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ANTECEDENTES


MEZCLA

Antes de entrar en materia, aunque lo ya contado es una forma de hacerlo, quiero repetir algo que he señalado ya. Sería mucho más interesante, más dans le goût du jour, daría más probabilidades de renombre a esta autobiografía (o como se la llame), comenzar por un: mi genealogía empieza con mi padre, o acaso sin él; con mi madre solamente, a quien nunca conocí, puesto que me abandonó en el umbral de un asilo de huérfanos. Pero no. No fui una niña expósita. Hasta me atrevo a decir que fui lo contrario.

El medio en que se ha desarrollado una infancia, ya sea un asilo de huérfanos o un palacio real (la mía no corresponde a ninguno de estos dos extremos), tiene demasiada importancia para que se lo pase por alto. Tiene importancia por las influencias, por las reacciones provocadas a favor o en contra del medio. Además, el factor herencia cuenta en mayor o menor grado.

Desde luego, siempre he pensado que, prescindiendo del medio y de la herencia, factores en que no interviene nuestra voluntad o nuestra elección (me refiero a caracteres físicos, aunque los medios económicos pesan en las posibilidades de desarrollo, de educación, a la vez favorable y desfavorablemente, de manera imprevisible), los hombres y las mujeres son exclusivamente hijos de sus obras y por ellas valen o se condenan.

Después de esta profesión de fe (intento con ella disipar todo malentendido), dada la etapa en que vive nuestra «civilización» (etapa de nuevos prejuicios, justificados, como la mayoría de los prejuicios, en su origen), pasemos a un resumen que considero útil.

Como ya dije, nací frente al convento de las Catalinas, que habían ocupado los ingleses en el momento de las invasiones, desde el 5 hasta el 7 de julio de 1807. Esta iglesia se encuentra en la esquina de San Martín y Viamonte, frente a la casa donde vivían mis padres y frente a la que ocuparían las oficinas de SUR.

Cuando yo iba a misa, de chica (Les dimanches tu garderas — En servant Dieu dévotement), nada sabía ni me importaba de la historia de esta iglesia. Me arrodillaba los domingos y días de fiesta cerca del altar mayor, sobre uno de los reclinatorios que allí tenían, en fila, mis tías abuelas. A mi izquierda, el enrejado de madera que separaba a las monjas del resto de los fieles y las ocultaba, de acuerdo con las reglas de la orden de clausura, me llenaba de aprensión y de curiosidad. El encierro me horrorizaba, pues no lo podía imaginar voluntario, sino compulsivo.

Por ese coro de las monjas, oculto por el enrejado, habían entrado los ingleses, y en una celda del convento permaneció la comunidad apeñuscada durante treinta y seis horas. ¡Qué espanto me hubiera causado ese hecho, de saberlo yo entonces, por mi marcada claustrofobia y frenesí de libertad!

Pero nada sabía. La iglesia parecía haber nacido conmigo y no le concedía más pasado que el propio, casi imperceptible. Ignoraba que aquel lugar era histórico (a la manera sudamericana) y que los dos hombres cuyo papel en la Reconquista de Buenos Aires era importante no me eran extraños, y se encontraban ya en dos puntos cardinales, de mi pasado uno, de mi porvenir el otro: Pueyrredón, por ser hermano de mi tatarabuela; Liniers, porque su descendencia, durante años, crearía conflictos en mi juventud… y más allá.

También ignoraba que en el año 1810, tan cargado de consecuencias, la calle Viamonte llevaba mi apellido, y la calle San Martín, asociada con triunfos de la hora, el [nombre] de Victoria. Esta coincidencia no tiene más importancia que la que le asigna mi superstición. Pero debo confesar que las coincidencias me inquietan y nunca se me figuran fortuitas. Tarde ya en la vida descubrí, por casualidad, mirando un mapa de las calles del Buenos Aires de aquella época, este detalle: la esquina precisa de las dos calles en que la casualidad iba a hacerme nacer (cierto que nací junto a la esquina y no en la esquina misma), en que echaría anclas esta mi vida y en que se desarrollarían los acontecimientos, o parte de los acontecimientos más importantes de mi vivir (SUR en la misma esquina), llevaba mi nombre y apellido en un momento estremecido de nuestra historia. Descubro también que el trayecto diario entre San Isidro y la esquina de esas calles (trayecto recorrido desde mis primeros años) fue cubierto en circunstancias más bien dramáticas por dos personajes mezclados a mi destino de diversas maneras: uno por llevar yo su misma sangre; otro porque quienes llevaron la suya me inspiraron (y les inspiré yo a ellos) toda la gama del amor pasión y del odio.

La iglesia de las Catalinas era, cuando yo nací, un edificio sin pretensiones y sin fealdad. La fealdad le cayó encima con la pretensión de embellecerla. Su atrio, de baldosa roja, estaba rodeado de una verja sencilla en fer de lance. Su cúpula de azulejos era igual a la de la mayoría de las iglesias coloniales de Buenos Aires y de su catedral.

Liniers escribe en un informe (agosto de 1806): «El 5 del corriente me dirigí al pueblo de San Isidro, que atravesamos entre aclamaciones… Acampé a la tropa en un hermoso sitio, pero la noche fue cruel de viento y agua…». El hermoso sitio eran las barrancas de San Isidro, donde yo iba a vivir. Y las idas y venidas entre ese lugar y el barrio comprendido entre Florida, San Martín, Viamonte y Tucumán sería el marco en que se encuadraría la parte material y argentina de mi existencia (he vivido en otros lugares física y sobre todo espiritualmente). Yo estaba destinada a conocer, pero sin aclamaciones, sin tropas ni armas, esas noches desoladas de viento, de lluvia y de zozobra en las barrancas. ¿Qué contemporáneo no las ha conocido de una u otra manera? Solo que yo quisiera leur faire un sort, contarlas. O por lo menos exorcizarme de ellas fijándolas fuera de mí al contarlas. La confesión es necesidad enraizada en el hombre y que se alivia sea por vía de un sacramento o ahora por vía de un Ersatz al que no le tengo demasiada fe: el psicoanálisis (que ha venido a dar razón a ciertas prácticas religiosas).

Así como el Río de la Plata, visto desde una azotea de la calle Viamonte o desde las barrancas de San Isidro, fue el horizonte de toda mi vida, mi familia fue el background en que brotó y se desarrolló. Ni lo uno ni lo otro pueden amputarse sin suprimir elementos muy importantes y vitales.

Como la mayoría de los adolescentes, he querido y detestado a esta familia y he soñado escapar por aquel río abierto a todas las partidas. Es decir que he luchado desesperadamente contra la tiranía de los míos, tanto más cruel por no sentirme yo retenida sino por el cariño que a ellos me ataba. Esta tiranía nacía de ciertos prejuicios corrientes en aquella época, en todas partes del mundo (aunque en diferentes proporciones). Ni consideraciones sociales ni ventajas económicas me hubieran paralizado cuando, por ejemplo, soñaba con dedicarme al teatro, ser una gran actriz y trabajar por mi cuenta. Me impidió huir de mi medio lo que afecta al corazón: había nacido y crecido en una casa en que se adoraba a los niños. Además, se hubiera podido decir de mí lo que alguien de la parentela de Benjamin Constant escribió de él: «Benjamin était dans sa famille un objet précieux… que chacun aurait voulu avoir».

Entre cinco abuelas (mis tías abuelas) que estaban a mis órdenes mucho más que yo a las órdenes de ellas (aunque el cariño era mutuo), entre cinco abuelas en casa de quienes pasaba los días enteros, una sola me inspiraba obediencia: Vitola (Victoria), mi preferida. Madrina (Pancha), la segunda de mis preferidas, no logró lo que por voluntad propia le concedí a Vitola: absoluta sumisión. ¿A quién se le podía ocurrir desobedecer a Vitola?

Mi padre y mi madre… eran otro cantar. Desde luego, había que obedecerles, y los adoraba. Pero ellos estaban como en otro plano. Más cerca y más lejos, a la vez. Los dos, muy distintos, inspiraban matices muy distintos de cariño. Lo descubro a posteriori.

En efecto, los Ocampo y los Aguirre eran familias con diferentes modalidades, exteriorizaban en otra forma sus emociones y tenían una visión distinta de las cosas. Además, en los Aguirre de mi rama entraban los Herrera. La tierra vasca y la andaluza muy opuestas han de ser si se parecen a estos representantes suyos. Los Herrera, por ejemplo, tal como los recuerdo, tenían un buen humor bonachón de al pan pan y al vino vino. [En algunos de ellos veía yo (o veo a distancia de años) una alegría, una espontaneidad sevillanas (conste que nunca he conocido a un sevillano, alegre o melancólico).] Tanto en su quinta de San Isidro como en la calle Suipacha o en París, mama Ramona vivía muy a la criolla. Contrariamente a las hermanas de mama Angélica (Ocampo), tan afrancesadas y algunas elegantes y refinadas, no usaba jamás palabras francesas, incluso en Francia. Bautizó a Les Trois Quartiers (tienda que frecuentaba) Los tres carteros, no por ignorancia, sino por travesura, por comodidad y por criollo desafío burlón. No le gustaba la etiqueta. Sus nietos podían transformar su casa en un potrero sin que ella se alterara. Le encantaba tratar a la gente campechanamente. Los Herrera eran comunicativos, optimistas, risueños, amigos de bromas, mientras los Aguirre, reservados, secos, serios, capaces de soportar en silencio cualquier cosa por un sentimiento exacerbado de dignidad (y por la muy conocida soberbia vasca), los mirarían, supongo yo, con cierta superioridad. Y, por supuesto, en casa de mi abuela, viuda, dominaba el ambiente Herrera. Pese a la ausencia del padre, algunos de los hijos heredaron el empaque de los Aguirre, o una mezcla de las dos características: jovialidad y una capacidad de aguante, un no dar su brazo a torcer, una silenciosa fortaleza, resultado (imagino) del fuerte contingente de la enigmática sangre vasca… e irlandesa.

En cuanto a los Ocampo, vivían en un casi perenne estado emotivo que producía cierta trepidación crónica (mi abuela era una excepción e irradiaba calma). Perpetuamente alerta en lo que se refería a sentir; siempre inquietos de lo que podría ocurrirle a un miembro del clan; perdiendo un tanto la cabeza, y perdiéndola indistintamente frente a un sarampión, una tos convulsa, una indigestión de la gente menuda, o un parto normal de las mujeres, como ante una agonía. Con lágrimas atragantándolos por cualquier percance de orden sentimental. Perturbados fácilmente y fatalmente perturbadores, de rebote. Hablo a grandes rasgos de estas familias, y, claro está, había excepciones y matices.

La Morena, mi madre, había heredado la alegría de los Herrera, pero acompañada por un temperamento y una finura, un aguante terco y una altivez secreta que denunciaban una copiosa dosis de Aguirre en su constitución. Su optimismo y su risa contagiosa (tenía una encantadora sonrisa) contrastaban con la tendencia a la melancolía y al pesimismo de mi padre. Estas características no le impedían a él un muy marcado sentido del humor, de lo cómico en todos sus matices.

En una carta de mi bisabuelo a una de sus hijas le dice: «Cómo se reiría Manuel, aunque siempre es tan silencioso para todo». El Manuel de aquellos años era jovencito, y ya amigo de callar, por lo visto. Además, el que lo hereda no lo hurta. Mi abuelo, neurasténico desde el saque, acabó siéndolo con bombos y platillos en su vejez. Es decir, que nadie podía ignorar sus estados de ánimo, porque si bien mi padre era silencioso (aunque creo que con mi madre no lo era), mi abuelo comunicaba al universo sus menores males, y a gritos. Esto a partir de los setenta, que es cuando yo más vivamente lo recuerdo.

Mi abuela contaba diálogos nocturnos, de un cuarto a otro, como el que sigue:

—¡Angélica! No puedo dormir.

—Hay que tener paciencia, Manuel. Ya estamos muy viejos. El insomnio es cosa de viejos.

—¡Entonces, me joderé, carajo!

Mi abuela sonreía, pues mi abuelo se le había transformado en un hijo malcriado, para quien su presencia sedante era indispensable.

En cuanto a mi padre, sé que estaba tan ansioso e impaciente por verme llegar al mundo que temía morirse antes. Yo fui la mayor de sus seis hijas. En aquellos días de abril, habrá mirado por la ventana de nuestra casa las palomas que se pasean sobre las cornisas de las Catalinas, como a menudo iba a mirarlas yo. Esas campanas, destinadas a ser la música de fondo de muchas crisis interiores y exteriores, sonarían una tarde de abril, como todas las tardes, cuando a las cuatro y media, más o menos, empecé a llorar.

Darse

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