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PREFACIO

Buenos Aires contaba entonces con unas 600.000 almas, como se dice. Lo supongo, ya que cinco años después el censo dio un total de 668.000 habitantes. Éramos tres millones de argentinos y un millón de extranjeros en un inmenso territorio casi desierto y en barbecho. Hacía apenas ochenta años que la invasión de España por los soldados de Napoleón nos había proporcionado una buena ocasión para declararnos independientes. Y, desde luego, hacía menos tiempo aún que el diputado Vicente López y Planes, en un arranque patriótico, se había ido de un teatro para escribir nuestro himno nacional. Generaciones posteriores a la suya1 le hubieran aconsejado quizá (como a Rouget de l’Isle, empeñado en la misma tarea dieciocho años antes) mayor brevedad. Pero sus voces no estaban en el aire y además un himno nunca es moderado. El understatement está reñido con la vehemencia patriótica. Y pongámonos en el lugar de López y Planes; arrastrados por la marea creciente de exaltación, ¿hubiéramos conservado aquella mesura alabada por Ortega y Gasset más de cien años después? Lo dudo. A pesar de la largura del poema y del enfático subrayado de la música, no logramos oír esas palabras, esos compases sin que resuciten emociones nacidas los 25 de mayo y 9 de julio de la infancia: desfiles de soldados y banderas ávidamente esperados en los balcones de la esquina de Florida y Viamonte.

Oíd mortales el grito sagrado…

Allons enfants de la patrie…

Estos himnos estuvieron entre las primeras canciones que retuve y canté, junto con el Arrorró mi niño y el Il pleut, il pleut bergère. Los mezclaba, pues para mí la patria se extendió pronto más allá de la frontera. No sabía leer. Sabía recordar en dos idiomas, que no tardaron en ser tres.

Arrorró mi sol,

arrorró pedazo

de mi corazón.

Durante años, por turnos, seis niñas sucesivas oirían esta canción para dormir. Poco tenía en común su ternura con el grito militar:

Aux armes citoyens!

Pero no prestábamos atención a ese detalle. Y los mayores tampoco: es costumbre dar la bienvenida a huéspedes oficiales tocando una música cuya letra es francamente belicosa (véase La Marsellesa).

Cantábamos eso como cantábamos Mambrú. ¿Quién sabía que un joven llamado Winston era un futuro Mambrú? ¿Y que la cosa iba en serio? ¿Que él seguiría la tradición de sus antepasados?

Nous entrerons dans la carrière

Quand nos aînés n’y seront

plus.

También aprendería yo estas estrofas sin darles importancia. Sin preguntarme qué forma me ofrecería el destino de les venger ou de les suivre, como dice el himno. Nada hacía prever, un 7 de abril a las cuatro y media de la tarde, cuando nací frente al convento de las Catalinas, el vuelco que iba a dar el mundo. Las palomas se posaban en las cornisas de la iglesia, como ahora.

El más feroz enemigo del nuevo Mambrú era un inocente de meses: Adolf. Otro chico, un tal Benito, andaba por los siete. Franklin, chico del bando de Mambrú, cumplía ocho años. Nadie se preocupaba de un estudiante, Vladimir Ilich, que ya rumiaba su revolucioncita. Nicolás y Alejandra no eran novios. Marx había publicado El capital. Gandhi, de veintiún años, estudiaba abogacía. Un empleadito francés escribía Narcisse, y un futuro diplomático, Tête d’or. Borodin ponía su nota final al Príncipe Igor, y nuestro Igor se sentaba en el banco de un colegio ruso, mientras que Debussy ya dibujaba sus Arabesques.

¿Qué acontecía por aquí? Se sospechaba que Pellegrini se sentaría en el sillón de Juárez Celman.

De la desintegración del átomo, la música dodecafónica, la pintura no figurativa, ni noticias. Mi tocaya, muy vieja, reinaba aún en Gran Bretaña.

La patria insignificante que me había tocado estaba in the making. Nacía en una futura gran ciudad que merecía el nombre de Gran Aldea, todavía. Las familias de origen colonial, las que lucharon y se enardecieron por la emancipación de la Argentina, tenían la sartén por el mango, justificadamente. Yo pertenecía a una de ellas; es decir a varias, porque todas estaban emparentadas o en vías de estarlo. Aquellas familias de corte patriarcal vivían estrechamente unidas por la sangre, la amistad o la enemistad, las ilusiones o los rencores, las querellas y las reconciliaciones, por la fe en una nueva nación. Iba yo a oír hablar de los ochenta años que precedieron a mi nacimiento, y en que los argentinos adoptaron ese nombre, como de asuntos de familia. La cosa había ocurrido en casa, o en la casa de al lado, o en la casa de enfrente: San Martín, Pueyrredón, Belgrano, Rosas, Urquiza, Sarmiento, Mitre, Roca, López… Todos eran parientes o amigos. El país entero estaba poblado de ecos de fechas históricas con aire de cumpleaños (happy birthday) caseros, de nostalgias sentidas por quienes me rodeaban y mimaban.

—Cuando se iba a caballo a la quinta del padrino de tu tía Carmen, don Miguel de Azcuénaga [hoy, la residencia presidencial].

—Cuando se ponían días y días para llegar a la estancia de tu tía Clara [Estación Cobo. A media hora de avión].

—Cuando pegaban con brea los moños colorados.

—Cuando vendían duraznos por la calle… y eran cabezas.

—Cuando Sarmiento venía a tomar café con Tata Ocampo.

—Cuando se escondieron en casa los L., perseguidos, después del derrocamiento de Juan Manuel.

—Cuando fuimos con Carolina y Pellegrini al Niágara. Aquí está la foto.

—Cuando tío López venía a Villa Ocampo a ver a mi tata…

Yo oía todo eso como quien oye llover, pensando en lo que me interesaba: un postre que servían, tal vez, en ese momento, y que llegaría a mí decapitado de su copete de crema de Chantilly; una muñeca de tamaño sobrenatural con un collar de ámbar y que yo envidiaba (no era mía); las calcomanías que me esperaban en el cuarto de Vitola2. El mundo estaba lleno de objetos codiciables, y mi padre, indiferente a ellos, hablaba de cosas irreales: los recuerdos que le traía el olor de la retama. En la estancia donde él veraneó, de chico, resplandecían como el sol. ¿Habría carneros o corderos allí?, me preguntaba yo, más atraída por el reino animal que por el reino vegetal. Pero no se hablaba de mis animalitos preferidos sino del olor de las retamas. Y para colmo, eran retamas difuntas: decían que aquella estancia (Las Hermanas) se había convertido en una ciudad triste: La Plata. Qué me importaba a mí si no había carneros, como en el Pergamino. Nada tenía sabor, todavía, a lo más amargo y lo más dulce de la vida: los recuerdos. Yo era una pizarra nueva donde todo se escribía con tiza y se borraba (creía yo, equivocadamente) con esponja cuando se presentaba algo más divertido que apuntar.

Así, cuando los trenes que silbaban de noche se oían desde nuestras camas, en Buenos Aires (como se oían, más próximos, en los veranos de San Isidro), mientras mi padre tal vez recordara aquellos meses de San Luis (su primer trabajo de ingeniero para el ferrocarril: un puente), y mientras mi abuelo rememoraba sus andanzas para traer el quebracho necesario para los durmientes de las vías, de tal a tal parte, yo solo sentía que el silbato me acompañaba, porque horadaba la oscuridad detestada. La vida era puro presente para mí.

Ahora, los recuerdos que me inundan, los de ellos junto con los míos, abrazan (y el término es exacto) grandes extensiones; se corren hacia el norte, hacia el sur de la Argentina, abarcan Córdoba, San Luis, La Rioja, la inmensa provincia de Buenos Aires. Van desde el Pergamino, donde mi abuelo paterno trabajaba en su campo (salía al amanecer, en tílburi, después de unos mates), hasta aquellas estancias a orillas del Salado, donde veraneaba mi madre, porque eran de los Aguirre y de los Sáenz Valiente. Algunos nombres encarnan para mí esas estancias de mi niñez y de mi adolescencia: San Miguel, La Rabona, conocidas íntimamente, directamente, con carneros, alfalfa, huevos de avestruz y de teros, primos, dulces hechos en braseros, esquila, paseos en break, galleta tostada, mate a veces, baldes de leche con espuma, valses de Ramenti en un piano vertical (tocados por mi tía Isabel), retos: «Ya he dicho que no le escondan el gorro a ese chico» (el chico lloraba), asados, nidos de hornero, delantales con sietes, moretones en las rodillas, barro en las manos («¿No pueden estar limpias un segundo?»), risas, lágrimas, carreras, lecturas; y El Chajá, El Rincón de López, paraísos conocidos indirectamente, por las descripciones de mi madre.

En cuanto a los nombres de las calles… Florida, Viamonte, Tucumán, Lavalle eran el reducto de los Ocampo. Allí viví. México, Suipacha, Bolívar eran los barrios de mi madre antes de casarse. San Isidro se pierde de vista en mi pasado y en el de mi familia materna.

Nous y trouverons leur poussière

Et la trace de leurs vertus…

Aquellas familias pertenecían a una época que ha cumplido su periplo, con las fallas y los aciertos, las cualidades y los defectos de su tiempo. Representaban un way of life en trance de desaparecer ahora. Sus costumbres, sus ideas, sus prejuicios, sus tabúes no son los nuestros. Tenemos un juego nuevo de costumbres, de ideas, de prejuicios, de tabúes, aunque nos halague creer que nos hemos librado de ellos sin reemplazarlos.

Aquellos hombres y aquellas mujeres han dado al país —que necesitaba tanto sacrificio y subsistía entre tanto sobresalto— lo que eran capaces de dar. ¿Qué más puede exigirse? Han vivido su hora de acuerdo con su conciencia. Yo vivo de acuerdo con la mía, sin figurarme que una vale más que la otra. No me siento obligada a seguirlos, sino cuando acepto su credo, y en la medida en que lo acepto.

Nous aurons le sublime orgueil

De les venger ou de les suivre.

¿Por qué? Ni vengarlos, ni seguirlos; continuarlos a nuestra manera, que no puede ser la de ellos: la circunstancia ha cambiado.

Yo solo sé que habré prolongado, por un camino en apariencia muy distinto, no el rastro de sus virtudes, fuesen las que fuesen (sería jactarme) sino su amor tenaz, y a veces encabritado, por un país ingrato y querido, que precisa, hoy más que nunca, una suma enorme de amor desinteresado para criarse y crearse, como los niños chiquitos. Este caudal no se consigue con empréstitos solamente. Y mientras el país no lo reciba, merecerá del mundo aquel juicio de Quincy Adams, cuando advertía a Monroe: «En el estado inorgánico de las provincias de la América Española, no sería prudente auspiciar un reconocimiento». Y eso fue a pedir a Estados Unidos mi bisabuelo Aguirre en 1817: un reconocimiento.

Dentro de otra esfera, en condiciones muy diferentes, yo también he tratado de negociar un reconocimiento. Tal vez habré fracasado, como fracasó don Manuel Hermenegildo en su misión diplomática (no en la otra)3. Pero como él y con él puedo repetir: no pido una limosna sino un acto de justicia. Y como don Manuel Hermenegildo se trajo de Norteamérica el Horacio y el Curiacio, y armas que le costaron tantos dolores de cabeza, yo soñé con traer otros veleros, otras armas, para otras conquistas. Y viviendo mi sueño traté de justificar mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar.


1 Probablemente no la de los jóvenes de estos años. (Nota agregada en 1974.)

2 Victoria Ocampo, tía abuela.

3 La de comprar barcos y armas.

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