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HACIA EL ARCHIPIÉLAGO

Como esos sueños que no conseguimos reconstruir, al despertar, sino por fragmentos, de los que conservamos, por lo contrario, la atmósfera de angustia o de felicidad, mis primeros recuerdos emergen en mi memoria consciente como un archipiélago caprichoso en un océano de olvido.

¿Por qué tal recuerdo y no tal otro? Este es el gran enigma que no ha sido resuelto. Esa elección que se produce, involuntaria como el parpadear cuando se nos entra una nada de polvo en el ojo, ha de estar ligada a la marea baja o alta del inconsciente (¿o subconsciente?), a sus flujos y reflujos. Ha de significar, ha de traducir una naturaleza, una intolerancia para determinadas temperaturas o incitaciones exteriores. Ha de dibujar el carácter de un ser, pues evidentemente recordamos siempre lo que ha causado el mayor impacto o lo que queda asociado a una circunstancia que lleva una máscara. Nuestros amores de niños (y por amor entiendo aquí nuestra manera personal de amar a quienes amamos, padres, hermanos, tíos, maestros, camaradas de juego, etcétera) ¿no son acaso los precursores, los avant-coureurs de nuestros amores de adultos? En lo que me concierne, es así. Yo podría ponerle como título a mis Memorias la divisa de María Estuardo, usándola al revés: «En mi comienzo está mi fin».

La interpretación de mis primeros recuerdos depende, desde luego, de lo que yo creo ver en ellos. Pero los recuerdos en sí no dependen de mi voluntad, no han sido deliberadamente seleccionados. Mi memoria me los impone. Sobre este punto no puede haber duda posible. Ni rastro de wishful thinking. En la medida en que estoy en condiciones de controlar con algún rigor su autenticidad, esos primeros recuerdos parecen ligados en orden cronológico a la indignación causada por la injusticia y la crueldad; a una ternura apasionada por las personas queridas (apasionada, y exigente, y pronta a sufrir, desconsolada, por el menor asomo de negligencia y sobre todo de inconsecuencia); a un interés marcado por lo comestible; a un miedo nervioso de ver llorar, como si yo pudiera ahogarme en ese diluvio; a un horror de traicionar mi pena, mi dolor; a un frenesí de disimulo cuando sufría; a un deleite tremendo ante la belleza física.

Sin embargo, la persona mayor que más he querido en mi infancia, fuera de mis padres, mi tía Victoria (Vitola, no conseguía pronunciar la parte difícil del nombre), en ningún modo era una mujer linda. La cuestión de la belleza o de la fealdad no se planteaba para mí en su caso. Vitola era Vitola. Un ser aparte. La historia del nombre —que contaré más adelante— y mi necesidad de decirle a ella, a ella sola, infinidad de veces: «Hasta mañana, Vitola» (para oírle contestar «hasta mañana» a ella), como si la noche fuera una peligrosa travesía que íbamos a emprender separadas, me parece estar ya en la cima del cariño que ha podido inspirarme una persona.

[«A thousand times good night…» Mil veces buenas noches. Yo no conocía Romeo y Julieta ni de oídas, pero ya sabía que «parting is such sweet sorrow, that I shall say good night till it be morrow». Todo esto era un échantillon non sans valeur de lo que sentiría más tarde. Ternura infantil o amor pasión no cambiarían de tónica. Los mismos bemoles quedarían en la clave.] La historia del nombre es la historia de mis peores angustias sentimentales.

El recuerdo de Tata Ocampo, el día del aljibe, irá en primer término. Yo tenía cinco años cuando murió.

No sé si los recuerdos que ordeno a continuación de este son anteriores o posteriores. En cuanto a la historia del aljibe, mi madre (a quien le pregunté, treinta años después, si ella sabía algo del asunto) me la confirmó. Tata Ocampo había comentado el susto que involuntariamente le di y su terror de que por intervenir o no intervenir cayera yo de cabeza en el agua y me ahogara antes de que pudieran salvarme.

La historia del caballo se reavivó en mí cuando hojeando el Don Quijote ilustrado por Gustave Doré me encontré con Juan Haldudo. El caballero, montado en Rocinante, vio —escribe Cervantes— «atada una yegua a una encina, y atado en otra un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba, y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buena talla…».

Con la rapidez de un perfume, esta escena me transportó al baldío, cerca de Palermo, y a lo que ocurrió después. Poco me faltó para pensar, aquella tarde de mi niñez, una vez acusado el culpable al vigilante: «Hoy has desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad; hoy quité el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo, que tan sin ocasión vapuleaba a aquel delicado infante». El infante, en mi caso, era un caballo, pero tanto da. Mi pensamiento no estaba articulado, era puro tartamudeo emotivo.

Alguna otra vez, en la edad adulta, esta gloriosa sensación de haber «desfecho el mayor tuerto» me ha embargado, pero nunca con tamaño contento y certidumbre de haber cumplido con un deber maravilloso (cosa que no suelen parecer todos los deberes).

La muerte de mi bisabuelo y un viaje a Europa, poco después, son las dos fechas seguras que me sirven de mojones.

La mañana en que mi padre entró en mi cuarto con la noticia de esta muerte (la primera que no lograron ocultarme) se destaca de otras, borradas. Conste que aquella partida de Tata Ocampo para el cielo no me parecía una operación totalmente imposible. Olfateé algo insólito en el procedimiento mismo, en la forma de anunciarme eso. El tono de mi padre era demasiado natural. Poco natural resultaba que viniera él, temprano, a mi cuarto, para darme parte de un inesperado viaje de mi bisabuelo. Tuve inmediatamente la certeza de que tal partida para un lugar de inmejorable fama debía, sin embargo, afligir a mis tías (abuelas). Era raro que lo dejaran viajar solo, así fuera al cielo.

Mis sospechas crecieron en unos instantes. Algo enmascarado había en ese acontecimiento que mi padre se empeñaba en presentarme como de rutina. Me dio pánico. El presentimiento de una ley inexorable me hacía pensar, en mi fuero interno: «La cosa ha de ser atroz, y no podré escaparme». Aquella mañana el disimulo que intuía me cortó la respiración casi. Al disimulo respondí disimulando a mi vez. Fingí tomar con indiferencia lo que de más en más me alarmaba. Reprimí el deseo casi insoportable de echarme en brazos de mi padre; me sobrepuse al intenso malestar que me aflojaba las piernas y se parecía a una indigestión del corazón. Se me estaba indigestando el corazón. El corazón se me subía a la garganta, como en otras ocasiones el estómago. Pensé que lo que sentía no debía transparentarse, pues si se me veía, yo estaba perdida, perdida, todo sería peor. Confesar mi terror era darle al presentimiento oscuro, informe, que lo provocaba, derecho de ciudadanía. Como tantas veces había de suceder después, a lo largo de una larga vida, fui valiente de puro cobarde. Así tomé siempre el toro por las astas: en un paroxismo de aprensión. No sé si mi padre se dejó engañar por mi comedia o si adivinó mi temblor interno y juzgó más prudente fingir no sospecharlo. Era la primera, pero no la última vez que esto iba a ocurrir entre nosotros dos.

Aquella mañana, yo temí las lágrimas de mis tías como temía las súbitas tormentas de San Isidro, cuando los truenos y los relámpagos nos sorprendían en el «jardincito» (reservado a nuestros juegos), y nos llevaban deprisa hasta la casa diciéndonos: «Corran, corran».

Huir, huir. ¿Dónde? «Adiós» quería decir, siempre, lágrimas entre los míos.

Yo era una niña muy impresionable, centro de la atención en una familia de grandes emotivos. Me defendía como podía. Mi madre me ha contado que aquel bisabuelo del aljibe repetía, cuando yo apenas andaba gateando: «No le hablen tanto a esta niñita. ¿No ven ustedes cómo las mira? Fíjense en su mirada, no la aturdan».

Cuando nos embarcamos para Europa, tendría cerca de seis años. El recuerdo de mi despedida, en el portón entreabierto de Viamonte, no puede ser inventado, ni puede habérmelo contado nadie, y yo haberlo transformado en recuerdo. Me despedí solo de mi tía Carmen. Las otras tías no quisieron verme, parece. Yo era la sobrina nieta que poblaba sus patios y sus vidas. Recuerdo claramente que llevaba yo una gorra con cintas de raso blanco (barbijos) que pasaban sobre las orejas y me las anudaban en el cuello. Me confortó la idea de que estas cintas me protegerían, que me impedirían oír llorar a Carmen… y estar en peligro de llorar.

En las páginas que siguen he anotado detalles —para mí importantes— con toda la fidelidad posible en estos casos y usando el lenguaje más simple e inclusive insulso: el reducido lenguaje de los niños, en que de vez en cuando, si son precoces, aparecen palabras que sorprenden, porque no hacen juego con las habituales.

Quien recuerda a la niña no es una niña1, pero los hechos recordados son, como dije, y repito, independientes de la voluntad del adulto: responden a una elección para la que el adulto no ha sido consultado. Mi yo consciente no ha elegido la serie de recuerdos que voy a narrar. En eso reside su interés. ¿A qué responde esa elección? ¿Cómo se opera?

Utilizaré notas escritas hace treinta años. Tal vez estas notas no sean significativas más que para mí misma. Constituyen un aide-mémoire sobre mi persona, para mi persona. Los médicos preguntan al enfermo que examinan por primera vez qué enfermedades tuvo de niño. Esta vendría a ser la etapa del sarampión, de la tos convulsa, de la varicela, etcétera; el cuadro clínico de la infancia en un plano que no es el de la salud física, aunque puede muy bien vincularse con ella, o más bien dicho no estar disociada de un estado de euforia física, de exceso de vitalidad con todas sus ventajas y sus inconvenientes (porque hasta lo aparentemente bueno y puramente positivo tiene sus aspectos negativos en este mundo contradictorio y tan a menudo incomprensible en que nos movemos).


1 Sin embargo, como observa Graham Greene: «For the self we remain always the same age».

Darse

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