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El libro II

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El libro II no se inicia como continuación del primero, sino que dedica los primeros once capítulos a detenerse en el anuncio de una nueva dinastía («La Fortuna estaba ya urdiendo en una parte diferente del mundo los orígenes y las causas de una dinastía, que con suerte varia significó felicidad o desgracia para el Estado y prosperidad o ruina para los propios príncipes»), iniciada por Vespasiano y Tito. También se da cuenta de la historia de un falso Nerón y de los asuntos del Senado en Roma. Los capítulos siguientes hasta el 45 se concentran en narraciones militares. Otón salió de Roma para frenar la invasión viteliana por el norte de Italia, pero llegó tarde. Espurina, general otoniano, no pudo contener a los vitelianos y se retiró a Piacenza. Tras una escaramuza del otoniano Marcio Macro al frente de un grupo de gladiadores, los también generales otonianos Annio Galo, Suetonio Paulino y Mario Celso derrotaron a las fuerzas vitelianas mandadas por Cécina en Cástores (II 24-26), pero Paulino no explotó la victoria y los vitelianos pudieron salvarse. Otón intentó acallar las críticas contra sus generales enviando a su hermano Ticiano y a Próculo para que asumieran el mando. Se celebró una asamblea militar. Mientras tanto se produjo en el bando viteliano un levantamiento contra Fabio Valente, quien salvó los muebles por poco. Tácito aprovecha la ocasión para hacer sendas comparaciones entre Cécina y Valente y entre Otón y Vitelio (II 30, 2-31). A ninguno de ellos deja bien parado. Otón celebró una asamblea militar para decidir si actuaban inmediatamente o esperaba refuerzos de Mesia y Panonia. El general Paulino, apoyado por Mario Celso y Annio Galo, defendía el aplazamiento de la batalla, mientras que Ticiano y Próculo instaban a una actuación inmediata. En este punto, tanto en Plutarco (Otón IX) como en Tácito (II 37-38), se introducen digresiones para buscar una explicación a una decisión de aplazamiento no conocida antes. La razón de un posible aplazamiento de la batalla residía en un rumor que se había extendido sobre la necesidad de nombrar a un nuevo emperador que acabara con la mediocridad y bajeza tanto de Otón como de Vitelio. Lo cierto es que ganó la opinión de intervenir inmediatamente y de que Otón se retirara a Brixelo para esperar acontecimientos. La primera batalla de Bedriaco (II 39-45), que tuvo lugar sobre el 12 de abril del 69, acabó con la victoria de Vitelio. Las consecuencias no se hicieron esperar. Otón prefirió sacrificar su propia vida a prolongar la guerra, no sabemos si después de enterarse de la capitulación de sus generales, incluido su hermano. Su muerte, propia de un estoico romano, es contada también por Suetonio (Otón IX 3-11), Plutarco (Otón XV-XVIII) y Dión Casio (LXIV 11). Todos los autores alabaron su muerte en la misma medida que criticaron su vida. Tras la muerte de Otón, Tácito narra el itinerario que recorrió Vitelio desde Colonia hasta su entrada en Roma sobre mediados del mes de julio. Repasa las reacciones que se produjeron en Roma. De vez en cuando, apela a nuestros sentimientos más hondos, como cuando describe la visión de Vitelio de Bedriaco después de la batalla (II 70):

El espectáculo fue repulsivo y horrible. Menos de cuarenta días después del enfrentamiento, la visión era de cuerpos lacerados, miembros mutilados, masas putrefactas de hombres y caballos, la tierra infectada de sangre corrompida y una terrible devastación [2] que había arrasado árboles y cultivos. Y no menos inhumano era el tramo de calzada que los cremonenses habían cubierto de rosas y laureles, erigiendo altares y sacrificando víctimas según la costumbre de los reyes orientales. Estas alegrías [3] del momento causaron su ruina más tarde. Le acompañaban Valente y Cécina, que le iban mostrando los lugares de la batalla: desde aquí, le indicaban, se habían lanzado las columnas de las legiones, desde ahí había saltado la caballería y desde allí las tropas auxiliares habían rodeado al enemigo. Y los tribunos y prefectos, exagerando cada cual sus acciones, confundían lo verdadero con lo falso o lo exageraban. También los soldados rasos se desviaban del camino entre gritos de alegría, reconocían el escenario de los combates, miraban y admiraban la pila de armas y los montones de cadáveres. Hubo incluso algunos que derramaron lágrimas y se compadecieron ante la inestabilidad [4] de la vida humana. Vitelio, sin embargo, no desvió su mirada ni sintió horror ante tal multitud de ciudadanos sin sepultar. Incluso estaba contento e, ignorante de la suerte tan cercana que le esperaba, ofreció un sacrificio a los dioses del lugar.

Pero Vitelio no contaba con los movimientos del Este (II 74-86). Vespasiano, un general honesto, disciplinado y con buena estrella, fue apoyado, pese a sus reticencias, por Muciano y Tiberio Alejandro para asumir el imperio. Este último lo proclamó emperador en Alejandría el 1 de julio y el ejército de Judea el día 3 del mismo mes. Se celebró en Beirut una asamblea militar (II 81, 3), donde se diseñó toda la estrategia para arrebatar el poder a Vitelio. Se decidió que Muciano dirigiera las fuerzas hacia Roma y que Antonio Primo fuera la avanzadilla. De este personaje nos ha quedado este retrato de Tácito (II 86, 1-2):

Este hombre, culpable ante las leyes, condenado por fraude en tiempos de Nerón, había recuperado el rango senatorial en medio de las otras desgracias de la guerra. Galba lo había puesto [2] al frente de la legión VII y se creía que había escrito más de una vez a Otón ofreciéndose como general de su bando. Ignorado por este último, no prestó servicio alguno en la campaña de Otón. Cuando declinaba la estrella de Vitelio, siguió a Vespasiano dando un gran impulso a su causa, pues era un hombre enérgico, de palabra fácil, un artista en sembrar el odio entre los demás, influyente en revueltas y motines, ladrón y despilfarrador, el peor enemigo en la paz y nada despreciable en la guerra.

A partir del capítulo 87, Tácito regresa a Vitelio, que recorre Italia como si fuera el general de un ejército extranjero contra su propia patria. Entró en Roma poco antes del 18 de julio 19 , seguido de un ejército indisciplinado y siendo él mismo un hombre glotón, débil y sin criterio alguno para gobernar un imperio. Así que no era de extrañar que las provincias fueran apoyando progresivamente a Vespasiano. Vitelio, alarmado, movilizó de nuevo al ejército al mando de Cécina y Valente, aunque este último retrasó la salida por enfermedad. El libro termina con la traición de Cécina y de la flota del cabo Miseno. Mal pintaba la situación para Vitelio, casi abandonado por sus propios lugartenientes, que lo traicionaron no por amar la paz y por el interés del Estado, sino por celos entre ellos mismos y por egoísmo (II 101).

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