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UN ROBIN REDBREAST EN UNA JAULA

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PREÁMBULO A LAS CARTAS A DELFINA

Las lecciones de español me aburrían porque las lecturas y la historia argentina me aburrían. Tampoco me interesaba la historia (tan apasionante y dramática) del descubrimiento y conquista de América. Los adelantados, los virreyes, los capitanes generales se sucedían sin despertar en mí curiosidad ni simpatía. No simpatizaba con el espíritu de la conquista o el de los conquistadores españoles. Veía en ellos un afán de lucro muy poco romántico. Este afán se notaba a las claras en el tira y afloja creado entre rivales por las circunstancias y las ambiciones. Que los indios americanos se los comieron vivos a estos personajes se me importaba un pepino. Tampoco me atraían particularmente los diaguitas, los charrúas, los guaraníes, los comechingones, la indiada antropófaga. Colón nos había metido en un brete.

[…]

Yo era una lectora fácil, también, voraz y omnívora. Lo malo era que no podía ir a una librería a comprar cualquier libro que me interesara, como lo hacía Ricardo. Muchísimos libros estaban en el índex casero. Algunos de manera incomprensible, puesto que no se trataba de pasiones amorosas (tema vedado cuando los amoríos no eran del estilo Mon oncle et mon curé y no terminaban en matrimonio). Ejemplo de esta censura sin motivos aparentes fue el secuestro de mi ejemplar de De Profundis (Oscar Wilde), encontrado por mi madre debajo de mi colchón en el hotel Majestic (París). Yo tenía diecinueve años. Por supuesto que hubo una escena memorable en que yo declaré que así no seguiría viviendo y que estaba dispuesta a tirarme por la ventana. Mi madre no se dejó inmutar por la amenaza, no me devolvió el libro y salió de mi cuarto diciendo que yo no tenía compostura. Le di inmediatamente la razón, tirando medias por la ventana. Fue un acto simbólico, muy festejado por los chauffeurs que estaban en la avenue Kléber y se divertían como locos. Fani, nuestra niñera-mucama, sí creyó en la amenaza que había oído; ella, al deshacer mi cama, había descubierto involuntariamente mi biblioteca privada y había presenciado el incidente. Hablaba sola: «¡Ay, la niña se va a tirar por la ventana! ¡Es muy capaz!». Para ella fue un alivio ver lo de las medias. Comprendió que, por procuración, ya había cumplido mi amenaza.

A partir de mi adolescencia empecé pues a leer cuanto podía procurarme o cuanto consentían en leerme saltando pasajes escabrosos (como en la lectura de Los Miserables de Hugo, que nos hacía en alta voz una preciosa mujer, recién casada, mi tía Isabel, que aquí bendigo por la felicidad que me procuraba con esas lecturas). Una mezcolanza de autores, de muy distinto nivel, franceses e ingleses, se me amontonaban debajo del colchón unos, sobre las mesas otros: Conan Doyle, Dickens, Racine, Hugo, Maupassant, Poe, Walter Pater, Verlaine, Mme de Lafayette, Molière, Daudet, Wilde, George Sand (Les Romans champêtres), el diario de María Bashkirtseff, Harriet Beecher Stowe, Rider Haggard, Tolstoi (Ana Karenina), Dostoievski (Crimen y castigo), Barrès, el Tristán de Bédier, Musset (solo en verso; aprendido de memoria en gran parte, durante un sarampión)1, Loti, Lamartine ­(poemas), Mme de Noailles (poemas)2, Shakespeare, Dante (ahí había de todo, pero pasaban a través de la censura por la rima, como las óperas por el acompañamiento de música), ¡qué sé yo! El caso Rostand, por el incendio que provocó, fue típico de mis pasiones de adolescente. La compañía de Coquelin dio L’Aiglon, con Marguerite Moreno en el papel del duque de Reichstadt. Enseguida me reconocí en el protagonista y enseguida pensé que nadie podía decir los versos, pronunciar las palabras como Marguerite Moreno. Y que nadie tenía su voz.

[…]

Mis lecciones de piano con Berta Krauss duraron hasta nuestro segundo viaje a Europa (1908). Una vez en París, seguí con las lecciones de canto y recitado, pero interrumpí las de piano. Mi hermana Angélica continuó sola, y tuvo por maestros a Francis Thomé, Raoul Pugno y su discípula, la hoy muy célebre Nadia Boulanger.

Nuestras lecciones de canto eran también ejercicios de alpinismo. Para darlas teníamos que trepar cuatro pisos, en un immeuble, 22 rue de Châteaudun. Nuestra profesora, Mme Sanderson, era una persona de mucho volumen, como suelen ser las cantantes. Cuando cantaba el dúo de Sansón y Dalila («Mon cœur s’ouvre à ta voix», etc) y que llegaba a «La flèche est moins rapide à porter le trépas, que ne l’est ton amante à voler dans tes bras», le temblaba tanto la papada que parecía un budín de gelatina. Suponíamos que nunca bajaría de su cuarto piso por aquella escalera tan empinada, pues de bajar tendría que subir, y no parecía capaz de eso. Pronto pasamos a ser alumnas de su hija, Germaine. Era joven, entusiasta, de piel fresca y dientes deslumbrantes. Vigilaba su peso celosamente. Nació entre nosotras dos una gran amistad. Cantaba Fauré, Duparc, Reynaldo Hahn, Debussy, Glück con una voz cálida y una dicción perfecta (cosa que yo apreciaba ante todo en las cantantes francesas). Estudié con ella la Carta de Pelléas, una de mis mayores emociones musicales de aquella época. Antes de conocer a Germaine, había descubierto por casualidad a Reynaldo Hahn. Vi anunciado en el Figaro un concierto en que se cantarían poemas de Verlaine, y allí fui, por los poemas. Era un lugar pequeñísimo. Un cuarto grande, nada más. Reynaldo Hahn no tenía casi voz, pero hacía milagros con esa nada. En aquella época, se empezó a decir que una voz de gran volumen era un inconveniente para cantar bien las canciones «grises». Yo llegaba de Buenos Aires, es decir de Chopin, de Wagner, de Schumann. Había temblado de entusiasmo al oír cantar Walkiria y Tristán a Salomea Krusceniski. Esta cantante de ópera tenía un soprano lírico poderoso que resistía a las despiadadas exigencias de Wagner.

Mi adoración por Wagner se había complicado y reforzado por una adoración por su intérprete, Salomea Krusceniski, rusa, esbelta, cosa que rara vez les ocurría a las Isoldas, Brunildas o Elsas de esos años. El formato de otra rusa, la famosa Félia Litvinne, era lo corriente (aunque ella exageraba un poco el diámetro). No se conocían los sistemas empleados con tanta eficacia por María Callas.

Mi familia no era muy amiga de que las niñas de la casa se codearan con actrices y cantantes. Me había costado un triunfo que me permitieran tomar lecciones con Marguerite Moreno. Sin Vitola, no lo hubiera obtenido. Además, sospechaban que era tuberculosa (y creo que con fundamento). La enfermedad de Chopin y del duque de Reichstadt me parecía a mí muy romántica, y casi me avergonzaba no tener aptitudes para que se me contagiara. No opinaban lo mismo mis padres. También me costó mucho llegar a conocer a Salomea Krusceniski, a pesar de que nadie dudaba de la integridad de sus pulmones. No sé realmente qué temían que me contagiara. Afortunadamente, tuve como aliada en esta emergencia a una señora amante, como yo, de la música, y voluminosa como Mme Sanderson. Cantaba y era ­bondadosa. Convenció a mi madre de que me llevara a su casa una tarde en que iba a tomar té la diva. No pude articular palabra en su presencia. Esto al parecer conmovió a la Walkiria de mis sueños, porque me mandó una fotografía con esta dedicatoria: «A V. O., la chère et charmante créature». La alegría y la emoción fueron tales que enseguida empecé a pensar que no era cierto; que había escrito eso no porque lo sintiera, sino como una formule de politesse.

El mismo repertorio de dudas me asaltó al recibir mi primera carta de amor. Como ya creo haberlo dicho, en mi familia, en esos años, ni cartas, ni llamados telefónicos, ni visitas de «mocitos», ni temporadas en los bailes, ni juegos de golf repetidos con el mismo compañero eran permitidos. El festejante, o los festejantes, pues había varios, naturalmente, eran seres remotos, con los que se hablaba poco, mal o nunca (si existía oposición). En el corso de las flores podían mandar un ramo especial. En el corso de Carnaval3, podían subir al estribo del break con su dominó de satiné negro y su antifaz, para decir algún piropo que las tres o cuatro personas que iban con nosotras (entre otras nuestro padre) oían. A eso se limitaba la relación y el intercambio…

No salí jamás a la calle sin chaperon antes de casarme. Ni acompañada por mi hermana o primas (ellas tampoco salían solas). La casa de Bernarda Alba, que tanto sorprendió a los ingleses cuando asistí a una representación del drama en Londres, es, o era, algo fundamentalmente español o hispanoamericano.

Pero por más cuidada, por más vigilada, por más presa que esté una desdichada criatura que comete el crimen de tener dieciocho años y sentir lo que normalmente se siente a esa edad, siempre hay una mano amiga que le trae la carta prohibida, o un teléfono cómplice por donde le llega la voz que no debía oír en ese tête à tête pecaminoso en que el hilo conductor hace el papel de la serpiente, y en que dos oídos quedan desnudos y absolutamente solos, escuchándose, en el paraíso terrenal de las uniones telefónicas.

La carta llegó en vísperas de mi partida para Europa. Y me la dio una amiga tan linda que yo me preguntaba cómo no se la escribían a ella más bien que a mí. Con la carta me encerré en el baño (siempre, o por lo menos desde que se usa, ese cuarto ha sido para la juventud el mejor refugio para leer cartas importantes). Para más seguridad, me apoyé contra la puerta. Quien no ha vivido en La casa de Bernarda Alba no sabe tampoco lo que significa abrir el sobre de la primera carta de amor y leer: «Amor mío…». Esperaba cualquier encabezamiento menos ese. El que lo escribía hacía gala de ser irónico. Yo hacía gala de no tomarlo en serio. Pero lo único que se me ocurrió pensar fue: «¿Por qué me lo dice, si no es cierto? ¡Y cómo puede ser cierto, Dios mío!». Leí la carta pestañeando, con los ojos ardiendo de lágrimas que me impedían ver. Después me pasé la esponja por la frente y los ojos y salí del cuarto aquel (que era el de mi madre) con la sensación de que todos iban a leer en mi cara: «¡Amor mío! ¡Amor mío! ¡Amor mío!».

Tenía, como dije, varios festejantes. Pero este que me escribía así era el festejante. Más buen mozo, más inteligente que los otros, no era tierno, sino áspero. Por eso aquellas palabras me tomaron desprevenida. En torno a él la telaraña de mis sueños se extendía ahora. Era necesario encontrar la manera de seguir recibiendo cartas y de escribirlas. Eso fue posible porque en docenas y docenas de sobres (que le hice llegar) imité tan bien la letra de una prima (una letra de la Santa Unión) que nadie dudó de que las cartas que llovían de Buenos Aires, en el Majestic, eran de ella. Y este subterfugio, este engaño ¿para qué? Para preguntarse a través del Atlántico, durante dos años: «¿Estás seguro?…» «¿Estás segura?…» «¿Es cierto que me querés?». No era lícito decirse esas cosas sin estar de novios. No era lícito ser joven. Mi caso, aunque creo que en mi familia exageraban, no era un caso excepcional. Que lo digan si no las Elizabeth Barret y las Charlotte Brontë que pasaron por una esclavitud tremenda en la primera mitad del siglo xix. Y aquello no era España o Hispanoamérica. Claro que en el siglo xx todo cambió. Pero no en los años, en el país y en la familia en que me tocó vivir mi adolescencia y mi juventud. Esa es la verdad.

A pesar de «haber consagrado a los escritores mi parte de credulidad» desde muy niña, como el Orlando de Virginia Woolf, no tuve la fortuna de conocer a gentes del oficio o interesadas por los libros, sino con cuentagotas. Cierto que me he desquitado después, en demasía. En el trayecto de mi adolescencia a mi juventud (inclusive) solo encontré en mi camino a Carlos Reyles (por ser pariente de una parienta mía), a Enrique Larreta (por el mismo motivo), a Martín Aldao que tenía en París los libros más admirablemente encuadernados que hasta entonces había visto, a Groussac muy de lejos (mi padre lo admiraba). En París, conocí a Maurice Rostand (aproximación a Edmond, y que empezaba a escribir, como yo), a Brousson (aproximación a Anatole France), a la familia Champion (libreros, no escritores), y a Bédier, de quien seguía los cursos y con quien hablé por obra y gracia del viejo Champion, en su librería del quai Malaquais. Édouard Champion, que publicó aquella colección de libritos admirablemente impresos titulada «Les Amis ­d’Édouard», fue mi primer festejante extranjero y «letrado». Atendía, con su padre, la librería que tanto me gustaba, al borde del Sena. Me escribió que renunciaba a mi dote, que lo único que lamentaba era que mis padres tuvieran dinero y que quería decírselo. A mí me sorprendió lo de la dote, pues nunca había pensado en términos de dote, ni que alguien me festejara pensando en ello. Por otro lado, no se estilaba lo de las dotes en la Argentina, aunque bien sabido era que los padres acaudalados no dejarían morir de hambre a sus hijas. Pero como también se suponía que ellas no iban a casarse con pordioseros, no se planteaba el problema. Lo cierto es que, en casa, los festejantes de gran fortuna, o que se convirtieron en grandes embajadores (alemanes o franceses), le tocaron a mi hermana A., y a mí los pobretones de toda la escala social. Mi hermana no se dejó conmover por las ventajas y lujos que diversos potentados le ofrecían. Y yo no quiero suponer (a esta altura de la vida) que quienes sin un centavo en el bolsillo me festejaban lo hacían por la dote. Falsa humildad aparte, tenía otras dotes. Una sola vez tuve un enamorado de considerable fortuna, inteligente y de físico seductor. El joven en cuestión, a pesar de su padre multimillonario, no tenía un cobre en su bolsillo y los únicos regalos que de él recibí fueron, un día de mi santo, tres claveles, y otro día ídem, una fotografía de la Victoria de Samotracia, y lágrimas y besos en mis manos. No estaba en mi destino recibir regalos de valor monetario de mis enamorados. Tengo que averiguar qué dice mi horóscopo en ese sentido. Aunque ya es un poco tarde. Pero mi «fijación» (se diría ahora) con hombres mucho mayores que yo no me permitió tomarlo en cuenta, y la verdad es que nunca se me ocurrió pensar en el matrimonio bajo un aspecto de ventajas económicas o sociales. Este desinterés total no era meritorio, pues nunca me había faltado nada, y para ciertas cosas carezco de imaginación. La pobreza, en un hombre, me atraía más que la riqueza. Casi todas las personas que yo más admiraba habían sido pobres. O por lo menos, no se distinguían por la riqueza sino en otro terreno.

[…]

No creo que a mi padre le hubiera hecho mucha gracia que le dijera que iba a quedarme en París, compartiendo con los Champion la tarea de vender libros (y hacerlos). A mí me hubiera tentado muchísimo el programa, pero casarme con un librero, editor, escritor o lo que fuere por su oficio, como otras con un millonario por su dinero, o con un duque por su título, no me entraba en la cabeza por más que lo considerara conveniente para mis ambiciones. Lo primero, lo indispensable, era que el tal personaje, fuese quien fuera, me gustara físicamente. Por desgracia, el del quai Malaquais y algún otro candidato posible en aquel París de mi despertar a la vida plena no llenaban ese requisito. Y me pasaba algo extraño, tal vez porque no conocía a muchos extranjeros, o al tipo de extranjeros capaz de hacerme cambiar de opinión. Así como cuando yo decía u oía la palabra «campo» no imaginaba nada europeo, sino algo totalmente argentino (en Europa todo me parecía jardín bien rastrillado), cuando pensaba en «hombre» veía siempre al hombre argentino. Y sin embargo, los hombres de mi generación, y mucho más aún los que me llevaban (como a mí me gustaban) varios años, eran seres insoportables por su cerrazón mental y sus prejuicios de cavernícolas en todo lo que se refería a la mujer.

Consideraba cavernícolas, en ese sentido, a las personas mayores de mi familia. Pero quería irremediablemente a mi padre y a mi madre. Por consiguiente, tenía que soportar en ellos cosas que no estaba dispuesta a soportar en otros. Me costaba y dolía herirlos.

Esto que ocurría en casa no podría repetirse cuando con un hombre de mi generación bajáramos, juntos, a la arena de la vida. Ni privilegios para uno, ni privilegios para el otro. De no ser así, ¿qué equilibrio se podía esperar y qué pacto resistiría a esa tensión?

Mi error fue creer que esto era viable en la República Argentina en los años de la jupe entrave, tan molesta para caminar. ¿Cómo no iba a pensar que podía transformar a un hombre si me sentía con fuerzas suficientes para transformar el mundo (con tal de dejar aparte a la gente intransformable de mi casa, y a mi intransformable ternura y debilidad frente a ellos)?


CARTA A DELFINA

(Traducción del francés)

Mi muy querida:

No podés imaginar la alegría que me dio tu carta, tu larga carta. La he leído tres veces. Como de costumbre, tenés razón. Sos cuerda y yo loca. Estás…, cómo decir…, resignada, yo en rebeldía. En fin, sos un ángel y yo un demonio. Me sorprende que un ángel pueda querer a un demonio, tanto como que un demonio pueda querer a un ángel.

¿Pensás que soy desgraciada por egoísmo? Sin embargo, la verdad es que hasta los mejores son egoístas. Rascá un poco, quitá el barniz de desinterés que recubre ideas y acciones y te encontrarás siempre con algo poco recomendable. El amor mismo, cuando se lo analiza, es egoísta.

Lo que decís es cierto. No me contento con que cuatro o cinco personas opinen como yo, sientan como yo. Necesito comprensión en una escala universal.

Anatole France dice que la alegría de quienes piensan se llama coraje del espíritu. Pero qué le voy a hacer, no tengo ni ese coraje ni esa generosidad. Paso de un paroxismo de desesperación a un paroxismo de joie de vivre. Me decís que sufro porque tengo hambre de querer. Sí. Solo que me he jurado a mí misma que no tendré sino un gran amor: el arte. Reíte. El arte no me bastará siempre, lo sé. La necesidad de querer a alguien me tortura. Cuando no siento un entusiasmo que me exalta y me revela a mí misma quién soy, ando a tientas.

Esperaba demasiado del género humano. El mundo en que yo creía vivir no existe. He caído aquí sin saber de dónde. Nada parece poder contentarme.

[…]

Me preguntás si he deseado a veces tener mil otras vidas. Pero las tengo, querida. No vivo por una persona, vivo por mil; siento que la sangre que corre por mis venas es más cálida, más rápida que la de toda una nación. El corazón late más fuerte, tengo más entusiasmo que toda una generación de veinte años. Necesitaría desarrollar yo sola la actividad de todo un pueblo (inteligente) para satisfacerme. Nunca habrá descanso para mí.

Sí. La calma que me describís ha de ser maravillosa.

Yo estoy sola, sola. Vos, la persona que mejor me comprende, la única amiga verdadera, no estás aquí, y tenés novio. No me quejo. Ya te lo he dicho al comienzo de nuestra amistad. Me basta tu simpatía: querré por dos.

He recitado delante de Coquelin.

«¿No temes que un gran entusiasmo haga en ti una invasión bárbara y se devore tus entusiasmos parciales?», me preguntás. Sí. Lo temo. Lo temo mucho. Sería un desastre.


1 Il n’est de vulgaire chagrin / que celui d’une âme vulgaire…

2 Et les poètes morts, dans leur tombe profonde, / me suivent de leurs vœux et savent qui je suis. […] Je suis l’être que tout enivre et tout afflige…

3 El corso de San Isidro.

Darse

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