos ellos costaban bastante más de lo que Stevie había gastado en cualquier prenda. Después de unos instantes de confusión y de ir de un perchero a otro, mirando precios y grados de aislamiento, terminó decidiéndose por el primero. Las zapatillas siempre le habían parecido algo bastante innecesario hasta que llegó a Ellingham y entró descalza en el cuarto de baño el primer día de invierno de verdad. En cuanto su piel tocó las baldosas y parte de su ser quedó petrificado, supo para qué servían las zapatillas. Eligió unas forradas de borrego que casi parecían zapatos con suela antideslizante; a veces Hunter utilizaba muletas a causa de la artritis, así que serían más seguras si contaba con algo de tracción. Lo llevó todo a la caja registradora, donde una dependienta muy amable intentó entablar conversación sobre el esquí y el invierno, y Stevie se quedó mirándola con cara de no estar enterándose de nada hasta completar la transacción. Quince minutos y varios cientos de dólares después, salió de los almacenes con una bolsa extragrande que chocaba con sus rodillas al andar. Le quedaba poco tiempo para lo que había venido a hacer.

Aunque era poco más de media tarde, las farolas de Burlington fueron cobrando vida entre parpadeos. La zona peatonal de Church Street estaba adornada con farolillos. Había puestos de sidra caliente y palomitas de sirope de arce. Por todas partes había perros tirando de sus dueños. Stevie se abrió paso entre la gente para llegar a su destino, un café pequeño y alegre junto a una de las muchas tiendas de yoga y deportes de exterior. Larry ya estaba allí cuando llegó, sentado ante una mesa con su chaquetón de franela a cuadros rojos y negros y expresión indescifrable.

Larry, o, para usar su nombre completo, Larry Seguridad, era el antiguo responsable de seguridad de la Academia Ellingham. Lo habían despedido tras la aparición del cadáver de Ellie en el sótano de la Casa Grande. Desde luego, lo que le ocurrió a Ellie no había sido culpa de Larry, pero alguien tenía que pagar por ello. En su vida anterior, antes de Ellingham, había sido detective de homicidios. Ahora estaba en paro, pero conservaba una expresión seria y decidida. No tenía ninguna bebida ante él. Larry, supuso Stevie, era un hombre que nunca había tenido que pagar más de dos dólares por una taza de café, y no iba a empezar ahora. A Stevie le daba vergüenza ocupar una mesa y no tomar nada, así que se acercó al mostrador y pidió el café más barato que tenían: solo y en taza normal, sin espumita ni tonterías.

—Bien —dijo Larry en cuanto ella se sentó—. La doctora Fenton.

—Sí.

—¿Estás bien?

A Stevie no le gustaba el café solo, pero bebió un sorbo de todas formas. Ocasiones como aquella requerían bebidas calientes y amargas que no tenían por qué gustarte. Solo necesitabas estar despierta.

—No la conocía mucho —confesó Stevie tras una pausa—. Solo nos vimos unas cuantas veces. ¿Qué pasó? Sé que usted debe saber algo.

Larry inspiró ruidosamente y se frotó el mentón.

—Empezó en la cocina —contestó—. Parece que una de las espitas de gas de la cocina había quedado abierta. La estancia se llena de gas, la mujer enciende un cigarrillo… Dicen que la cocina estalló como una bola de fuego. Fue muy fuerte.

Larry nunca se andaba con paños calientes.

—Habría sido difícil no fijarse en una cosa así —prosiguió—, pero se sabía que la doctora Fenton tenía problemas con el alcohol. Por el montón de botellas vacías que se encontraron en el porche, no lo había superado.

—Me lo contó Hunter —apuntó Stevie—. Y vi las botellas. Además, dijo que el tabaco la había dejado sin sentido del olfato. Su casa apestaba y ella no era capaz de olerlo.

—El sobrino tuvo suerte. Estaba en el piso de arriba y al otro lado de la casa. Bajó cuando olió el humo. Las llamas se habían propagado por la planta baja. Intentó entrar en la cocina, pero fue imposible. Sufrió quemaduras, inhaló humo. Salió dando tumbos y se desplomó. Pobre chico. Pudo haber sido peor, pero…

Se quedaron en silencio unos instantes, imaginando aquel horror.

—Tenía gatos —añadió Stevie—. ¿Están bien?

—Los encontraron. Salieron por la gatera.

—Qué bien —repuso Stevie haciendo un gesto de aprobación—. Bueno… qué bien, no. O sea…, qué bien por los gatos. Pero no…

—Ya te entiendo —dijo Larry.

Se recostó en el respaldo, cruzó los brazos y la observó con aquella mirada glacial capaz de helar la sangre de cualquier sospechoso durante dos décadas.

—La suerte no dura eternamente —continuó por fin—. Ya han muerto tres personas: Hayes Major y Element Walker en la academia, y ahora la doctora Fenton. Tres personas relacionadas con Ellingham. Tres personas que conocías. Tres personas en tres meses. Son muchas muertes, Stevie. Voy a volver a preguntarte una cosa: ¿has considerado la idea de irte de Ellingham?

Stevie clavó la vista en la espiral grasienta de la superficie de su café. El grupo sentado en otra de las mesas se reía demasiado alto. Tuvo las palabras en la punta de la lengua: «Lo he resuelto. He resuelto el crimen del siglo. Sé quién lo hizo». Las palabras se acercaron a sus labios, tocaron la cara interior de sus dientes y después… retrocedieron.

Porque no era una cosa para decir en voz alta. No se le decía a un miembro de un cuerpo policial que sabías quién había cometido uno de los crímenes más horrendos de la historia de los Estados Unidos porque has encontrado una antigua grabación y tienes unas cuantas corazonadas importantes. Así echabas a perder tu credibilidad.

—¿Qué? —preguntó Larry—. ¿Qué me estás ocultando?

Ya que iba a guardarse la información más valiosa, Stevie buscó otra cosa, algo que mereciera la pena. Su mente eligió el dato más inmediato y lo soltó antes de que le diera tiempo a sopesar si quería compartirlo o no:

—David —respondió—. Hizo que le pegaran. Se ha ido.

—Ya vi el vídeo —dijo el hombre.

—Ah, ¿sí?

—Tengo un teléfono —repuso—. Puede que sea un viejo, pero sigo todas las noticias que tengan que ver con Ellingham. ¿Qué quieres decir con «hizo que le pegaran»? ¿Y «se ha ido»?

—Quiero decir que pagó a unos chicos que andaban por allí con los monopatines para que lo hicieran. Lo grabó. Lo subió a la red él mismo, en aquel preciso momento. Yo estaba allí. Lo vi todo.

Larry se pellizcó la nariz, pensativo.

—O sea que… ¿me estás diciendo que hizo que le dieran una paliza y colgó el vídeo allí mismo?

—Sí.

—Y desapareció en Burlington.

—Sí.

—Quieres decir, justo cuando ardió la casa de la doctora Fenton.

—Estas dos cosas no tienen nada que ver —indicó—. Ni siquiera conocía a la doctora Fenton.

Justo cuando pronunciaba estas palabras, se le ocurrió una idea. Si no hubiera estado tan preocupada, lo habría relacionado antes. Aunque David no conociera a la doctora Fenton, sí había conocido a su sobrino, Hunter. Hunter y ella estaban paseando juntos. «No pierdes el tiempo», había dicho. «Tu nuevo chico. Me alegro mucho por los dos. ¿Cuándo pensáis anunciar el gran día?».

¿Estaba celoso? ¿Lo suficiente para… quemar la casa de Hunter?

No. Lo había dicho con indiferencia, como si pensara que tenía que decir algo sarcástico. ¿O no?

Larry se puso las gafas de leer y sacó su teléfono. Vio el vídeo de David y lo paró casi al final.

—Stevie —dijo Larry enseñándole una imagen de David con la cara cubierta de sangre—, alguien que (tal como me has dicho) paga a otra persona para que le haga esto y después sube el vídeo a internet es capaz de cualquier cosa. Los King… —Bajó la voz inmediatamente—, esa familia, son un gran problema.

—Lo hizo —Stevie señaló el teléfono— para dar a su padre en las narices.

—No estás ayudando a su situación —se quejó Larry—. Mira, lo siento por el hijo. No es mal chico. Creo que el problema es el padre. Pero siempre se portó mal. Sé que era muy amigo de Element Walker. Debió de ser un golpe muy duro cuando apareció muerta y ser él quien encontró el cadáver. Eso afecta mucho a una persona.

Lo había sido. David se había venido abajo y ella, incapaz de procesar lo que estaba pasando, se había puesto muy nerviosa. Le había fallado porque no podía controlarlo todo. Comenzó a notar el sentimiento de culpa por todas partes: en el sabor del café, el olor del local y el frío que entraba por la ventana. Culpa y paranoia. Notó el martilleo en el pecho, el motor de la ansiedad rugiendo, haciéndola saber que estaba allí.

—¿Tienes idea de dónde puede estar?

Negó con la cabeza.

—¿Habéis estado en contacto?

Volvió a negar.

—¿Estás dispuesta a enseñarme tu teléfono y demostrármelo?

—Es la verdad.

—Tienes que prometerme una cosa ahora mismo: si se pone en contacto contigo, avísame. No estoy diciendo que haya tenido que ver con el incendio…, solo digo que puede suponer un peligro para sí mismo.

—Sí —aceptó Stevie—. Se lo prometo.

El local estaba empezando a latir, los contornos de los objetos a agitarse ante sus ojos. Un nuevo ataque de pánico acechaba, y no tardaría en producirse. Rebuscó en su mochila disimuladamente hasta encontrar el llavero. En él guardaba un frasquito con tapón de rosca. Lo destapó con una mano temblorosa y volcó su contenido sobre la otra por debajo de la mesa. Un Ativan de emergencia, siempre encima por si era necesario. Respira, Stevie. Inspira hasta cuatro segundos, retén hasta siete, espira en el ocho.

—Tengo que volver —anunció al tiempo que se levantaba de la mesa.

—Stevie —dijo Larry—. Prométeme que vas a tener cuidado.

No hizo falta que le indicara con qué debía tener cuidado. Era con todo y con nada. Con el espectro de los bosques. Con el crujir del suelo. Con cualquier cosa que se ocultara detrás de aquellos accidentes.

—Seguimos en contacto —se despidió Stevie—. Le avisaré si tengo noticias de David. Prometido. Tengo que ir al lavabo.

Alcanzó la mochila y se dirigió a trompicones hacia los lavabos. Una vez dentro, se introdujo la píldora en la boca y metió la cabeza debajo del grifo para beber un trago de agua. Se irguió, se limpió el agua que le goteaba de la boca y miró su imagen pálida en el espejo. El aseo estaba latiendo. La pastilla no tenía un efecto inmediato, pero no tardaría en hacerlo.

Salió del baño, pero esperó en el pasillo hasta que Larry se fue. Mientras esperaba, echó un vistazo al tablón de anuncios, con tarjetas de instructores de yoga, fisioterapeutas, clases de música, talleres de alfarería. Estaba a punto de darse la vuelta y marcharse cuando algo en el folleto azul de la esquina inferior derecha despertó su interés. Se detuvo y lo leyó con más atención:

CABARET DE BURLINGTON VON DADA DADA DADA DADA

Ven a no ver nada. Haz ruido.

Bailar es obligatorio y está prohibido. Todo está delicioso.

Centro de Acción Colectiva de Artes de Burlington

Todos los sábados a las 9:00 p. m.

Tú eres tu propia entrada

Había un dibujo de una persona pintada de azul y dorado tocando un violín con un cuchillo de trinchar, otra persona con cajas de cartón en los pies y los puños, y, al fondo, con un saxofón en la mano…

Estaba Ellie.

La mano en la pared (El caso Vermont)

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