Читать книгу La mano en la pared (El caso Vermont) - Maureen Johnson - Страница 19

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EL CENTRO DE ACCIÓN Colectiva de Artes de Burlington estaba a diez minutos andando del café de Church Street, o a siete minutos corriendo y cargada con una bolsa gigantesca llena de abrigos y botas. Stevie se cuidó mucho de no mirar cuánto tiempo tenía, porque inevitablemente sería muy poco. No tenía un motivo claramente definido para ir, excepto que había que hacer algo, así que, cuantos menos impedimentos (como el sentido práctico y el instinto básico de autoprotección), mejor.

No le hizo falta mirar el número de la casa para saber que había llegado al sitio correcto. El centro estaba en la misma zona que la casa de Fenton, un barrio de grandes casas victorianas en distintas fases de restauración, algunas propiedad de la universidad, otras convertidas en apartamentos. Aunque el tamaño, la forma y el estilo del Centro de Acción Colectiva estaban en consonancia con los de los edificios vecinos, todo lo demás la hacía diferente. La casa estaba pintada de un intenso color lila algo sucio, con rayos de sol en tonos púrpura sobre el tejado a dos aguas. El porche delantero se encontraba combado. Más de una docena de móviles colgaban de las vigas de la cubierta del porche; estaban hechos de latas, trocitos de barro y cristales rotos, trozos de engranaje y piezas de maquinaria oxidados y, en un caso, de piedras. Había un portamacetas de macramé del que pendía una cabeza de maniquí que giraba impulsada por la brisa. La parte de las piernas del maniquí se hallaba en un rincón del porche y se usaba como soporte de un cenicero. Una caja de madera junto a la puerta contenía una pala de nieve y un arenero de gatos.

Stevie abrió la puerta mosquitera y llamó a la puerta interior, que estaba pintada de color vino tinto. La abrió un chico con el torso desnudo, unos pantalones hechos de retales y un gigantesco gorro de lana.

—Hola —saludó Stevie, quien por un momento estuvo a punto de quedarse en blanco al darse cuenta de que había ido a una casa muy extraña para hablar con desconocidos extraños sobre algo que no tenía nada definido en la mente. Al no haber pensado de antemano lo que iba a decir, sacó el folleto y señaló a Ellie en la foto.

—Ellie era amiga mía, creo que vino aquí…

El chico no dijo nada.

—Me preguntaba si… Yo… solo quería averiguar…

El chico retrocedió un paso y sujetó la puerta para dejarla pasar.

El Centro de Acción Colectiva de Artes de Burlington era muy grande. Una pared estaba cubierta de estanterías desde el suelo hasta el techo, repletas de libros. Al fondo había un pequeño escenario con un piano y otros instrumentos. Había cosas miraras donde miraras: boas de plumas y sombreros de copa, piezas de cerámica sin terminar, tambores, alfombras de yoga, libros de arte, una solitaria flauta dentro de una pecera vacía… A un lado se veía un colchón en el suelo con la ropa revuelta; alguien debía de utilizar aquella zona como dormitorio. La primera planta era diáfana y tenía una gran galería con una barandilla blanca de hierro forjado de la cual colgaban varias sábanas pintadas. El olor a salvia se había adueñado del lugar.

Además, había un árbol dentro de la casa. No parecía un árbol vivo, más bien talado y traído al interior solo Dios sabía cómo. Dominaba un rincón de la planta baja e invadía también el primer piso. Stevie no albergó duda alguna de que aquellos eran los amigos de Ellie. Así debía de haber sido la mente de Ellie.

—Bueno, yo…

El chico señaló el piso superior. Stevie ladeó la cabeza algo desconcertada.

—¿Quieres que…?

Él volvió a señalar.

—¿Ahí arriba? —preguntó Stevie.

Asintió en silencio.

—¿Subo? ¿Quieres que suba?

El chico asintió de nuevo y esta vez señaló una pequeña escalera de caracol al fondo de la sala; luego se acercó a una de las paredes e hizo el pino. Mientras subía la escalera, Stevie se fijó en que de las ramas del árbol colgaban notitas de papel con mensajes como «Piensa el cielo» o «Este no es el momento; es el momento». En la planta de arriba, sentada sobre una pila de cojines, estaba una chica. Por un momento, Stevie la confundió con Ellie. Tenía el pelo recogido en pequeños moños. Llevaba una camiseta muy dada de sí en la que se leía Withnail y yo y unas mallas de Mickey Mouse desteñidas. Cuando Stevie se acercó, levantó la vista de su ordenador y se quitó los auriculares.

—Hola —saludó Stevie—. Perdona.

—Nunca saludes pidiendo perdón —repuso la chica.

Buena observación.

—El chico de abajo me ha dejado entrar. Me dijo que subiera. O, bueno, más bien me lo indicó…

—Paul está en una fase de silencio —dijo la chica, como si eso lo explicara todo.

—Ah. Me llamo Stevie. Soy… Era… amiga de Ellie…

Apenas había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando la chica se levantó como impulsada por un resorte y la abrazó con fuerza. Olía a una mezcla dulzona de incienso y olor corporal. Tenía el cuerpo tonificado, probablemente por exhaustivas sesiones diarias de yoga. Era como estar envuelta en una manguera cálida y maloliente.

—¡Has venido a vernos! ¡Has venido! ¡Qué feliz se sentiría Ellie! ¡Has venido!

Stevie no tenía ni idea del recibimiento que la aguardaba en el Centro de Acción Colectiva, pero desde luego aquel no entraba dentro de los que podía esperar.

—Soy Bath —se presentó, deshaciendo el abrazo.

—¿Bath? ¿Como bañera en inglés?

—Bathsheba. Pero todos me llaman Bath. Siéntate. ¡Siéntate!

Era muy curioso, porque cuando Stevie conoció a Ellie, esta se había metido vestida en la bañera para teñir la ropa de rosa, probablemente para aquel cabaré. Las palabras bath y bañera siempre le recordarían a Ellie.

Bath señaló otra pila de cojines en el suelo. Parecían desteñidos, sucios y con una ligera apariencia de estar llenos de chinches, pero Stevie se sentó de todos modos. Una vez en el suelo, se fijó en una fila de botellas vacías de vino francés con velas derretidas alineadas a lo largo de casi toda la pared del piso superior.

—De Ellie —dijo Bathsheba al tiempo que se sentaba en el suelo desnudo con las piernas cruzadas—. ¿De quién iban a ser si no? Vino francés. Poesía francesa. Teatro alemán. Esa era mi chica.

Con aquellas palabras, Bathsheba rompió a llorar. Stevie se revolvió incómoda sobre los cojines y jugueteó con su mochila durante unos instantes.

—Me alegro de que hayas venido —continuó Bath después de sorberse la nariz y tranquilizarse un poco—. Te apreciaba mucho. Nos contó todo sobre ti. Tú eres la detective.

Stevie notó al instante un nudo en la garganta. Desde el primer momento, Ellie la había tomado en serio cuando le dijo que era detective. Ellie parecía tener mucha más confianza en Stevie de la que ella tenía en sí misma. La había acogido, le había ofrecido su amistad en cuanto se conocieron, prácticamente como ahora estaba haciendo Bathsheba. Ahora que Stevie miraba a Bath, se le ocurrió que quizá Ellie le había copiado la imagen, así como alguna de sus actitudes.

—¿Cómo es que Ellie terminó aquí? —preguntó Stevie—. Esto forma parte de la universidad, ¿no?

—No es parte de ella —respondió Bath—. La mayoría de los que vivimos aquí somos universitarios. La casa pertenece a un mecenas que quiere apoyar las artes de la zona. Es un espacio abierto a los artistas. Ellie nos encontró la semana siguiente de su llegada a Ellingham. Se presentó en la puerta y dijo: «Yo creo arte. ¿Vais a dejarme pasar?». Y la dejamos, por supuesto.

—Yo he venido porque intento averiguar… —Menudo error de principiante. Ten siempre las preguntas preparadas. Aunque lo cierto es que, como detective, no siempre puedes saber de qué vas a terminar hablando. «Así que habla», pensó. «Sigue hablando y el resto ya vendrá solo»— algo más sobre Ellie. Cómo era y…

—Era auténtica —dijo Bathsheba—. Era dadaísta. Era espontánea. Era divertida.

—¿Te habló de Hayes? —preguntó Stevie.

—No —respondió la chica frotándose los ojos—. Hayes es el chico que murió, ¿verdad? ¿No se llamaba así?

Stevie hizo un gesto afirmativo.

—No. Dijo que lo conocía, pero nada más. Y que estaba muy triste.

—¿Te comentó alguna vez que lo había ayudado a hacer un programa?

—¿Lo ayudó a hacer un programa? ¿Como un número de cabaré? Oye, ¿has visto alguna vez nuestro cabaré?

—No, yo…

Bath ya tenía de nuevo el ordenador en las manos y estaba buscando un vídeo.

—Tienes que ver esto —dijo—. Te va a encantar. Una de las mejores actuaciones de Ellie.

Stevie vio obedientemente diez minutos de imágenes oscuras y confusas de saxofón desafinado, poesía, acrobacias y percusión. Salía Ellie, pero estaba demasiado oscuro como para reconocerla.

—Pues sí —añadió Bath cuando terminó el vídeo—. Ellie. No he sido capaz de hacer gran cosa desde que murió. Intento trabajar, pero apenas salgo de aquí. Sé que ella querría que crease algo artístico sobre el asunto. Lo he intentado. Sigo intentándolo. No querría decepcionarla.

«Yo tampoco», pensó Stevie.

—Pero cada vez que pienso en ella… —continuó Bathsheba—, en cómo murió, no puedo.

Stevie tampoco. La idea de quedar atrapada bajo tierra y a oscuras, sin que nadie pudiera oírte…, era demasiado espeluznante. Debió de entrarle pánico cuando recorrió a tientas aquel túnel, negro como boca de lobo, y se dio cuenta de que no había salida. En un momento dado, debió de ser consciente de que iba a morir. Stevie dio gracias por el Avitan que corría por su torrente sanguíneo y mantenía a raya las náuseas latentes y la avidez de aire que sentía cada vez que conjuraba aquella imagen en su mente.

La muerte de Ellie no había sido culpa suya. En absoluto. ¿No? Stevie no tenía ni idea de la existencia de un pasadizo en la pared ni de un túnel en el sótano. Y, desde luego, no había sellado el túnel. Lo único que hizo fue exponer los hechos sobre la muerte de Hayes, y lo había hecho en público, en un lugar que le parecía completamente seguro.

Bath extendió el brazo y le dio la mano. El gesto pilló a Stevie tan desprevenida que a punto estuvo de retirarla.

—Es bueno recordarla —dijo Bath.

—Sí —corroboró Stevie con voz ronca.

Buscó en la sala un punto donde centrar su atención. ¿Qué se veía? ¿Qué información podía obtener? Salpicaduras de pintura, luces de Navidad, una guitarra, purpurina, ropa sucia en un rincón, lienzos apoyados contra la pared, un montón de botellas de vino…

Allí habían celebrado fiestas. Igual que David. Eso es. Le había contado que solía visitar a los amigos de Ellie en Burlington. Estos eran sus amigos. ¿Sabrían algo sobre su paradero? Stevie se aferró a aquella posibilidad.

—Creo que otro de sus amigos también venía por aquí. David.

—Últimamente, no —respondió Bath—. Antes solía venir con Ellie.

—¿Pero no últimamente?

—No —repuso Bath—. No desde el año pasado.

Bueno, pues ninguna pista sobre Hayes ni rastro de David. Lo único que había conseguido era hacer llorar a aquella chica y retrasarse.

—Gracias por tu tiempo —dijo Stevie, levantándose y sacudiendo la pierna que se le había quedado dormida—. Me alegro muchísimo de haberte conocido.

—Y yo —dijo Bath—. Vuelve cuando quieras, ¿quizá para vernos actuar? O cuando te apetezca. Eres bienvenida.

Stevie hizo un gesto de agradecimiento y recogió sus cosas.

—Siento todo por lo que has tenido que pasar —comentó Bath mientras Stevie se dirigía a la escalera—. Con todas esas desgracias. Y lo de tu pared.

Stevie se paró y se giró hacia Bath.

—¿Mi pared? —repitió.

—Alguien puso un mensaje en tu pared, ¿no? Qué horror. Ellie estaba cabreadísima.

Si Bath hubiera dicho «¡Mira, puedo convertirme en mariposa!», Stevie no se habría quedado más sorprendida. La noche anterior a la muerte de Hayes, Stevie se había despertado en plena noche y vio algo brillando en la pared de su cuarto, una especie de adivinanza escrita al estilo del acertijo de Atentamente Perverso. Stevie sintió que su cuerpo temblaba, en parte debido al recuerdo del extraño mensaje que había aparecido aquella noche.

—Fue un sueño —explicó Stevie sin hacer caso al teléfono que vibraba en su bolsillo.

—Pues a Ellie no debió de parecerle un sueño. —Bath se reclinó hacia atrás y su camiseta de tirantes dejó al descubierto con toda naturalidad parte de un pecho y el vello de la axila—. Dijo que estaba cabreada con la persona que lo había hecho.

—¿Sabía quién lo hizo?

—Sí, daba esa impresión.

—Creí… —La mente de Stevie empezó a trabajar a toda velocidad—. Creía que, si había ocurrido de verdad, quizá había sido ella. Para gastarme una broma.

—¿Ellie? —Bath sacudió la cabeza—. No. Por supuesto que no. Rotundamente no. El arte de Ellie era participativo —dijo—. Nunca trabajaba con el miedo. Su arte era complaciente. Su arte era cordial. Jamás habría puesto nada en tu cuarto, y menos aún para asustarte o burlarse de ti. No sería propio de ella.

Stevie pensó en Ellie arrancando lamentos a Roota, su querido saxofón. No describiría el sonido como cordial, pero tampoco era agresivo. Era tosco y sin técnica. Divertido.

—No —admitió Stevie—. No, supongo que no.

—Eso de la pared es muy retorcido —dijo Bath—. Es como el banquete de Baltasar.

—¿Cómo?

—La mano en la pared. Ya sabes… el mensaje escrito. De la Biblia. Me llamo Bathsheba. Si tienes un nombre como el mío, terminas leyendo un montón de libros de la Biblia. Se está celebrando un gran festín y aparece una mano en la pared que empieza a escribir algo que nadie entiende.

Los conocimientos de Stevie sobre la Biblia no eran demasiado amplios. Había ido a catequesis cuando era pequeña, pero consistía sobre todo en colorear dibujos de Jesús y cantar mientras la catequista tocaba al piano «Jesús me ama». Y había un niño que se llamaba Nick Philby al que le gustaba comerse puñados de hierba y sonreír con sus grandes dientes teñidos de verde. Pero apenas recordaba nada sobre palabras escritas en una pared.

—Rembrandt lo utilizó como tema para uno de sus cuadros —explicó Bath mientras tecleaba en su ordenador.

Lo giró hacia Stevie y le enseñó la imagen de un cuadro; la figura central era un hombre levantándose de la mesa de un salto, aterrorizado y con los ojos casi fuera de las órbitas. Una mano surgía de una nube de niebla y grababa unos resplandecientes caracteres en hebreo sobre una pared.

—La escritura en la pared —dijo Bath.

El teléfono de Stevie volvió a vibrar. Puso la bolsa con las compras sobre el bolsillo para amortiguarlo.

—¿Y no te dijo quién lo había hecho? —preguntó Stevie.

—No. Solo que estaba furiosa con una persona que intentaba jugar contigo.

Otro zumbido.

Alguien proyectó un mensaje. Había ocurrido de verdad. Y, si no había sido Ellie, ¿quién? ¿Hayes? ¿El vago de Hayes, que no hacía nada sin ayuda? ¿Qué otra persona se habría molestado en intentar atraer su atención de aquella forma?

Solo David. David podría haberlo hecho. Y ahora había desaparecido.

—Sí —afirmó Bathsheba, como dándose la razón a sí misma—. Ellie siempre hablaba de las paredes.

—¿De las paredes?

Otro zumbido.

En aquel momento, el teléfono bien podía haber salido del bolsillo para acercarse a su cara. O haber explotado. No le habría importado lo más mínimo.

—Sí. Dijo que había chorradas extrañas en las paredes de Ellingham. Cosas y espacios huecos. Chismes. Había encontrado cosas. Chorradas. En las paredes.

Chorradas. En. Las. Paredes.

Ahora tenía una pista, un punto en el que centrarse. ¡Había cosas en las paredes! No estaba segura qué significaba ni de lo que debía buscar. Pero gran parte de todo aquel asunto tenía que ver con las paredes. Como escribir sobre ellas. O desaparecer en su interior.

Y, en algún momento, una mano sí había escrito en su pared.

La mano en la pared (El caso Vermont)

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