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INTRODUCCIÓN

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Ayer en el idioma de hoy

Antes de entrar en ese tramo de vida que llaman adolescencia, y que suele prolongarse en algunas casos, quiero volver a hablar en mi idioma de hoy, es decir el del temps retrouvé; desde esos zancos que los años nos atan a los pies, y que van creciendo como parte de nuestra persona, alejándonos del pasado. Alejándonos y acercándonos a él de una nueva manera, puesto que nos permiten verlo en conjunto, y con un tipo de visibilidad desconocida hasta ese periodo. Cuando hablen mis dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve años, me ayudarán a no desfigurarlos, a no verlos solo desde mis zancos, a bajar a su nivel, algunas cartas conservadas.

Powers, jefe del Partido Demócrata de los Estados Unidos, dijo a Kennedy, ­contestando a una declaración del joven candidato a la presidencia: «El único contratiempo que habrá conocido usted en su vida es, probablemente, que se olvidaran, una mañana, de servirle el desayuno en la cama».

No me cabe duda de que se podrá pensar, con todas las apariencias de la razón, que el único drama sufrido, las únicas dificultades vencidas en mi adolescencia y juventud, eran de la índole del desayuno que no llegó a hora fija, o del baño sin agua caliente por una momentánea descompostura de la caldera. Sin embargo, esto que parecería ser la verdad no es toda la verdad, ni siquiera la mitad de la verdad.

Como la mayoría de las adolescencias la mía fue (o me dio la impresión de ser) dramática, aunque concurrían circunstancias exteriores y materiales para hacerla feliz; vivía en una familia unida, en medio de personas mayores que me querían y estaban atentas al bienestar de sus niños. Un surtido de hermanas inteligentes y lindas es compañía irreemplazable en una casa: conocí ese lujo y no la tristeza, difícil de imaginar para mí, de ser hija única. Tuve suerte. Éramos seis chicas, bastante seguidas; lo bastante para podernos divertir las unas con las otras, o las unas viendo a las otras. La distancia de años que separa a los niños crea cierto desnivel al comienzo de la vida. Luego se va borrando. Pero hasta ese desnivel es atrayente. Tener un bebe a mano es una experiencia inolvidable. Verlo bañar, tomarlo en brazos, sentarse con él en una silla de hamaca, olerlo como una flor de talco y leche, desdoblarle cuidadosamente las manos, besarle los pies, darle la mamadera. ¡Qué privilegio!

Siendo seis, nos dividíamos naturalmente en varios grupos para las clases, los paseos, las comidas, los juegos, las amistades (aunque nos juntábamos a menudo). Las dos mayores éramos inseparables. La tercera, Pancha, oscilaba entre las dos mayores y las dos que la seguían, Rosa y Clara. Silvina, la menor, era la única que nació en la casa nueva de Viamonte 550. A partir de mi nacimiento, se esperaba siempre un varón, para matizar. Pero cuando no se presentaba (como que nunca se presentó), todo el mundo se regocijaba del acrecentamiento de la familia y a nadie se le ocurría que tantas mujeres eran una calamidad. Supongo que cuando nació Silvina abandonaron la esperanza de que las cosas variaran y la bautizaron con el segundo nombre de mi padre, por no gustarles el primero para una mujer. ¿Qué hubiera podido agregar a la batahola de las chicas de la calle Viamonte un varón? No lo sé.

Todas teníamos rasgos comunes, siendo bastante diferentes para quienes nos conocían. Dos teníamos ojos castaños con reflejos verdosos; tres, ojos decididamente celestes; y una de un tono verdoso más neto. Todas teníamos pelo castaño, tirando a un caoba más o menos claro. Todas, menos dos (Clara y yo), tenían nariz aguileña (mi sueño). La estatura, a partir de mi metro setenta y dos, iba decreciendo. Clara murió a los once años, de diabetes infantil. Era de una belleza y de una sensibilidad excepcionales. Murió el año en que se cantó por primera vez Pelléas en Buenos Aires. Era la compañía de L’Opéra Comique (Marguerite Carré). Fuimos con ella al teatro y estaba tan entusiasmada como yo. Me robó un retrato firmado que yo había conseguido de Marguerite Carré y la reté con la prepotencia de las hermanas mayores cuando descubrí que ella lo tenía escondido. En esa época nadie sabía en la casa que estaba enferma y amenazada de muerte. Solo se descubrió su enfermedad poco tiempo antes de que se convirtiera en agonía. Los médicos que la solían ver (había crecido de golpe, estaba muy delgada y siempre tenía sed) no diagnosticaron nada hasta la última semana. Fue un golpe terrible para todos. Y yo, recordando mi reto, le regalé el retrato, con un atroz remordimiento de habérselo quitado. Por primera vez vi morir a alguien. Me pareció que tocaba fondo, que por primera vez llegaba a la realidad de las cosas, una terrible realidad. Y al mismo tiempo, la comunión en el dolor compartido era como otra gran realidad que me salía al paso. Yo no era yo, era mi madre, mi padre, mi hermana, mis hermanas, la niñera, las tías, la muerte, la vida. Siempre había sentido orgullo por la belleza de Clara. Me gustaba peinarla, mirarla. Para la última fotografía de ella, yo la peiné despeinándole los rulos. Quedaba más linda despeinada. Mansamente, dejaba que, a tirones, le desenredara el pelo tan suave y lustroso.

Me obligué a quedarme al lado de su cama hasta el final. No lo podía soportar físicamente. Hubiera querido huir de la casa. Pero tampoco podía soportar no acompañar a mamá. Si ella soportaba, cómo no había de soportar yo. Verla a ella era otra ­especie de agonía. No lloraba. De cuando en cuando preguntaba con una voz atrozmente tranquila: «¿Clarita, me oyes?». Una voz para no asustarla. Para no asustar a nadie, pensaba yo. Y también pensaba: «¿Por qué quiere despertarla? ¿Para qué? Ya está dormida». Casi le hubiera suplicado: «No la despertés». Pero era como si mamá no hubiera querido soltarle la mano a Clarita, como si hubiera querido que la sintiera presente hasta el borde mismo de la separación. Clarita ya era una persona y sospechaba que se moría. Se lo dijo a una niñera, no a nosotras. ¡Fue una muerte tan silenciosa!

Vitola murió antes, en París, durante nuestro segundo viaje. Pero no la vi morir. No quisieron llamarme. Y muertes había sufrido en mi familia desde mi infancia. Pero hay muertes y muertes según nuestro grado de cariño, de apego a un ser. Estas dos muertes eran separaciones tan dolorosas que nada de lo demás contaba.

[…]

Dice Haldane en La desigualdad del hombre: «La educación universal lleva, no a la igualdad, sino a la desigualdad basada en auténticas diferencias de talento. Allí donde hay igualdad de oportunidades el fracaso no tiene excusas. El hombre nor­teamericano que ha llegado al éxito por su propio esfuerzo, y que comprende este hecho, suele parecer despiadado al aristócrata europeo, quien, justamente porque sabe que no debe su situación de privilegio a su capacidad congénita, es a menudo más considerado para con sus inferiores… Así, algunos observadores ven en el Partido Comunista ruso el germen de la aristocracia más orgullosa, más eficiente y más despiadada que el mundo haya visto».

Yo no sé a ciencia cierta si el trato considerado que siempre vi en mi casa respecto a los servidores provenía de cierta bondad natural o de un sentimiento de tipo noblesse oblige, es decir de un complejo de superioridad, hasta cierto punto. En verdad, existía. Existía en tal forma que lo más común era vivir entre mucamos, mucamas, niñeras, cocineros que llevaban treinta años de servicio en la casa y que se jubilaban dentro de la misma casa o en casas que se les daban para que descansaran en ellas. Y así seguía en cadena (si cadena se le podía llamar)… Es decir, que el hecho se reproducía, y nuevos servidores se convertían en viejos servidores, que nunca se iban, o pasaban de un miembro de la familia a otro. Era un sistema de vida eminentemente patriarcal con todas sus ventajas e inconvenientes. Inconvenientes de que yo me sentiría víctima mucho más que cualquiera de los numerosos servidores que he conocido y tratado desde mi infancia, y que no parecían imaginar o necesitar otra clase de existencia. O, por lo menos, que la imaginaban muy débil y vagamente. No me pasaba otro tanto. Yo la imaginaba con intensidad y rebeldía de prisionera, consciente de los muros y de la segregación desde otro sector. Mi punto de vista era el de una adolescente capaz, cuyas dotes no puede aprovechar ni desarrollar plenamente por vía de una educación adecuada, y que lo intuye a diario.

La educación que se daba a las mujeres era por definición y adrede incompleta, deficiente. «Si hubiera sido varón, habría seguido una carrera», decía mi padre de mí, con melancolía probablemente. Y lo mismo hubiera podido decir de sus otras hijas (aunque las carreras hubieran sido diversas). Lo malo era que yo, haragana aunque llena de energía, aprovechaba esta circunstancia para hacer el mínimo de trabajo con el mínimo de esfuerzo. Tenía «facilidad» para aprender, siempre que no se tratara de aritmética. En esa materia era tan idiota como hubiera podido ser brillante en otras: en los idiomas, por ejemplo, y supongo que en las lenguas clásicas, si se les hubiera ocurrido someterme a esa disciplina que tan bien me hubiera venido en el porvenir. ¡Ay! ¡Cómo he lamentado el tiempo perdido y mi ignorancia, años después! Desde luego, no se hubieran opuesto a que estudiara latín y griego. Y hasta comencé a hacerlo. Pero no pasé de unas declinaciones y del alfabeto griego. Enseguida vi la dificultad del asunto y pegué una espantada, como el potro ante un obstáculo que ha de aprender a saltar. Nadie me clavó las espuelas. ¡Y me gustaba tanto vivir, vivir, correr al sol, mirar, oler la tierra y sus plantas, comer sus frutas! El latín y el griego representaban un esfuerzo voluntario y casi heroico para una adolescente llena de joie de vivre, puesto que nadie se lo imponía.

El estudio que hubiera seguido por voluntad propia y en serio, no me lo permitían: el teatro. Ese fue mi drama durante años. Y creo que tenía vocación para las tablas. Aunque la luz de las candilejas nunca me hubiera reemplazado ni alejado de la del sol.

«Una de las tareas más urgentes del psicólogo es escoger los poetas en capullo de entre los pintores, plomeros, políticos, pedagogos, etcétera, en estado embrionario. En la actualidad la selección vocacional es arte muy rudimentario, y generalmente ocurre al final de la educación, y no cerca del comienzo.»

Si esto es la verdad en la hora presente y en los países adelantados, cuánto más lo sería en época de mi infancia y adolescencia; en un país atrasado como el nuestro; y tratándose de la educación de una mujer. Mi vocación, si vocación tenía, la descubrí yo sola y la mantuve viva contra viento y marea. Así como un deficiente mental podría quejarse (si fuera capaz de razonar) de que sus padres no lo mandaran a una escuela especializada para tratar de corregir sus defectos (si son corregibles), así podrían lamentarse otros niños, dotados para tal o cual cosa, de que sus padres no los sometieran a ciertas disciplinas para desarrollar esas dotes. Los niños con «facilidades» suelen ser holgazanes. Y suelen desarrollar su capacidad de holgazanería si no se les obliga a rendir lo que deben rendir, de acuerdo con sus capacidades.

Creo que esto me sucedió a mí. Mi afición a aprender de memoria cuentos, ­poemas u obras de teatro en verso que me gustaban, sin obligación de hacerlo, es ya una prueba de que para la carrera teatral o la literatura no conocía la pereza. No conocía la pereza para la lectura. No la conocía para escuchar música (incluso la que llevaba el rótulo de difícil); pero la conocía, y mucho, para leer música a primera vista (cosa que siempre hice pésimamente). Y cuando volví a Europa, no tuve pereza para ir a los museos, ni para seguir cursos en la Sorbonne o el Collège de France, si los temas me atraían.

[…]

Nunca he leído un libro, visto una pieza de teatro o presenciado un acontecimiento que considerara extraordinario sin tener inmediatamente necesidad de compartir mi entusiasmo o mi indignación con cuanta persona me caía a mano. Recuerdo aún que después de la lectura de Une ville flottante, de Julio Verne, me fui enseguida a casa de mamá Ramona (estábamos en San Isidro) para contarle cómo, en un duelo, un rayo oportuno, atraído por la punta de la espada de un canalla, Harry Drake, lo había fulminado, dejándole así al noble rival la posibilidad de casarse con la viuda, víctima del villano. Sin la intervención providencial del rayo, y de acuerdo con la moral del autor, jamás hubiera resultado posible este tan justo desenlace y enlace. Lo cierto es que yo había estado con el Jesús en la boca, esperando que cayera el inesperado rayo. Tanto me impresionó, nos impresionó a mi hermana y a mí este siniestro personaje, que encontramos en la vida real un hombre que nos pareció idéntico al Harry Drake descrito por Julio Verne; descubrimos también, en la estación de San Isidro, a un sosias del Uriah Heep de Dickens. Tomaba el tren todas las mañanas a la misma hora. Iba seguramente a su empleo. Pero su aspecto, como el del señor parecido a Harry Drake, nos producía un horror placentero y una curiosidad insaciable. ¿Serían de veras tan viles como los personajes a quienes se parecían?

El cuarto de juguetes (nursery, dirían los ingleses) de las menores era visitado por las mayores, mientras que el cuarto de estudio de las grandes no lo era por las chicas. A la hora de la siesta, en verano, las grandes estudiaban y las chicas dormían. Las horas y el lugar de las comidas, también distintos. Y como las chicas almorzaban y comían más temprano y siempre en casa de mis padres, se presentaba la ocasión de ir a ayudarlas a comer los sesos panés, el puré de papas, el pejerrey, el arroz con leche o cualquier otro plato que algunas, desganadas, comían con suma lentitud y reluctance. La ayuda empezaba por el ejemplo y la participación…

Mi padre estaba siempre con temor de que nos rompiéramos el alma. Durante un tiempo, por ejemplo, anduve en bicicleta. Pero un médico le advirtió a mi padre que la bicicleta no era un buen ejercicio para las niñas. Se suprimió la bicicleta. Durante otra época, salía yo a caballo con mi padre. Tenía dos petisos, Mosquito y el Bayo. Íbamos hasta Martínez por la avenida de tipas que corre paralela a la vía del tren (Eduardo Costa). Yo llevaba un traje azul, de amazona, y montaba como mujer, en silla con horqueta. La pollera larga era ya en sí una satisfacción grande. Para qué decir el resto. Pero esta felicidad no duró mucho. Mi padre pensó que yo era imprudente, o se cansó de salir a caballo. En la estancia, se opuso a que el petiso más manso me llevara en su lomo. Temió que me rompiera una pierna, o la cabeza, como ya me había roto un brazo.

Perros no tuvimos. El Beauty de mi infancia no era mío. Era perro guardián. Mi padre pensaba que podíamos terminar, en esta relación perruna, con algún quiste hidatídico.

Bebíamos agua filtrada, o mineral; leche hervida; no comíamos verduras crudas si no eran de procedencia conocida. Cuando llegábamos a algún hotel, en viaje por Europa, mi madre desinfectaba con alcohol los lavatorios, tinas, bidet de los baños antes de que los usáramos. Poco importaba que el hotel fuera, como era, de primera categoría. La categoría de nuestra limpieza e higiene superaba siempre la del hotel.

En nuestro primer y segundo viaje a Europa, nos embarcamos con vacas (dos) y gallinas (varias). Y sábanas. La verdad era que las seis chicas daban mucho quehacer: las desganadas por desganadas, las comilonas por comilonas, las traviesas por traviesas, las no traviesas por víctimas de las traviesas, etcétera.

[…]

Tomábamos lecciones de baile en lo de Forster. Este hombre con olor a polvos perfumados, vestido de etiqueta (frac) a las tres de la tarde, y con guantes blancos a toda hora (así lo veía yo), nos enseñaba a bailar el vals, la polca, la tarantela, el ­Washington Post, le pas de quatre, le pas des patineurs, la mazurca, tutti quanti menos el tango, desde luego. Nos enseñaba a hacer reverencias con gracia y sin caernos sentadas. Yo era una de sus mejores alumnas, y cuando iba a fiestas de chicas en que se bailaba todas querían bailar conmigo y yo con las que bailaban bien solamente.

En una casa rodeada de jardín y que abarcaba toda una manzana frente a la plaza San Martín (Christophersen) solíamos bailar. Tanto bailaba yo que al volver a casa tiraba los zapatitos de charol antes de subir la escalera.

Mi primer baile en serio fue para mí un acontecimiento; me parecía que iba a cambiar de vida, porque mi «presentación» me iba a dar una independencia que por cierto no me dio. Lo advertí muy pronto. Aquel baile fue en casa de Alvear (Teodelina) y, si mal no recuerdo, recité «Stella», de Hugo (no sé a qué venía eso). Vi de lejos a L. G. F., con quien nunca había hablado y que ya no me interesaba. Otras caras habían tomado el lugar de la suya en la pantalla de mi imaginación. Además, lo consideraba demasiado joven; ya no me conmovían los hombres que no eran mucho, o bastante mayores que yo. L. G. F. había sido the face, como se diría ahora en lenguaje hollywoodense. Pero, aunque con distintas armónicas, en torno a the face seguía yo tejiendo mis sueños, y las caras me atraían por su belleza. Hasta mi primer baile, se puede decir que no había tenido ocasión de hablar con muchachos (fuera de los numerosos primos, que no contaban, excepto C., por quien sentí un efímero engouement; y fuera de los tíos jóvenes que admiraba por su físico). Por ser una familia de mujeres, los hermanos ausentes no habían traído un contingente de varones amigos a nuestra casa. Hablar por teléfono, escribirse cartas, invitar a casa a algún muchacho que no fuera de la familia no se practicaba ni se admitía. A los diecisiete años, como prueba de liberalidad y de concesión a las ideas modernas (?) reinantes, se me permitió jugar al golf en Mar del Plata con muchachos que eran hijos de padres conocidos… Jugábamos en foursome. Desde la casilla (no había casa de golf, sino casilla de madera), las madres solían seguir, con anteojos de larga vista, a las parejas que se alejaban en el descampado. No había árboles en la cancha, y solo en un hoyo, del lado del mar, se pasaba por una hondonada en que momentáneamente desaparecían los jugadores. Desaparecían de a cuatro y con cuatro caddies, nunca en dúo. Solo cloroformando o asesinando con arma blanca (los tiros se hubieran oído inmediatamente desde la casilla) a seis personas, habría podido aislarse una pareja en esa hondonada. Nadie lo intentó, que yo sepa.

Tampoco era permitido jugar seguido al golf con la misma persona. En los bailes, se prohibían igualmente las «temporadas» a menos que fuera en vísperas de un «compromiso». La «temporada» significaba darle dos o tres piezas seguidas al mismo muchacho (asunto más grave si era «festejante»). El cambio continuo de compañero me hartaba, pues en eso, como en todo, tenía preferencias marcadas. A menudo me llamaban al orden, me amenazaban con suprimir el golf, me sacaban temprano de un baile porque durante dos piezas me lo pasaba conversando, sentada en una silla, con mi compañero sentado en otra silla, en medio de cincuenta espectadores. Mi conducta resultaba incorrecta.

En cuanto a las comidas, habían cortado por lo sano: no nos dejaban ir, o rara vez. Un compañero de golf y flirt ocasional, W. P., me preguntaba: «¿Por qué no te dejan, che? ¿Comés con los dedos? ¿Ponés los codos en la mesa? ¿Te sonás las narices con la servilleta? ¿No te han enseñado a usar los cubiertos?». Y yo furiosa le gritaba: «¡Cretino! Me gustaría verte a vos soportando lo que tengo que soportar. Reíte nomás, matón de barrio».

Francamente, no me explico la razón de este tabú suplementario. Todas estas prohibiciones y limitaciones empezaron a crear en mí un estado de rebelión.

Llovía sobre mojado. La rebelión latente era previa a mi presentación en sociedad. Arrancaba de mi adolescencia.

El haber pasado, indiferente, sin el menor movimiento de curiosidad, junto al ex adorado jinete del Carnaval sanisidrense, en mi primer baile, no me fue una advertencia. No se me ocurrió pensar que yo había creado a L. G. F. a imagen y semejanza de mis sueños, ignorándolo todo del verdadero L. G. F. No se me ocurrió pensar que así como había animado esa imagen la había borrado. No se me ocurrió que podía reincidir. No se me ocurrió que con el cambio de edad un invento semejante podía traer consecuencias, para la inventora y el inventado. Se me ocurrió, por lo contrario, que yo había cambiado muchísimo, creencia equivocada. Seguía tejiendo en torno a las caras que me atraían toda una telaraña de sueños, atribuyendo al portador de la cara excelencias, virtudes, dotes, características que no poseía, o interpretándolo en el sentido que yo deseaba, si contradecía la línea por mí trazada. Esta costumbre infantil se mantenía, ayudada por la obligatoria superficialidad y fugacidad de mis relaciones con individuos del otro sexo. Yo misma caía en la propia telaraña que tendía, no en la que posiblemente otros me tendían. Y a veces (casi siempre, en verdad) los que habían producido involuntariamente el fenómeno quedaban momentáneamente enredados en el sistema telarañoso.

Darse

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