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EL ARCHIPIÉLAGO

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BUENOS AIRES

Esta calle estrecha tan fea no puede ser Florida. Cuando me fui era ancha. Me aseguran que era igual. Nadie me convencerá.

[…]

Hablo mejor francés que español, y me gusta más. ¿Cómo ha pasado?

Una mademoiselle muy vieja viene a darnos lecciones de francés. Al cabo de cinco minutos le digo: «Vuelvo enseguida. Un minuto». No vuelvo.

[…]

Paul, el cocinero, era negro. Había nacido en una isla que se llamaba la Martinique. Parado en la puerta de la cocina que daba a uno de los patios, me sonreía, con un bonete blanco sobre la cabeza. Siempre andaba de bonete blanco. Hacía huevos fritos como nadie en el mundo, decían. A mí me encantaba el encaje dorado que rodeaba los huevos fritos en los platos blancos y rosados. Soñaba con huevos fritos.

[…]

Paul no me echaba de la cocina, como François del último patio. Yo miraba sin cansarme, cada día, cómo vaciaba los pollos o limpiaba el pejerrey. No sé qué cara tenía; veo sus manos que preparaban las fuentes con tanta perfección. Era bien negro.

Pero las tías se mudaron de la vieja casa de rejas y patios. Mi padre les iba a hacer una nueva en la misma esquina de siempre. Se mudaron a casa de Madrina, Tucumán 675. La idea de cambiar de casa me divirtió.

[…]

Cuando en diciembre nos vamos a San Isidro, duermo en el cuarto que está al lado del de Vitola y Carmen. Vitola se sienta cerca de mi cama y casi todas las noches me lee cuentos de hadas, antes de apagar la luz; pero siempre queda una veil­leuse encendida porque tiemblo en la oscuridad. Cuando Vitola se ha acostado, empiezo a decirle: «Hasta mañana, Vitola». Contesta: «Hasta mañana, gatita». Esto sigue y sigue. Vitola se cansa y no contesta. Entonces aumenta mi fervor y mi deseo de hacerle repetir, aunque sea una vez más, su «Hasta mañana, gatita». Tiene que ser ella la última que lo dice. Si no, no estoy en paz.

Esta ceremonia tiene lugar cada noche. A veces Vitola se empaca y no contesta. Le parece que insisto demasiado. Entonces, ¡qué problema! No puedo callarme, ni quiero disgustarla. No. No puedo abandonar la partida hasta oírle decir «Hasta mañana, gatita».

Una noche, después de haberme acostado, conversé con Vitola y me dijo que no se llamaba Victoria, que su verdadero nombre era Antonia, o que su primer nombre era Antonia. Se llamaba Victoria solo en segundo término. Quedé anonadada. Me invadió un dolor tan insoportable que traté de hacerle decir que no era la verdad. Que era una broma. Vitola contestó que no era un chiste. Insistí. Inútil. Vitola aseguraba que me hablaba en serio. Entonces la tormenta estalló. Le dije que todo eso era horrible. Que no podía soportar que se llamara Antonia después de haber creído que se llamaba Victoria, como yo. Le supliqué, con lágrimas en los ojos, que me dijera que su verdadero nombre era Victoria. No parecía comprender que era una cosa muy grave para mí. No veía que yo estaba de veras desesperada. Sonreía cruelmente —me pareció—, y sacudía la cabeza. Me anonadaba su insensibilidad. Yo no comprendía que ella no comprendiera.

A la mesa (yo comía con las tías abuelas) me sentaban entre Vitola y Madrina. A menudo ponía una mano sobre el hombro de Vitola y otra sobre el hombro de Madrina. Vitola solía preguntar riendo: «¿Es cariño o comodidad?». Yo, invariablemente, contestaba: «Comodidad». No era cierto.

Una tarde, en el jardín de Villa Ocampo, había mordido y chupado unas frutitas raras, que no se comían en la mesa y tenían mal gusto. Las arranqué de un arbolito con espinas que estaba al lado del portón. Le pregunté a don Francisco, el que mandaba en ese jardín, cómo se llamaban. No me lo dijo, pero me advirtió que era veneno. A medida que se acercaba la noche, la voz del jardinero crecía dentro de mí: «VENENO, VENENO, VENENO». No podía pensar en otra cosa. Iba a morir envenenada. Iba a morir esa misma noche. Cuando estuve en la cama y le dije «Hasta mañana» a Vitola, llegó una ola tremenda de terror. Le había dado un beso a Vitola por última vez. Más valía que ella no lo supiera. Si yo se lo decía, sería peor. Era necesario callarse. Daba vueltas en la cama. No encontraba postura adecuada para esperar la muerte. ¿Cuándo empezaría a sentirla? ¿Cuánto tiempo haría falta esperarla? ¿Por qué lado del cuerpo empezaría? Vitola, en el otro cuarto, acabó por oír que yo no me quedaba quieta, como de costumbre, y vino a ver qué pasaba. Mi camisón estaba empapado en sudor. Esto la sorprendió. Preguntó si me dolía algo. Contesté que tenía ganas de hacer pipí. Su presencia me aliviaba, pero estaba resuelta a no decirle nada. Me puso otro camisón. Me dijo que era hora de dormir, que ya estaba amaneciendo. ¿Amanecía? ¿Habría luz? Pero entonces es que no voy a morirme —pensé—. De día nadie se muere. Cuando Vitola se fue, ya había luz entre las persianas. ¡El día! Abrazada a mi almohada, y rendida, me dormí.

[…]

Tenemos muchos juguetes. Pero mi tía abuela Rosa es la guardiana de los juguetes. Dice que los estropeamos rápidamente, y ha hecho hacer un armario con puertas de vidrio donde los guarda bajo llave (no todos, pero los más lindos). Allí está un muñeco rubio, con traje de terciopelo verde y cordones dorados, que es maravilloso, y muy grande. No es mujer, es varón, de pantalones. Los 25 de mayo y los 9 de julio, y algún otro día importante del año, se abre el armario. El muñeco tiene también que ver pasar a los soldados. He conseguido que me lo dejen llevar a pasear en coche, a veces. Entonces le grito: «¡Respirá, respirá! Que pronto Rosa te pondrá en la cárcel». Espero que al oír estas cosas, o saber que las digo, Rosa se enoje.

[…]

Abraham, que cuidaba la quinta de verduras, tenía barba como papá Manuel, y un chico de mi edad, muy llorón. Lloraba si le escondíamos el gorro que siempre llevaba puesto. «Dame la gora, dame la gora», gritaba, lloriqueando. Nos pusieron en penitencia porque nos pescaron escondiéndole la gora. «No van a jugar más con ese chico si lo hacen llorar. Ya saben.» No entiendo por qué me daban ganas de hacer llorar a los chicos llorones.

Pero a mi primo Martincito tenía ganas de pegarle, todos los días. Les hablaba a las mujeres (a mí) con aire de despreciarlas. Si lloraban los varones, las niñeras les decían: «Te vamos a poner polleras». Entonces se figuraba que eran mejor —por usar pantalones— que las que usábamos polleras.

Nos anuncian, a Angeliquita y a mí, la llegada de una institutriz que sabe muchas cosas, es severa y no permitirá que yo haraganee, como lo he estado haciendo hasta ahora. Dicen que ya tengo edad de no hacer todo lo que me da la gana. O será que todavía no tengo edad de hacerlo, pregunto. Mademoiselle nos dará lecciones de francés todas las mañanas, de nueve a once. Se quedará a almorzar. A la una de la tarde nos llevará a Palermo, donde jugaremos y estudiaremos las lecciones para el día siguiente sentadas en un banco. La esclavitud. La esclavitud se llama Alexandrine Bonnemason. Es francesa, naturalmente. Una parienta nuestra se la recomendó a Vitola. Dijo: «Es un pozo de ciencia». Esta recomendación no me entusiasma. No tengo intención de convertirme en un pozo de ciencia. Ni quiero que quieran convertirme en eso.

El día de la primera lección traté de hacer el jueguito acostumbrado: «Espéreme un minuto. Vuelvo enseguida». Pero no me dejaron salir del cuarto. Vitola le ha dicho a Mademoiselle que no tolere comedias, que me haga estudiar en serio, sin contemplaciones.

¡Vitola! Quiere que yo aprenda muchas cosas. Me vigila. Cuando Mademoiselle no puede menos que darme dos minutos para ir al cuarto de baño (donde me encierro para ver volar las moscas, o para oler los jabones), me ataja: «¿Qué es este perdedero de tiempo?», pregunta. Sabe de sobra que yo voy al baño para escaparme. Entonces me echo en sus brazos, la beso: «¡Vitola, Vitola!», suplico. Nada. No cede.

Las lecciones de Mademoiselle y Mademoiselle ocupan inmediatamente un lugar importante en mi vida y en la de mi hermana.

Mademoiselle empieza por ponerme en penitencia porque «contesto». ¿Cómo se puede no contestar? Pues ella pretende que no se le conteste, salvo cuando ella pregunta algo sobre las lecciones.

Hace y nos hace hacer la señal de la cruz y decir un padrenuestro y un avemaría antes de empezar la clase. Repite, a propósito de cualquier cosa, como una amenaza: «C’est la dernière fois que je vous le répète».

Está resuelta, sin duda, a meternos en la cabeza todo lo que ella tiene en la suya. Comienza por el comienzo: «Quand la Terre était une nébuleuse…». ¿Qué será una nebulosa? No lo explica con claridad, o yo no entiendo su explicación. Pero comprendo que esto pasaba hace miles y miles de años. Me pregunto, impaciente, cuánto tiempo pondrá Mademoiselle en explicarme la desnebulización de la Tierra. ¿Siglos? Pobre de mí.

Suele interrogarnos sobre algo ya explicado, y si contesto: «No sé», me da una penitencia y dice: «Il fallait savoir».

Mademoiselle nos lleva a casa de una alumna suya, medio parienta nuestra. Se llama Eloisita y se parece por lo juiciosa a la Gertrude de Diloy le chemineau. Vive en la calle Artes, tiene una muñeca enorme, con un collar de ámbar (la muñeca más grande que hemos visto). No tiene mamá, cosa que me parece terrible. Pero vive con una tía muy buena. Eloisita dice que Mademoiselle es severísima para las lecciones. Ya lo sabemos.

Eloisita hace gimnasia y me enseña a hacerla. Parece de goma, y yo también quiero hacer las mismas pruebas.

A la tía de Eloisita le debemos la presencia de Mademoiselle en casa. Ella se la recomendó a Vitola. Buena ocurrencia. Mademoiselle nos dice que tenemos que portarnos muy bien cuando vamos de visita a la calle Artes, porque el tío de Eloisita está à cheval sur l’étiquette. El tío es un gordinflón que nos parece ridículo, y más por estar à cheval sur l’étiquette.

Todas las tardes después del almuerzo, llega un cupé que alquilan especialmente para llevarnos a Palermo. El cochero se llama Eustaquio, pero Mademoiselle lo llama Eustache de Saint Pierre. El Eustaquio francés era de Calais y parece que se portó muy bien en una ocasión. El nuestro no se porta mal, hace lo que yo le pido: cerca de la Recoleta la calle está llena de pozos. Yo le grito a Eustaquio, cuando llegamos a ese lugar: «Por los barquinazos, Eustaquio, por los barquinazos».

El cupé salta y nosotras brincamos en los asientos, encantadas.

Cuando en las esquinas pasamos delante de un vigilante le suelo gritar: «Vigilante, barriga picante», y alguna vez le muestro mi muñeca desnuda por la ventanilla del cupé, para ver si se enoja. Pero no hace caso. Mi prima Paloma me había contado que las monjas de su colegio le han recomendado que tape los espejos del cuarto de baño cuando se bañe. ¿Será porque es pecado desnudarse? Nunca se me habría ocurrido.

Un agneau se désaltérait dans le courant d’une onde pure…

Aprendemos fábulas de La Fontaine. No me aburren, como la aritmética. He resuelto no aprender aritmética. Cuando tenemos que hacer una de las cuatro opérations fondamentales, yo copio lo que ha puesto Angeliquita en su cuaderno cuadriculado cambiando al azar algún número para que no descubran la maniobra. Pero Mademoiselle no se deja engañar y nos da deberes distintos.

Mademoiselle dice versos de memoria. Racine y Corneille. Se saca entonces los anteojos y se refriega los ojos antes de empezar. La escucharía horas. Le Songe ­d’Athalie y Le Récit de Théramène me gustan especialmente. Sobre todo algunos versos. Le Récit de Théramène me gusta más a partir de «Un effroyable cri sorti du fond des flots». Y en Le Songe d’Athalie me gusta aquello de «son ombre vermonlie» y lo que sigue. Vermonlie1 ha de ser un color muy extraño, pienso. El color de los espectros, de las ánimas en pena. Además, el comienzo de esa tirade, como dice Mademoiselle, ya da un miedo espantoso y delicioso:

C’était pendant l’horreur d’une profonde nuit…

Yo que tanto miedo tengo de noche comprendo lo que es «l’horreur d’une profonde nuit».

A veces pensaba: «Si pudiera volver la cabeza ligerito, ligerito y mirar detrás de mí vería: NADA. Tal vez llegara a descubrir que no hay nada. Nada». La palabra me fascinaba. Me preguntaba: «¿Y si todo lo que está pasando delante de mis ojos no pasara sino delante de mis ojos, nunca detrás?». Esta idea me deprimía y me atraía. Cuando cavilaba sobre eso me encontraba como prisionera de un mundo sin salida. Un mundo que no tenía relación con el mundo de mis horas de comida (tan apreciadas), de juegos, de clase, de paseos. Un mundo distante del mundo en que guardaba cuidadosamente la caja de jabones llena de piedritas, o en el que daba una vuelta en coche con mi muñeco vestido de terciopelo verde. Un mundo sin cosas, sin gente y, sin embargo, tan espantosamente fuerte dentro de mí. Era como si me encarcelara un sueño más cierto que la vida de todos los días. Y era también como un precipicio donde me hubiera tirado por miedo de caer en él. Trataba entonces de salir de esa telaraña tremenda para la que yo era una mosca. Pensaba con todas mis fuerzas: «Lo único cierto es que voy a comer a las siete; que voy a jugar; que dentro de tres meses llega el día de mi santo; que antes llega Carnaval y me vestiré de diablo. ¿Para qué pensar en cosas que no tienen pies ni cabeza? Me cansa. Y todo eso no existe. Yo lo imagino. La prueba es que nadie, nadie habla nunca de cosas semejantes. Nadie piensa en eso sino yo». Pero nunca y nadie sonaban a nada. Me sacudía yo como un perro que sale del agua para sacarme de encima el agua de la nada.

Yo quería mucho a todos los sirvientes: Micaela, Catalina, Carmelo, François, Juan Montero, etcétera.

Juan Montero era el primer mucamo (maître d’hôtel). Tenía voz baja y bigotes grandes. Tosía siempre con tos de resfriado, pero no estaba resfriado. Era una especie de eminencia gris. Como todos los sirvientes, hacía años que estaba en casa de las tías abuelas. El día de San Juan invitaba a toda la familia y le servía un chocolate de su especialidad, con unas maravillosas tostadas con manteca y azúcar que nadie hacía como él. Cuando entraba en la sala en dos viajes con grandes bandejas de plata, las tazas llenas de espuma y las tostadas en pila sobre grandes platos, era un momento solemne (para Juan y para mí). Depositaba las bandejas en la mesa y, antes de pasar las tazas, sacaba de su bolsillo un blanquísimo pañuelo empapado en agua de colonia y lo desplegaba antes de sonarse las narices. Hacía como si se sonara, porque no se sonaba de veras. Lucía el pañuelo. Mis tías abuelas se miraban de reojo, y cuando salía para buscar algo, comentaban: «¡Qué tilingo! Es ridículo que saque así el pañuelo que apesta a colonia. Habrá que decírselo». Me inquietaba esa amenaza, porque creía que Juan se ofendería. Pero supongo que nunca se cumplió o que Juan no le hizo caso, pues siguió desplegando un pañuelo perfumado y gigantesco.

Micaela Loperena era la mucama de Vitola y mi favorita. Vasca y como de la familia. Ella me lavaba la cabeza. «¡Andá! Que te lave la cabeza Micaela», y allí iba yo. Era religiosísima, limpia, y leía perfectamente bien en alta voz. Se casó con Chacho (sobrenombre que vino de muchacho), cochero de papá. Chacho era importante en San Isidro, cuando llegaba en el pescante del break y pedíamos que nos dejaran sentar al lado de él y que nos prestara el látigo.

Carmelo era el segundo mucamo de las tías (a las órdenes de Juan). Petiso y alegre, jugaba todo cuanto ganaba y le regalaban a las carreras, decían. Catalina era mucama de mamá, persona importante en la casa. También vasca (Catalina Iparraguirre) y muy porfiada. Su preferida era mi hermana Pancha, que había nacido cuando ella «entró en la casa». Le aconsejaba a Santos (otra mucama de Madrina) que comprara un pedacito de tierra en un buen cementerio, porque valía la pena hacer el gasto: «Eso es para toda la vida», agregaba.

Había otros sirvientes, pero quedaban más en la penumbra. Excepto Mary. Mary era irlandesa y había sido mucama de Madrina. La conocí siempre jubilada y viviendo en casa de las tías abuelas, con toda clase de privilegios. Le llevaban la comida a su cuarto porque sufría de reumatismo. Mary era misteriosa. Hablaba mal el español, a pesar de que entró a la casa a los diecisiete años y allí se quedó para el resto de la vida.

A todo le agregaba: but. «But ya le dije que su Madrina la llamaba». «But ¿por qué desobedece?» «But when yo le digo que…» Madrina hablaba siempre de «la pobre Mary»2. Yo no le veía nada de pobre y mucho de prepotente.

Otro irlandés, Gathny, iba todos los veranos a Villa Ocampo con su hijo de mi misma edad. Era butler. Alto y serio. Al comienzo de la temporada desaparecía dos días. Madrina decía: «Hay que dejarlo al pobre. Es su debilidad, pero después se porta muy bien». Los sirvientes no hablaban de debilidad sino de tranca. «Duerme la mona», comentaban. Yo le preguntaba a Franky, el chico: «¿Y tu papá?». «Está durmiendo».

Pero cuando empezaba a servir la mesa Gathny era un maître d’hôtel modelo. Imponía su disciplina a la familia. Si se quedaban conversando de sobremesa más de lo debido, abría la puerta del hall y anunciaba, lacónico: Café hall. Querría, sin duda, dejar todo en orden antes de retirarse a descansar. Madrina decía: «Este Gathny», como decía: «¡Pobre Mary!». Siempre los disculpaba y protegía. Había que aguantar sus manías como las de Juan Montero.

Al poco tiempo de ponernos en manos de Alexandrine Bonnemason, nos dijeron que íbamos a estudiar inglés. Nuestra maestra se llama Miss Kate Ellis. También estudiaríamos solfeo con un antiguo profesor de violín de mamá. Mamá estudió el violín. Nuestro profesor de solfeo se llamaba Frigola. Este hombre nos pareció viejísimo y me dio asco cuando supe que le gustaba lo que más detesto: las natas. Esa telita que se forma sobre la leche hervida era mi pesadilla. A él le llevaban una taza de leche donde flotaban. Arrodillada sobre una silla y casi acostada sobre la mesa, miraba a Frigola saborear sus natas. Colgaban de sus bigotes cuando terminaba de beber. Me fascinaba el asco que me daba. Nos hablaba de redondas, blancas, corcheas, semicorcheas, fusas, semifusas, de manera aburrida.

Siempre tenía malas notas en solfeo. Frigola las escribía en una libreta de hule negro. Un día me dijo que se las mostraría a papá, en vista de lo cual tiré la libreta arriba de un ropero (delante de él). Frigola se quejó de mi comportamiento a Miss Ellis. Esta le advirtió que no se podía esperar mucho apoyo de las tías; que las tías interceptaban los mensajes a las autoridades de la calle Viamonte 482 si acusaban de algo a su sobrina predilecta.

Por otro lado, yo le hacía gracia a Frigola y me aprovechaba de esa situación. No podía soportar ni que me diera la mano (por las natas). Un día, yo estaba comiendo una palmera de Blas Mango delante de él, y se me quedó un pedacito pegado en la mejilla. Con la punta de sus dedos cuadrados, Frigola la sacó. Me fui de una carrera al baño a jabonarme la cara.

Frigola me llamaba, nunca supe por qué, «la espartana». Siempre llegaba con su violín en una caja, y yo le pedía que tocara «la polca del gallo». Supongo que él la habría inventado, pues nunca he oído hablar de ella después.

Miss Ellis tenía rico olor, ropa limpia y blusas almidonadas. Aprendí rápidamente el inglés, pero no podría decir cómo. De oído. Aprendí a leerlo. Miss Ellis andaba siempre cargada de revistas llenas de figuras, y solía traernos bombones de chocolate. No nos daba miedo, como Mademoiselle. Las Nursery Rhymes eran divertidas, y también los cuentos de Miss Ellis. Hablaba continuamente de Queen Victoria y de la familia real. Nos mostraba fotografías de esa familia en las revistas. El Transvaal y los bóeres la preocupaban. Los ingleses no los querían, ni ellos a los ingleses. Me empezaron a gustar los bóeres. Miss Ellis hablaba de Mafeking. Nos contaba cómo era Navidad con nieve, en Inglaterra; y el convento donde se educó, St. Leonards. A veces íbamos con ella a las tiendas inglesas de la calle Cangallo. En las tiendas hablaba de la guerra bóer, en inglés. Yo oía: «It’s a shame».

No tenía buenas notas en mis lecciones de inglés y, a pesar de ser muy buena, Miss Ellis se quejó de mí a mis padres. Los fue a ver (pues nosotras recibíamos la lección de inglés a las cuatro, en casa de las tías). Les dijo que no me contentaba con no estudiar, que distraía a mi hermana de su trabajo haciendo toda clase de morisquetas. Que mi hermana, más seria que yo aunque menor, era mi víctima. Que la que hacía y deshacía era yo y por consiguiente era yo la que siempre tenía la culpa de todo. Recibí un buen reto de mi padre. Llena de indignación y de rabia (consideraba que mi hermana no era mi víctima, puesto que yo compartía o tra­taba de compartirlo todo con ella), no sabiendo cómo desquitarme, me puse a ­escribir. Escribí una protesta acusando a Miss Ellis de ser cobarde por «contarles» cosas a mis padres (ser cuentera era algo que yo no toleraba, ni en los grandes ni en los chicos); escribí que los ingleses eran cobardes porque querían aplastar a los pobres bóeres; escribí que deseaba una completa victoria de los bóeres en África; escribí que hacía votos por el aniquilamiento del Imperio británico. Finalmente, señalé lo que habían hecho con Juana de Arco, seguramente por algunas cuantas morisquetas que les desagradaban. Descubrí que escribir era un alivio3.

Mademoiselle detestaba a los ingleses y a Inglaterra: se le veía por encima de la ropa. Llamaba a Inglaterra «la pérfida Albión». Claro que si se había conducido con Francia como Miss Ellis conmigo, lo comprendía. Miss Ellis decía que la marina de guerra francesa estaba adonnée à l’opium. ¿Qué sería el opio?

Mademoiselle no era cuentera. Ella misma daba y hacía cumplir, sin piedad, las penitencias. Y a mí me tocaba la mayor parte. Contra esto no me indignaba como me indigné contra lo otro. Y eso que era capaz de tenerme ocupada en cumplir con las penitencias el tiempo en que tenía derecho a jugar. «Vous allez me conjuguer le verbe désobéir»; «Vous allez me conjuguer le verbe répondre»; «Vous allez me conjuguer le verbe grogner.»

—lmpossible.

—lmpossible n’est pas français.

Si no era francés, tampoco era argentino. ¡Miren qué pretensión!

A veces Mademoiselle me ponía de pie, con los brazos en cruz y un libro en cada mano. O nos amenazaba con lo que llamaba le bonnet d’âne, que confeccionaba con un diario viejo. Vi ese bonete sobre la cabeza de dos de mis hermanas. Me salvé de él porque los brazos en cruz era más penoso; ellas eran demasiado chicas para ese castigo.

El bonnet d’âne, fuera de ser humillante, no molestaba. Pero los brazos en cruz, al cabo de dos minutos, eran un suplicio.

—Vous me faites devenir chèvre… —decía Mademoiselle.

¿Por qué cabra? ¡Ese animalito tan lindo! «Vous me faites devenir tigre» me hubiera parecido más justo.

Yo le temía al tigre que dormía siempre con un ojo abierto en Mademoiselle, aunque ella lo llamara cabra. La he visto romper las tapas duras de las Fábulas de La Fontaine al oír: «Je ne sais pas».

—Vous serez punie.

Torció el libro con tal fuerza rabiosa que partió la tapa dura en dos pedazos. Y eso que era avara hasta con lo ajeno. Romper un libro significaba estropear algo que costaba dinero. El santo dinero. Sin furia, jamás lo hubiera hecho.

Miss Ellis, que no conseguía domar el potro en mí, era muy distinta. Nunca la vi rabiosa. Fuera del día aquel en que habló con mi padre, no volvió a quejarse, aunque le sobraban motivos. Nos llevábamos bien. Mejor que nadie comprendía lo que era Navidad. Nos contaba cantidad de cuentos, nos mostraba figuras de un país en que me daban unas ganas locas de vivir —por lo que ella describía—. Por su sola presencia, sus blusas almidonadas y limpitas, su olor a alhucema, su letra grande y clara, sus crackers, su butterscotch, sus revistas, su umbrella, Inglaterra entraba en el cuarto de estudio con ella.

Pronto me olvidé de que les había ido con quejas a mis padres para tratar de conseguir de mí lo que nunca consiguió: atención a cuanto no me divertía o interesaba.

Mademoiselle vivía en otro mundo, sin fantasía. Con ella la gramática era gramática, la aritmética aritmética, y no había tu tía (o tus tías, en mi caso). Nunca nos contaba, como Miss Ellis, ni cómo era su país ni en qué lugar de Francia había nacido; no nos hablaba, como Miss Ellis, del colegio donde iba de chica; en Navidad no nos traía plum pudding, ni chocolates (que le regalaba otra alumna amiga, Copeta Roca, mucho mayor que nosotras).

Saber las lecciones era obligación con Mademoiselle… De lo contrario llovían las penitencias. Nos leía un libro aburridísimo, La Morale pratique, y otro que tampoco me gustaba demasiado, Morceaux choisis. La mayoría de esos morceaux los había elegido alguien que no tenía mis gustos. En cambio, siempre oía con placer los versos que nos solía recitar de memoria: Racine, Corneille. Aprendía sin pereza las fábulas de La Fontaine. Mademoiselle nunca olía a ropa limpia, como Miss Ellis. Usaba, colgado de un prendedor, un reloj con tapa de oro e iniciales entrelazadas (las dos primeras del alfabeto). El ruido seco de la tapa, al cerrarse, era inexorable como la lentitud de las horas de clase. La llamábamos Couco (Cuco).

A pesar de todo la quería, de cierta manera; y a Miss Ellis de otra. Cuando mis relaciones con ella andaban bien, firmaba Victorita de Couco. Cuando andaban mal, la detestaba.

Fuera de las horas de clase, el mundo de la lectura resplandecía como un árbol de Navidad. Los libros de la Bibliothèque Rose se amontonaban en mi cuarto.

Un verano, Mademoiselle consintió que leyéramos en voz alta, durante la clase, Un capitaine de quinze ans, de Julio Verne. La espera de ese momento hizo soportable el resto y cambió el color de aquellas horas monótonas y a veces penosas.

[…]

Mamá resolvió que íbamos a aprender música en serio. El piano. Y nada de Frigola, ya que no le hacíamos caso. El único resultado de las lecciones de solfeo era hacerle tocar a Frigola «la polca del gallo» en el violín de mamá.

Esto no podía continuar. Yo le rogué que me dejase estudiar el violín como ella.

Mi razón oculta era que para el violín hay una sola línea de notas en el pentagrama, y para el piano dos. Por consiguiente, el violín tenía que ser más fácil que el piano. Mamá me dijo que no. Que estudiaría el piano. Que el violín era un instrumento muy difícil y que lo sabía por experiencia. Tanto insistí que me dejó tomar tres o cuatro lecciones. Me convencí enseguida de que yo no tenía razón.

Mamá nos llevó a casa de una señora que, como Frigola, había sido maestra de ella. Nos recibió con abrazos. Llevaba una esclavina de piel que parecía de carnero, pero de carnero sucio, por el color beige. Y un prendedor del que colgaban breloques y entre ellas una manito de coral. Cuando se agachaba se oía el ruidito de ese cencerro especial. Se llamaba Berta Krauss. Era maciza como los toros de La Rabona. Mamá la llamaba Berta, y me asombró tanta familiaridad con semejante monumento de la ciencia musical.

Mamá me dijo que Miss Krauss era dinamarquesa. No sé si trató de impresionarme con su nacionalidad. Verdad que por primera vez entraba yo en relación con una maestra nacida en un país tan lejano del nuestro. Berta Krauss nos miró las manos y las uñas. Las manos no eran grandes, pero había que conformarse. No se les podía obligar a crecer de golpe. En cambio, las uñas estaban demasiado largas, y convenía cortarlas lo más cortas posible. Esto me disgustó. Yo no me dejaba cortar las uñas así no más. Alguna vez tuvo que intervenir la autoridad suprema de la casa. Las uñas me pertenecían y no veía con qué derecho iban a imponerme un largo de uñas dinamarqués.

Berta Krauss vino a casa a los pocos días. Siempre con la esclavina de piel de carnero (o de algo que merecía serlo). No se la quitaba excepto en verano.

En invierno, se envolvía las caderas y el posterior, cuando se sentaba para dar la lección, en una manta liviana que llamaba «culero». Estas originalidades no me habrían molestado si no las hubiera acompañado otra clase de fantasías. Por ejemplo, la manía de enseñarnos a mirar lo menos posible el teclado, al tocar. Además, había inventado, para llegar a sus fines, un aparato que consistía en dos como muletas de madera, que se aseguraban en cada extremo del teclado. Tirante sobre esas maderas, un paño verde impedía totalmente ver por dónde andaban las manos ciegas.

Esto era un tormento.

Las escalas empezaban a las siete de la mañana, los lunes y los jueves. Una hora de lección para cada una. Nos turnábamos para la de las siete, que en los meses de invierno resultaba odiosa. Tempranito despertaban a la que le tocaba la primera lección (no se admitía en mi familia que una niña hiciera esperar un minuto a su ­maestra), la sacaban de la cama tibia, medio dormida la metían en la bañadera (agua caliente por suerte) y de ahí salía para el suplicio. Miss Krauss era más severa y brusca que Mademoiselle.

Llegó hasta a hacerme caer del taburete giratorio de un empujón. Alguna vez me pellizcó. Como era porque no había estudiado debidamente, esa infame conducta me pareció, más o menos, justificada. Nunca se me ocurría rebelarme contra un justo castigo, aunque lo encontrara brutal. Yo le tenía francamente miedo a Berta Krauss, y de miedo a su violencia aprendí a adular. Comprendí que era sensible a la adulación, por dinamarquesa que fuera. Pero si yo no había estudiado lo que ella mandaba, como ella mandaba, la adulación solo servía a medias.

Nos desayunábamos con ella, en el turno de las siete. El pan más doradito era para ella y para ella toda la manteca, si la quería. Ese día, a esa hora, yo no tenía mi hambre habitual, a menos que supiera admirablemente lo que me había ordenado que estudiara.

Cuando estábamos en Villa Ocampo, llegaba Miss Krauss en un break o en una victoria de la estación de San Isidro. La traía un cochero que se llamaba Antonio. Yo la ayudaba a bajar del coche, con una amabilidad desesperada que ya estaba pidiendo perdón. La primera cosa que hacía, al pasar la puerta de la calle, era encerrarse en el cuarto de baño, a la izquierda de la escalera de mármol. Dejaba sobre un escalón su cartera, su sombrilla, algún libro, que yo recogía respetuosamente para evitarle a ella ese trabajo. La esperaba al pie de la escalera como un monaguillo dispuesto a ayudar a decir misa. Cuando tiraba de la cadena, sabía yo que aparecería rozagante, triunfante, lista para devorar el desayuno (tenía siempre buen apetito). Entonces subíamos la escalera en procesión, rumbo al altar: el piano.

Pronto nos habló de la existencia de un compositor alemán, Kuhlau (ella pronunciaba Kulo). Él y Grieg eran sus predilectos. El nombre de Kuhlau (que nos convulsionaba de risa) quedó ligado al de Miss Krauss, por los siglos de los siglos (aunque Czerny y Diabelli fueron el pan nuestro de cada día, en compañía de las escalas. ¡Ay! ¡Esas escalas cromáticas en que los dedos parecían que iban pisándose los pies!).

Descubrimos, al frecuentar su casa (organizaba concursos entre sus alumnas cada tanto) que Berta Krauss fumaba. Esto nos asombró. Nunca habíamos visto fumar a una mujer, aunque Madrina, que había viajado por muchos países (Rusia, Estados Unidos, Egipto), alguna vez dijo que en no sé qué lugar las mujeres fumaban cigarros. Este fue un descubrimiento del que las chicas, alumnas de Miss Krauss, hablábamos, cuchicheando. «¿Sabés que fuma?» En la casa de Miss Krauss, con sus tres patios, se paseaba un perro enorme llamado Troll. No se parecía nada a Palomo, el perro de Mademoiselle. Como tampoco se parecían las casas en que vivían. La de Miss Krauss estaba casi en la barranca de Carlos Pellegrini. La de Mademoiselle, mucho más chica y lejos, en una calle de baldíos, Coronel Díaz.

Mademoiselle trajo, cuando veraneábamos en San Isidro, un nuevo libro para lectura en alta voz, en clase. Este nuevo libro era viejísimo, con las páginas cubiertas de manchas de humedad. Dos volúmenes que le habían regalado, premio por su buena conducta, en épocas lejanas —suponíamos—: Les Aventures de Télémaque. El libro no prometía mucho en cuanto al aspecto. No tenía figuras, y se parecía a otros ­libros aburridos. Pero cuando empecé a familiarizarme con el mundo desconocido de diosas y ninfas que allí circulaban me empezó a gustar, y hasta a entusiasmar. Todas eran lindas, y Télémaque me pareció encantador tal como lo imaginé. Por razones de edad tenía que ser más seductor que ese Ulysses de cuya partida no se consolaba Calypso. Y Eucharys me gustó más que Calypso.

Después de la lectura, cada día, Mademoiselle tomaba los dos volúmenes y, en vez de guardarlos en el cajón de los demás libros, levantaba la cortina de hierro de la chimenea (que no se encendía en verano) y allí escondía el olímpico mundo en que yo ya soñaba vivir. El escondrijo me pareció vergonzoso, al principio. Pero poco a poco me acostumbré a la rareza de aquella ocurrencia, y la aprobé. Con el correr del tiempo, me habría parecido chocante que Mademoiselle hubiese guardado esos libros en otro lugar.

Ese lugar participaba del particular encanto de Télémaque. Mademoiselle nos leía ella misma el libro y había prohibido que lo sacáramos de la chimenea en su ausencia. Nada más fácil que levantar la cortina de hierro y apoderarnos de aquellos dos tomos (la lectura avanzaba lentamente). Pero ni se me ocurrió, a pesar de que no había obstáculo material alguno. El obstáculo existía, pero de otra índole. Dimanaba del libro mismo, de sus páginas manchadas de humedad, maravillosas e indefensas. ¿Cómo se podía proceder de manera poco noble con un libro lleno de nobleza? Cuando Calypso, la ninfa Eucharys, Télémaque y Néoptolème desaparecían en la chimenea, ahí convenía dejarlos hasta el día siguiente, aunque me devorara el deseo de continuar la lectura y de vivir en tan deslumbrante compañía.

Mademoiselle llegaba a Villa Ocampo en el tren de la una. Nunca, de mémoire d’homme, lo perdió, aunque los días de lluvia torrencial abrigábamos esa esperanza. Nunca se enfermaba, tampoco, a pesar de que alguna enfermedad leve pero prolongada le solían desear sus alumnas.

La esperábamos en el portón, y yo, corriendo, me subía al estribo del break gritándole al cochero que quería detener los caballos: «Siga, siga».

Los días grises, especialmente si les tocaba cortar el césped a los peones, todo olía a pereza y a flores mientras el ruido de afilar guadañas (yo pensaba: las afilan tanto para no cortar el pasto. ¡Los comprendo tan bien!) daba sueño. Yo tenía una vaga y casi defraudada esperanza de que nos permitieran ir al Bajo, en vez de encerrarnos en el cuarto de estudio. Todo en el jardín y en el cielo parecía «no hacer nada». El sol dormía detrás de nubes pesadas e inmóviles; los montones de pasto húmedo olían a trébol. Las hojas de los árboles no se movían. Los peones, sentados a la orilla de los caminos, tenían una lentitud perezosa para sacar del estuche de cuerno la piedra de afilar. La monotonía del cielo gris se apoderaba de todo, de los ruidos, de la medialuna repetida que dibujaban las guadañas al cortar el pasto; por las ventanas abiertas entraba en nuestro cuarto de estudio con una invencible modorra. Me entraba a mí por los ojos y la nariz. Apoyaba la cabeza en el brazo extendido sobre la mesa; la mesa cubierta de un hule que se me pegaba (¡Ah! ¡El olor a hule de las lecciones en verano!). Mademoiselle, insensible a la tentación de una siesta que invadía ese cuarto, me retaba: «Voulez-vous vous tenir comme il faut? Ne vous vautrez pas sur la table. Ce n’est pas là une façon d’écrire». Y agregaba, como hablándose a sí misma: «Elle est paresseuse comme une chenille. Elle baille comme une carpe à ­l’agonie». (Este hablar de mí como si se tratara de un objeto no me sacaba de mi remolonear. De mi perdedero de tiempo, hubiera dicho Vitola, que seguramente estaba en el hall, abanicándose.)

En efecto, yo era un bagre agonizante. Deseaba tirarme al jardín como un bagre ha de desear tirarse al agua si del agua lo sacan. Y destilaba pereza como un batallón de orugas. Los días nublados, en verano, eran para mí días especiales que los mayores anulaban por culpa de su genio maligno. Esos días, no se podía siquiera seguir la marcha del sol ausente. No se podía vigilar, desde la ventana, cómo avanzaba la sombra de la casa en el jardín, indicando la proximidad de las cuatro. A las cuatro, yo sabía que la sombra llegaba hasta la palmera y allí dibujaba, consoladoramente, la hora de la libertad: «Está el coche para la señorita mademoasel», anunciaba alguna mucama misericordiosa. Cuando era Miss Ellis, decían: «La señorita mademoasel Miselis».

Una o dos veces, por temporada, nos dejaban ir al Bajo a la hora de la lección de francés. Felicidad única. Corriendo, bajábamos por la barranca; corriendo llegábamos hasta la vía del tren (para cruzar, había que esperar a alguna persona mayor); corriendo me lanzaba por la avenida de álamos bordeada de zanjas con agua a flor de barro. Allí, en un sitio donde la zanja era más honda, pescábamos, con cañas de bambú verdes y gusanos que juntábamos en un tarrito. Bagres, tarariras, anguilas pasaban tal vez por ahí, pero mirarían con desconfianza nuestra carnada. No «picaban». El hecho es que solo Bernardo, el peón, aseguraba haber pescado anguilas. Nosotras teníamos que contentarnos con ver temblar el corcho sobre el agua barrosa. Rara vez se hundía y quedaba un bagre prendido del anzuelo. Pero esta escasez de pesca no disminuía nuestro entusiasmo. Y en cuanto a Bernardo, sabíamos que pescaba todos los días a la hora de la siesta. ¡Qué maravilloso destino! —pensábamos—. ¡Con razón pescaba hasta anguilas!

Detrás del invernáculo, en Villa Ocampo, un pedacito de jardín nos pertenecía. Ahí podíamos hurgar en la tierra, hamacarnos en una hamaca que colgaba al lado de un trapecio y de una escalera de cuerdas por donde yo me trepaba. Debajo, un colchón de arena esperaba las posibles caídas. Yo había llegado a hacer pruebas en el trapecio. Pruebas que exigían cierta fuerza y cierta destreza. Un día le quise enseñar a mi hermana Angélica una de ellas: la más fácil. La hice colgarse del trapecio en la postura de los pruebistas de circo cuando esperan que otro pruebista se lance de otro trapecio y se prenda de sus manos. Esto lo hacía yo sin dificultad. Le imprimí al trapecio un movimiento de balanceo, como lo hacía yo. Mi hermana perdió el equilibrio y se cayó de cabeza al suelo. Empezó a sangrarle la nariz. El espectáculo de esa cara ensangrentada me llenó de horror y de remordimientos. Me sentí criminal.

Yo no imaginaba los juegos, la clase, los paseos, el comer, el dormir, el reír, sin mi hermana. No imaginaba que ella pudiera no querer lo que yo quería, hacer otra cosa que la que se me ocurría hacer y hacerle hacer a ella, por consiguiente. Si yo decidía que fabricaríamos perfume con hojas de rosas, tenía que ayudarme a llenar de pétalos una cacerola con agua que yo ponía en el horno, segura de que había inventado un método excelente. Si otro día pensaba que podíamos teñir algún género, aplastando flores de colores vivos, tenía que ayudarme a coleccionar trapos para el experimento. Ella comía masitas que yo prefería, pues me parecía inconcebible que pudiera ­preferir otras. No la distinguía de mí misma, fuera de las ocasiones en que me adjudicaba el derecho de comer doble ración de masitas, y de llevar la voz cantante. Mis tías abuelas —a veces me daba cuenta de la diferencia— me mimaban más que a ella. Esto me molestaba mucho en cuanto lo notaba. Cuando me llamaban para hacerme un regalo, preguntaba inmediatamente: «¿Y Angélica?». No había secretos entre nosotras (¿y cómo los podría haber habido si ella era yo?). Nos entendíamos a medias palabras. Nos ponían los mismos vestidos, los mismos sombreros, los mismos zapatos. Los míos eran más grandes, pero eso era todo. Leíamos los mismos libros, a las mismas horas. Estudiábamos en la misma geografía, la misma gramática, a las mismas horas. Íbamos a todas partes juntas, yo adelante y ella atrás. Entrábamos en las mismas tiendas, yo adelante y ella atrás. Subíamos en los mismos coches (break o cupé), yo adelante y ella atrás. Trepábamos por las mismas escaleras, yo adelante y ella atrás.

Mi derecho de primogenitura, ese derecho tan comentado por la Histoire Sainte que estudiábamos, me parecía indiscutible y natural. Me hubiera parecido absurdo que pudiéramos vivir de otra manera que yo adelante y ella atrás. Ese orden venía de nuestro nacimiento. Yo exigía obediencia y ofrecía protección. Sin embargo, de noche, cuando atravesaba interminablemente en mi cama uno de esos inmensos desiertos de miedo en que me sentía perdida para siempre, era yo la que extendía el brazo hacia la cama vecina y despertaba a mi hermana: «¿Estás durmiendo?». Yo buscaba su mano. Y una vez que tenía entre la mía esa mano más chica, más débil que la mía (esa mano que tal vez habría apretado demasiado durante el día, por distracción o por violencia), la oscuridad enemiga se volvía menos amenazante.

Jugando a patinar en los patios de la calle Tucumán, se me ocurrió ponerme jabón en la suela de los zapatos; resbalé y caí sobre el brazo izquierdo. Sentí un dolor agudo, y no pude ya mover el brazo. Lo tenía que sostener con el otro. Esto sucedió después del almuerzo, a la hora de ir a Palermo. A pesar del dolor, salí como de costumbre, sin decirles nada a las tías. Cuando llegamos al bosque tenía el brazo hinchado y lo puse debajo de una canilla. El dolor aumentaba. Volvíamos a casa cuando a la altura de la Recoleta nos cruzamos con mamá. Hizo señas para que se detuviera nuestro coche. Se bajó del suyo. «¿Qué tiene esta chica?», preguntó. Me había visto la cara desencajada. Le dije: «Me caí patinando y no puedo mover el brazo ahora». Me llevó a su coche y fuimos a casa de un médico, Alejandro Castro, que tenía fama, en la familia (era pariente), de ser un gran médico. Entonces, además del dolor tuve miedo.

Quién sabe lo que me iban a hacer, y el hecho de que Alejandro Castro fuera un gran cirujano me alarmaba muchísimo más. Si se apelaba a tanta ciencia era por considerar el caso grave —pensé—. Peor que peor. El gran médico me miró y me tanteó el brazo sin que yo dijera ni mu. Le hizo una seña a mamá y se alejaron de mí. Hablaron. La cosa se ponía cada vez más seria para mí. ¿De qué hablaban? Volvieron, sonriendo, como dos cómplices. Él me dijo: «Vamos a colocar estos huesos en su lugar y no te va a doler más». Agregó que gritara si tenía ganas y si me dolía. Empezó a darle tirones al brazo. El dolor era horrible, pero el miedo era más fuerte que todo. Me mandaba callar. Si este médico se enteraba del dolor que yo sentía, me cortaría el brazo para curarme. Así hacían los médicos. Por fin acabó el martirio. Me entablilló y me vendó el brazo aquel hombre tan tranquilo y de mano segura. Le dijo a mamá: «Tenés una chica muy valiente». No era cierto. Yo no había gritado por cobardía. Mamá volvió a casa conmigo y dijo que me había portado de tal manera que ella misma estaba asombrada. Tenía dos huesos rotos, «radius et cubitus», y me los habían colocado en la posición que correspondía para que pudieran soldarse. Ese volver a colocar era sumamente doloroso, y yo no había chistado. De miedo —pensé—. De miedo me dejaría matar sin chistar…, por raro que parezca.

Pasé un mes con el brazo inutilizable y aprovechando la oportunidad para hacer lo que quería. Cobré de esa manera el hecho de no haber gritado. Esta fama de valentía me colocó en un escalón más alto. Me daba nuevos privilegios. «La pobrecita ni se quejó. ¡Y dicen que es regalona!» La pobrecita sabía perfectamente por qué no se había quejado.

En Martínez, en una casa rodeada de jardín a la que se llegaba por una calle de eucaliptos, vivían dos parientas nuestras —ya señoritas de baile y novios— de una belleza perfecta: María Florentina y Lita. Yo prefería a Lita y hubiese pasado horas enteras contemplándola.

Casi todas las tardes, en verano, salíamos a dar una vuelta en break, y yo aprovechaba para decirle a Chacho: «Pasemos por lo de Moreno». Desde luego, la mayoría de las veces el jardín estaba desierto. Pero el solo hecho de pasar por el camino de eucaliptos, de ver la casa rodeada de plantas, de imaginarla a Lita allí, como La Belle au bois dormant, me llenaba de emoción. Lita era una princesa encantada. A veces aparecía en carne y hueso, a lo lejos, en el jardín, y naturalmente ni se daba cuenta de que ojos ansiosos la buscaban. Un día, que nos vio, hizo parar el break y dijo: «Bajen, chicas. Entren». Llevaba un vestido beige. Pude mirar de cerca esa piel sin rastro de color en las mejillas, pero como iluminada por dentro; esos ojos desmesurados y llenos de sombra brillante; la blancura de la sonrisa; el pelo negro que pesaba en rodete apretado sobre la nuca. Lita era alta y de taille élancée, como diría Mademoiselle. Tenía una languidez muy suya en el andar, como si viviera agobiada por tanta belleza, aunque no daba la impresión de pensar en su belleza.

Para mí, era diferente de los demás mortales y solo comparable con las diosas de la mitología.

Su olor era delicioso, no el de la gente que usa perfume, sino el de los bebés limpitos que huelen a jabón, a talco. Yo la miraba con la mayor discreción posible, temerosa de importunarla y de aburrirla. ¿Cómo podía interesarle a ella una chica como yo? ¿Cómo hubiera podido tomarme en cuenta? Yo hubiese querido decirle: «No sabés lo linda que sos. Sos lo más lindo que he visto en el mundo». Pero ni qué pensarlo. Tampoco me atrevía a pedirle permiso para admirarla a mis anchas; a preguntarle si eso la fastidiaba. No me sentía con derecho a mirarla como tenía ganas. Me portaba como una chica bien educada, y no era de buena educación, ya me lo habían dicho, molestar a los mayores mirándolos descaradamente.

Ese día, María Florentina bajó a saludarnos. Un instante su belleza me distrajo de la de Lita. El cuello de su blusa de lingerie no tenía esas ballenitas que se usaban para que el género quedara tirante. Este detalle, que en otra mujer me hubiese chocado (pues me gustaba que los cuellos fueran impecables), en ella resultó lleno de gracia. El cuello de la blusa de María Florentina podía comportarse de cualquier manera, arrugarse como un acordeón: todo le quedaba bien a ella. Y si algunas mechas rubias estaban fuera de su lugar, en la nuca, el desorden agregaba un encanto más al encanto. Pero la presencia de Lita impidió que me ocupara mucho de su hermana a pesar de la blancura de aquella piel, del celeste de los celestiales ojos, y del color miel del pelo, que dejaba descubiertas las orejas, como dos caracoles de preciosa carne rosa pálido.

Lita se paseó por el jardín conmigo. Si Venus (estábamos en plena era mitológica) hubiese bajado del Olimpo y la Virgen María del cielo para complacerme, no habría sentido más emoción. Al pasar junto a un rosal, quiso cortar una rosa para mí. Veo su gesto, su cabeza inclinada y su pollera que se enganchó en unas espinas. Paralizada por el espectáculo, ni atiné a librarla del traicionero rosal. Con reverencia hubiese tocado el ruedo de esa pollera beige y me hubiese pinchado los dedos desenganchándola. Hubiese querido detener el sol, como Josué, inmovilizar el tiempo y que Lita se quedara siglos cortando una rosa, y yo siglos mirándola cortarla, en un jardín de Martínez.

Puse la rosa en mi libro de misa. Estas cosas no eran terrenales.

[…]

Otra tía, casada con otro hermano de mi padre, Mercedes P., tocaba el piano muy a menudo en casa. Y muy bien. Había estudiado en París. Tenía unas manos blancas, chicas, con dedos de punta cuadrada, ágiles y poderosos. La piel de los brazos era suave. La nariz respingada no se parecía a las cosas tristes que tocaba casi siempre. Su músico preferido me parecía desesperadamente apasionado, melancólico y violento. También a mí me gustaba, lo prefería. Mercedes trajo a San Isidro dos innovaciones: el tenis y Chopin. Aprendí a jugar tenis (hicieron una cancha espléndida) y caí de rodillas ante Chopin.

Durante todo aquel primer verano (primero en compañía de Mercedes) yo le pedía a esta tía música que tocara piano. No se hacía rogar. Tocaba mucho tiempo, aunque nunca lo bastante para satisfacerme. Sobre todo, nunca repetía suficientemente los estudios, las baladas de Chopin. Todo en esa música me llegaba al corazón. Me inundaba deliciosamente sin que llegara a hacer pie en ese mar. Ya no sabía dónde estaba la costa por la marea de esa agua sonora. No sabía adónde me llevaba. Hubiese deseado hacerle repetir y repetir ciertos compases. Siempre encontraba en aquellas piezas compases que parecían dirigirse especialmente a mí, a mí sola. Mi preferencia por esos compases era vehemente (como mi preferencia por ciertas caras) y me costaba no detener las manos blancas que corrían sobre el teclado, tan chicas y tan seguras. «Por favor, Mercedes, volvé a tocar ese pedacito de la balada, cuando de pronto se pone coja, ¿sabés?» Mercedes se reía y siempre hablábamos de la balada coja. Sentada sobre una silla, lo más cerca posible del piano, seguía el ir y venir de los dedos, hipnotizada por los sonidos. Hubiese llorado a veces, porque algunos compases de los impromptus, de las baladas, de los estudios, de las mazurcas, de los preludios, me chaviraient d’émotion. Me parecía que la música, esa, me oprimía el corazón hasta cambiarle la forma. O tal vez, al contrario, que lo ceñía hasta descubrirle su forma, en un doloroso placer. Hacía tiempo que había aprendido, a mis expensas, que mi corazón existía. Pero ignoraba que tuviera una forma. Creía que no tenía un dibujo exacto, particular, que cedía como la arcilla cuando se la modela, porque era como la arcilla. Y de pronto esa música le restauraba una forma que parecía haber sido, desde siempre, la suya. Esa música le revelaba su dinastía. Mi corazón había encontrado su familia y esa familia era real.

[…]

Una de las hermanas de mi madre murió y dejó cuatro varones y tres mujeres a cargo de mi abuela. Veraneaban en la quinta vecina, en San Isidro. Los partidos de croquet, con este nuevo contingente, tomaron más importancia. Inmediatamente empecé a admirar a mi primo C., siete años mayor que yo. Me trataba con el más completo desdén, más rotundo aún que el de Franky. Yo no existía para él. Sin embargo, corría a la par de los varones y hasta les ganaba en el croquet. Esto no parecía contar. C. no se daba por enterado. Me resigné a mi triste suerte. Estaba visto que yo no podía impresionar a los varones. Además, ¿cómo pretender que una persona de la edad de C. me tomara en cuenta? Vivía ya en un mundo al que yo no tenía todavía acceso. Cuando llegaba a sonreírse mirándome, o a darme la mano por algún motivo, mi corazón se derretía de agradecimiento y de esperanza. ¿Esperanza de qué? De atraer su atención, tarde o temprano. Pero enseguida se derrumbaba mi castillo de naipes. C. no se fijaba en mí para nada, y hubiese podido tragarme la tierra sin que él lo notara.

En invierno, veía a C. en casa de mi abuela, donde vivía con sus hermanos. La Calle Suipacha, como la llamábamos, era muy grande y magnífica para jugar a las escondidas. Pero C. no jugaba a las escondidas y ya no era un compañero de juegos para nosotros. La mirada dura de sus ojos celestes, el tono cortante e irónico que había adoptado, sus pantalones largos, todo hacía de él un ser absolutamente inaccesible y remoto. Lo contemplaba como si fuera la cima de un glaciar. O como un témpano que pasaba arrastrado por la corriente hacia otros parajes. Tenía una manera burlona de reír que me ponía carne de gallina. Si hubiese sospechado mi camote infantil, cómo se habría reído. No quería ni imaginarlo. En un cuartito donde guardaban los trastos, C. se consagraba a experimentos de química, decía. Manejaba instrumentos raros, pilas. Nos llamaba a veces, a nosotros, los más chicos, y nos ponía en fila, tomados de la mano, y hacía pasar por esa cadena de carne estremecida y obediente una corriente eléctrica que recogía con su propia mano. Me prestaba a este desagradable experimento para probarle que no tenía miedo, y también porque recibir una descarga eléctrica que había pasado por la mano de C. era un privilegio imprevisto, una concesión de aquel soberano. Cuando terminaba la experiencia y nos había deslumbrado con su saber, nos despachaba sin darnos las gracias y nos cerraba la puerta en las narices. Yo salía de ese cuarto de los trastos como si me atara a él, misteriosamente, un elástico que tiraba más y más a medida que me alejaba.

Mi insignificancia frente a C. me anonadaba, me anulaba. Y su indiferencia (eso era lo peor) me parecía a la vez insoportable y justificada, cruel y natural. Un día, al bajar con mi madre la escalera de la Calle Suipacha, una escalera larga y bastante empinada, tuve la impresión de que iba a tirarme y rodar abajo, por la alfombra roja, o que iba a volver corriendo al cuarto de los experimentos para gritarle a C. que yo era un ser humano, y que no se me podía tratar como a un trapo. «¿Qué te quedás haciendo, por qué bajás como si no pudieras moverte?», dijo mi madre. ¡Cómo se habría reído C. si le hubieran contado que su recuerdo se me atravesaba en la escalera! Que no llegaba a desenredarme de él. Pero estaba en mi mano ocultárselo. Y nunca, nunca lo sabría.

Mi prima Clarita, mucho mayor, prima de mi padre, en realidad, nos había regalado unos libros que leía cuando tenía la misma edad que nosotras. Libros de tapas rojas con letras doradas; cuentos de hadas. Noté que al comienzo de varios de esos cuentos habían querido tachar con tinta las palabras sin conseguirlo. Se ­podían leer todavía: «La reine devint grosse et mit au monde une princesse». Y en otro: «Il était une fois un roi et une reine dont l’union était parfaite; mais il manquait à leur bonheur un héritier. La reine qui croyait que le roi l’aimerait davantage si elle en avait un, ne manquait pas au printemps d’aller boire des eaux qui étaient excellentes». La marca de la pluma, en vez de borrar parecía subrayar aquellas frases y atraía la atención. ¿Por qué habrían tratado de borrarlas?

Antes del nacimiento de mi quinta hermana (la cuarta nació en París cuando mi prima Clarita me leía L’Auberge de l’ange gardien), me sorprendió una noche, al volver a casa de mis padres (había pasado como de costumbre el día en casa de mis tías), el aspecto de mamá. Me pareció completamente deformada. No era la de antes. Me llenó de inquietud, de aflicción, de rebeldía verla así, distinta. Como si me la robaran. La miré con rencor y con miedo. Miedo porque me parecía que corría un peligro. Rencor porque me hacía sufrir ese miedo. Estaba segura, ahora, que de esa manera empezaban los bebes: por esa deformación. Cuando nació en París mi cuarta hermana me dijeron que los niños venían justamente de París. Aquel día, y los anteriores, la historia de Torchonnet ocupaba mi horizonte. No podía pensar con fuerza sino en él. En sus desdichas. L’Auberge de l’ange gardien acaparaba mi atención. Pero, con el correr del tiempo, el misterio de los nacimientos me inspiró a la vez aprensión y curiosidad, un estado de angustia recurrente. «La reine devint grosse…» ¿Podía yo dudar, al mirar a mi madre, que a ella le estaba pasando lo mismo? ¿Y que nacería, no sabía yo cómo (aunque imaginaba que saldría por el ombligo), un bebe, y que me contarían que llegaba de París? Ese agujerito redondo y tapado, en medio del vientre, no podía servir para otra cosa, y me asustaba pensar en la rotura de la carne para que pasara por allí un bebe, por minúsculo que fuera. ¡Qué terrible! ¿Por qué no nacerían los niños de manera menos atroz? ¿Como los pollitos, por ejemplo? También algunas naranjas llevaban en el ombligo como un comienzo de naranjita.

Las madres eran como unas naranjas. Pero que se rompiera un ombligo me parecía algo monstruosamente cruel y me llenaba de espanto.

[…]

Un día, al abrocharme el calzón en el cuarto de baño vi que tenía una mancha roja. Y también la camisa. Era sangre. Me pregunté de dónde podía venir, porque no me había rascado ninguna picadura, ni lastimado las piernas (cosa que me pasaba con cierta frecuencia). Además, en invierno no andaba yo trepándome a los cercos y a los árboles, como en verano. Llamé a Micaela y le dije: «Mirá mi camisa. Estoy sangrando. No tengo nada en las piernas ni en los muslos. ¿Qué es esto?». Ella me dijo que esperara un poco y fue a buscar a mamá. Mamá me dijo que esa sangre no era nada de particular. Esa declaración me produjo desagrado, pues mi madre trataba de restarle importancia a algo bastante inquietante. Agregó que mi prima M. tenía eso también, así como todas las chicas que llegaban a la edad de empezar a ser señoritas. Eso, todos los meses. Que no había que bañarse en agua fría mientras durara, ni jugar con agua fría, ni mojarse los pies. Que había que usar agua templada y que no se hablaba de esas cosas delante de los señores. Delante de las mujeres, sí. Que tampoco tenía yo que hablarles de eso a mis hermanas menores, por el momento.

Todo aquello me pareció insólito, desagradable en grado extremo, y por aña­didura humillante. ¿Por qué había que callar eso? ¿Era acaso una vergü̈enza? ¿Vergü̈enza por qué? ¿Para quién? Además, ¡qué condenación! Todos los meses. Me sentí, de pronto, como aprisionada por una fatalidad que rechazaba con todas mis fuerzas. ¡Huir! Pero ¿cómo huir de mi propio cuerpo? Algo inexplicable me estaba pasando, ajeno a mi voluntad. Y para colmo, era necesario ocultarlo, como se ocultan las faltas graves, dignas de castigo. ¿Por qué? Cuando llamé a Micaela, no le atribuía a la cosa más importancia que si me sangrara la nariz. ¿Por qué se ocultaba eso? Sufría terriblemente porque me obligaban a sentir como vergü̈enza por algo de que yo no tenía la culpa y que nada tenía que ver con mi voluntad. Pasaba del abatimiento a la más furiosa rebelión. Acurrucada sobre mí misma, como para ofrecer el menor blanco posible, me sentía presa. Presa de mi cuerpo. De mi cuerpo que odiaba, porque me estaba traicionando al conducirse de modo imprevisto. Porque algo en él merecía una vergü̈enza que yo no merecía ni aceptaba. Y que se repetiría cada mes. No podía deshacerme de mi cuerpo ni conformarme con una fatalidad que me sometía a sonrojarme por culpa de él, como si fuera su cómplice. La vergüenza había nacido de palabras oídas, no del cuerpo o de su comportamiento. La vergüenza venía de afuera. Era una vergüenza ajena a mí, ante la que todo en mí se rebelaba como si me alcanzara una tremenda injusticia en lo más intacto y silvestre de mi ser. Me obligaban a desconfiar de mi cuerpo, ese compañero al que estaba amarrada. Yo no había sentido ninguna vergüenza al ver la sangre, como no la sentía cuando me sangraba una rodilla lastimada o la nariz. La vergüenza transformaba esa sangre en humillación. Humillación de la que ni siquiera podía quejarme. Humillación mensual, a plazo fijo. ¿Y qué me importaba a mí que mi prima y todas las chicas más grandes que yo la soportaran? Lo que importaba era esa nueva sensación de rebajamiento inmerecido por algo que le sucedía a mi cuerpo, no a mí, y de que parecían hacerme, en adelante, responsable. Nunca había tenido vergüenza de mi cuerpo.

Por esos días me llevaron al Jockey, que era un edificio nuevo y lujoso. Arriba de la gran escalera central, en el descanso, me encontré con mi diosa favorita, Diana, desnuda. La miré con placer y curiosidad. Y cuando me estaba jabonando en el baño, le pregunté a Micaela, a la mañana siguiente, si había visto estatuas de Diana. Me contestó: «En los libros». Le pregunté: «¿No te parece que me parezco a ella?».

Me dijo, riendo, que sí, por mis piernas largas y mi barriga chata. Esa contestación me consoló algo de encontrarme fea. Porque yo me veía más bien fea en el espejo, a pesar de que mis tías me encontraban linda. No contaba la opinión de ellas para mí. Ya sabía que era una opinión nacida del cariño.

Por cierto, hubiese preferido la belleza de la cara a la del cuerpo. Pero nadie me había consultado sobre mis preferencias.

Pensaba con envidia en los muslos de esa estatua. No ser de mármol yo también. El mármol no se mancha con sangre. Y yo detestaba la sangre que me iba a manchar cada mes. Me sentía encarcelada por esa sangre. Ni la belleza del cuerpo me quedaba. ¿Quién hubiera hecho una estatua de Diana con los muslos manchados de sangre? Pensé que la sangre mataba la belleza. Que la mataba en mí. Que hubiese preferido no nacer.

De pronto, recordé con espanto los grandes pedazos de algodón empapados en sangre que había visto en una palangana, por casualidad, cuando mi hermana menor había nacido. Me pregunté si esta sangre tendría relación con la que aparecía todos los meses. La idea de ese castigo que soportaría cada mes para recordarme que mi destino era destino de sangre, y que de sangre se tendrían que teñir los muslos más lindos por ser de carne, me desesperaba. Una esclavitud. Una afrenta. Habituarse a eso era imposible. Impensable. Era una condena injusta y horrible. No me dolía en el pensamiento, en la idea del cuerpo, en ese eco de las cosas que llevamos dentro y que es más fuerte que las cosas mismas.

Me parecía que no iba a tolerar la vida los días en que llegase esa sangre y que pasaría el resto del mes angustiada por la espera. Que esa espada de Damocles suspendida sobre mi cabeza me estropearía la existencia toda. Sufrí tanto que se disolvió mi sufrimiento como un pan de jabón continuamente usado: por desgaste. La tercera vez que vino la sangre, me pareció casi natural. Pero la sensación de rebeldía y de humillación, o de repudio a algo (¿a qué? A tener que aceptar que me condenaran a silenciar como algo vergonzoso que no dependía de mi voluntad y que me era impuesto por la naturaleza), subsistió, como un retumbar de truenos en la lejanía, truenos que anunciaban una inminente tormenta.

¿Y qué era esto de no poder hablar delante de los «señores», si se podía hablar delante de las mujeres? ¿Y de cuándo acá me iba a dejar tratar como si fuera de cristal, cada mes? Yo no sentía más malestar físico que el que me habían dejado las palabras de mi madre. Era como si no las pudiera tragar. Temblaba de rebeldía.

Mi malestar era moral y profundo. Además, todo esto tenía que tener vinculaciones con el misterio del nacimiento.

Pues yo no me sometería. Con sangre o sin ella me lavaría con agua fría. Me subiría al trapecio, con sangre o sin ella. Y ningún poder en el mundo me obligaría a tener hijos. Hijos que salen por el ombligo. Lástima no ser gallina.


1 Son ombre vers mon lit a paru se baisser. Yo no había leído a Racine en esa época. Lo escuchaba.

2 Supe mucho después que Mary tenía un hijo natural que la visitaba como sobrino, y llegó a ser comisario.

3 Este fue el comienzo de mi carrera literaria.

Darse

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