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TITANIA

TITANIA: How came these things to pass?

Shakespeare, Midsummer’s Night Dream

Las absurdas costumbres de la época favorecían espejismos con consecuencias desdichadas. El túnel desembocaba, para una muchacha de imaginación viva, en lo que podía resultarle (o no resultarle, si tenía una suerte descomunal) una prisión y un castigo tremendo e inmerecido: el matrimonio y la equivocación.

El hecho es que yo tenía idolatría por las caras lindas. Solo aprendí con los años que una cara perfecta, en cuanto a sus rasgos, puede convertirse en algo odioso o simplemente aburrido cuando la hemos descifrado. Me complacía en mis telarañas. Cuando la cara linda pertenecía a una mujer, no había peligro. Siempre me fascinó la belleza femenina, pero el lesbianismo ha sido una tentación o una comarca desconocida para mí. El hombre fue mi patria. Y el peligro consistía en imaginar que me enamoraba de veras cuando como una araña insensata me debatía en mi telaraña propia; en imaginar que estaba enamorada y en sufrir luego por una equivocación, pena más dura que la muerte, porque era una muerte en vida (dadas las costumbres). Así fue.

Volviendo a las usanzas de aquellos tiempos, tan estrictas y dementes en cuanto tocaba a la mujer soltera o casada, adolescente o en plena juventud y madurez, nunca olvidaré el efecto que me hizo, cuando todavía no «andaba en sociedad» (léase ir a unos cuantos bailes o recibos), saber que desde el púlpito se había denunciado y censurado a unas niñas que salían a caballo, en Palermo, con sus hermanos y los hermanos de sus amigas. La monstruosidad de semejante condenación me estremeció. Yo conocía a estas muchachas mayores que yo, y todas llenas de belleza, gracia e inocencia. Al decir inocencia me refiero a lo que para ellas significaban esos paseos matinales, ese galopar de su juventud y esplendor por el bosque de Palermo. ¿Era eso más pecaminoso que un partido de golf? Delia (mujer de Neruda) y Adelina del Carril (la viuda de nuestro Ricardo Güiraldes) se acordarán…

Ahora vemos el lado cómico de estas costumbres, pero quienes las soportaron conocieron su lado humillante y exasperante. Los prejuicios han variado; sin embargo, existen bajo otras máscaras. Quiero decir con esto que si bien Giordano Bruno fue a la hoguera en el año 1600 por sus enseñanzas iconoclastas, hoy, en la URSS, hay terrenos vedados si los descubrimientos a que se llega en ellos no coinciden con «las firmes tradiciones materialistas de la ciencia rusa» (tan adelantada y admirable, por otro lado, nadie lo pone en duda). El caso Lysenko lo prueba, aunque creo que ha sido superado, a la fecha1.

Lo mismo que en el terreno de la astronomía (hasta allí interfiere la filosofía política, según parece) han sido inmensos los cambios, lo han sido en las costumbres sociales y sexuales. Pero si algo se puede temer hoy es irse al lado opuesto de los tabúes de otras épocas no muy lejanas. Crear otros tabúes, por consiguiente. Tan absurdo resulta lo uno como lo otro, aunque supongo que es fatal. La rueda tiene que dar una vuelta completa. Nosotros hemos sido rebeldes con causa. Ahora le toca a la juventud, suponemos, ser rebelde sin causa. Lo malo de esto es que se arriesga, por reacción, volver hacia atrás cualquier día. Y un retroceso no es deseable, en ningún campo.

De niño enseñaron al doctor Lovell (astrónomo) que el Sol era el centro de un sistema estelar importante. Que la Tierra era, a su manera, importante. Pero el doctor Lovell sabe ahora «que habitamos uno de los planetas más pequeños de una estrella típica» y que «nuestro sistema solar es minúsculo dentro del orden de las medidas cósmicas».

De niña me han enseñado cosas que han variado tan considerablemente como esas medidas de orden cósmico. Y yo, sola, he tenido que restablecer el equilibrio. Un equilibrio moral y espiritual comprometido, después de haber desmantelado las bases para hablar en lenguaje de actualidad. He tenido que redescubrir el mineral precioso quitándole la ganga que lo ocultaba totalmente. Y no fue una operación fácil, no fue —que se me permita el juego de palabras— una ganga. Costó caro.

[…]

La idea de que solo los hombres mayores que yo (quince a veinte años) podían interesarme y entenderme (sin embargo, estos no habían dado señales de lo último) empezó a preocuparme. Y también el temor de que esos hombres no se fijaran en mí, ni les cayera yo en gracia. La fe en mis poderes de «conquista», que con L. G. F. había nacido, sufrió un largo eclipse. Años.

En una de mis primeras cartas a Delfina Bunge se ve esta preocupación. Delfina era mayor que yo. Escribía. Tenía un novio (o festejante): Manolo Gálvez, que también escribía. Un hermano de Delfina (Carlos Octavio) escribía. En fin, Delfina era un ser privilegiado de acuerdo con mis cánones. Además, Delfina era realmente una mujer con un charme muy suyo. Inteligente y sensible, no tenía lo que se llama belleza, pero algo que puede seducir tanto o más. Ya Marguerite Moreno, a quien yo admiraba, y que era una mujer fea (o lo que así se suele llamar), me había hecho dudar de la omnipotencia de la belleza. La cara de Marguerite Moreno me fasci­naba, y envidiaba la de Delfina. Envidiaba esa boca grande y donde se dibujaba una sonrisa desairadamente seductora. Porque uno de los misterios del físico de Delfina era que todo lo que en otra mujer hubiera podido pasar por desairado, en ella era encantador. Era encantador algo que en toda su persona se parecía al efecto del pelo lacio y despeinado2. Algo despojado de afeites, de preocupación de elegancia que resultaba, no sé cómo ni por qué, personalísimo.

Delfina reunía, por consiguiente, mucho de lo que a mí me parecía más valioso: edad, afición a las letras, novio y hermano escritores, inteligencia, sensibilidad, buena voluntad. Cuando la conocí se me aclaró el cielo tormentoso de la adolescencia.

La carta a que me refiero (en francés, pero que traduciré como la parte de esa correspondencia que cito), escrita cuando tenía yo apenas dieciséis años, decía:

«Perdón si te molesto. Has de tener cosas mejores que hacer… Solo te pido un poco de amistad a cambio de la admiración y la ternura que siento. Te lo suplico… Sos feliz, te quieren, te comprenden. Tenés un amigo verdadero, sincero. El aislamiento moral es doloroso. Vos no conocés esa horrible sensación de soledad (en medio del cariño, lo sé). Se sufre demasiado, porque se tiene demasiada necesidad de ser comprendida.

Tenés que saber que te quiero mucho. Desde el primer momento. Y estoy segura, esta vez, de no equivocarme. Pero, hélas! ma grande tiene otras cosas en la cabeza. Está de novia. Es feliz. La chica no está de novia, no la quieren, ni es feliz.

Un poco de amistad para mí, Delfina. Tengo dieciséis años y a esa edad uno necesita confiar en alguien, si no el corazón estalla. ¿Querés ser amiga mía? ¿Querés escucharme? Contestame con franqueza, sin vueltas. ¿Me encontrás passable? ¿Me tenés simpatía? Si me encontrás espantosa, decímelo.

No te oculto que me dará pena. Pero no puedo soportar la idea de resultarte cargosa. Si te parezco digna de leer algo tuyo me sentiré colmada. Espero tu carta. De veras ¿puedo pensar: “Delfina es mi amiga”? Yo me encargo de querer por dos.

V.».

Este «¿Querés ser amiga mía?» era el equivalente del Voulez-vous jouer avec moi? pronunciado tímidamente bajo los árboles del Pré Catelan a la chica rubia que hacía colección de renacuajos en una caja de cartón. Era la pregunta de la niña traducida al idioma de la adolescente.

Delfina tuvo conmigo una paciencia sorprendente (cuando la examino a distancia). La he podido medir al releer mis cartas, que ella guardaba y mandó encuadernar cuidadosamente. No sé cómo las juzgó dignas de encuadernación. Son un tremendo documento de soberbia adolescente (que me avergü̈enza), de rebeldía continua (que comprendo y que volvería a sentir); una mezcla de clarividencia, de perspicacia y de ignorancia, de orgullo y de humildad, de aciertos y de disparates, de raciocinio y de delirio y de faltas de ortografía. Centenares de cartas, por lo menos, ya que le escribí todos los días durante un tiempo largo. Desde que la conocí hasta que nos fuimos a Europa, en 1908.

De esa época, son casi los únicos documentos que conservo, aunque tengo algunas cartas y versos. Pero ocurre con las cartas el mismo fenómeno que con las personas, las amistades. Barrès lo dijo admirablemente, al hablar de la muerte de su amigo Jules Tellier: «Je sens trop qu’avec ce grand poète est morte une partie de moi-même; des cellules de mon cerveau désormais demeureront paresseuses parce qu’elles ne travaillaient que pour le plaisir de s’accorder avec lui» («siento demasiado que con este gran poeta ha muerto una parte de mí mismo; células de mi cerebro quedarán inactivas, de ahora en adelante, porque solo trabajaban para el placer de coincidir con él»; Du sang, de la volupté et de la mort). Hay cosas de las que podemos hablar con ciertos y determinados amigos; otras cosas con otros. De modo que la correspondencia con una sola persona revela un aspecto de nosotros, pero uno solo. Si nos entendemos en más de un terreno con tal o cual persona, o si hay afinidades de temperamentos y de gustos a la vez, será más completa la «muestra» de nuestra personalidad que aparece en la correspondencia. Pero nada más.

Con Delfina teníamos puntos de contacto. Sin embargo, nuestros temperamentos eran muy distintos. Nos gustaba la literatura; no sé bien si la misma o si nos gustaba por las mismas razones. Delfina siempre estuvo dentro de la Iglesia católica. Yo al margen.

Esto no creaba conflictos (como con mi madre) y yo hablaba francamente de mis dudas e incredulidades o repugnancias. Ella escuchaba y trataba de convencerme de mi error con dulzura y terquedad. Yo nunca intenté convertirla a mis dudas. Mi proselitismo era de carácter literario, y solo con Gandhi me inflamó la necesidad de comunicar verdades de orden casi religioso.


1 Escrito en 1952.

2 No a la manera de Brigitte Bardot, por cierto, que es el colmo de lo sophisticated.

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