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LE VERT PARADIS

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Mais le vert paradis des amours enfantines,

L’innocent Paradis plein de plaisirs furtifs,

Est-il déjà plus loin que l’Inde et que la Chine.

Charles Baudelaire

Una tarde de entierro de Carnaval, en San Isidro, estábamos cerca de la verja, mirando a la gente que pasaba por el Camino Real (así se llamaba la avenida del Libertador), a la espera de alguna mascarita. Nos habíamos quitado los disfraces de diablo o de payaso con cascabeles, que olían a satiné y que me gustaban tanto. Cuando se nos presentaba un candidato, le tirábamos bombas llenas de agua. Las teníamos verdes, azules y rojas, flotando en dos baldes. Era necesario manejarlas con cuidado, porque podían reventar en la mano y mojarnos a nosotras en vez de mojar a la víctima elegida. Durante buena parte de la mañana, las habíamos llenado con jeringas. Operación delicada: si se les echaba demasiada agua estallaban; si demasiada poca, no reventaban por nada, aunque cayeran al suelo.

De pronto, me di cuenta de que un muchacho pasaba y volvía a pasar delante del portón, donde finalmente nos habíamos instalado: era más cómodo para tirar bombas. El muchacho pasaba galopando, en un caballo bayo, y tenía una cara que me gustó enseguida. Era el tipo de cara que más me atraía, pensé.

El muchacho se divertía mucho, evidentemente, porque pasaba y pasaba con distintas velocidades, al galope, al trote, y hasta al paso cuando comprendió que las bombas escaseaban. Yo nunca me había divertido tanto. Le pregunté a Micaela: «¿Crees que pasa por mí?». Me contestó, riendo: «Claro». No sé por qué se me ocurrió aceptar la opinión de Micaela como palabra del Evangelio y dar por seguro que no se equivocaba. Brincaba en el pasto, corría alrededor del portón como si la tierra hubiese adquirido propiedades de colchón elástico. Ninguno de los chicos que me habían gustado, ni Franky, ni C. (Pepito Martínez de Hoz no contaba, porque aquello de Palermo eran cosas de bebes), me había llevado el apunte. Ninguno se dignó tratarme de igual a igual o darse por aludido de mi existencia. Empezaba a creer que la fatalidad me perseguía y que los varones nunca me tomarían en cuenta. ¿Sería tan fea como todo eso? El hecho es que ni me miraban. C. no se dignaba jugar un partido de croquet conmigo sino cada muerte de obispo. Si yo lo convidaba, distraídamente respondía con una mueca como diciendo: «No me jorobés». Y seguía de largo. Desde luego, los pantalones largos lo colocaban en otro nivel. Yo, de media corta y trenzas largas, no era digna de su consideración. El desencuentro de nuestros destinos era total. Y como, además, yo no quería demostrar un interés especial, tampoco podía él adivinar que su presencia en un partido de croquet era tan importante, y tan dolorosa su ausencia.

En cambio, este desconocido, con una cara tan linda, y ojos tan celestes como los de Franky o los de C., tenía otra actitud. Me miraba. Me había visto. Cosa increíble pero evidente: yo existía para él.

Cuando le tiré la última bomba que quedaba en el balde, grité: «Fue». Él contestó: «Pero no pegó».

Me asombró que pronunciara palabras tan comunes, me asombró que las supiera, e inmediatamente me parecieron nuevas y maravillosas porque salían de su boca. Me apoderé de ellas como de una fórmula mágica cuya simple repetición podía convertirse en un agua efervescente de felicidad. Él conocía esas tres palabras. Las pronunciaba. Las usaba. Era algo que le pertenecía y que él me había dado. Porque en verdad me las había tirado como yo las bombas a él. Me las dirigió a mí, exclusivamente. Y nadie ya, en el mundo, me las podría quitar.

Cuando cayó la tarde nuestra niñera nos obligó a volver a la casa. Me alejé del portón à contre-cœur, lentamente. Esa expresión francesa convenía, pensé. El cielo estaba todo rosado y el galopar del caballo sobre el camino de piedra se oía. Durante un rato, se oyó de vez en cuando. Yo sabía que era el de su caballo. Me seguía hasta la palmera, hasta la magnolia, hasta más allá del invernáculo. Ya no podía distinguir al desconocido. Pero llevaba algo muy precioso: tres palabras.

Al día siguiente me desperté temprano de manera brusca, yo que de costumbre ponía mucho tiempo para salir del sueño. Algo había cambiado mi ritmo de vida. Todo se aceleraba, y el despertar también. Al abrir los ojos pensé: «¿Volverá?». No había pretextos. Carnaval se había terminado, y también el juego con agua. Si volvía, sería para verme.

Volvió.

Supe, por los sirvientes, que era L. G. F., primo de unos primos segundos míos; y primo también de Pepito (el novio de mis primeros paseos en Palermo). ¡Qué casualidad! Aire de familia con Pepito tenía. Pero no puede haber gran parecido —pensé— entre un chico chico y este L. G. F. que montaba tan bien a caballo y era persona de más edad que yo. De más importancia, por consiguiente, puesto que ser mayor daba una superioridad indiscutible. Y yo sabía de sobra que, a pesar de mis piernas largas, mi aspecto era el de una desairada cachorra.

Supe que L. G. F. vivía a unas pocas cuadras, en la quinta de Elortondo. Seductor y constante, pasaba a diario en su caballo bayo delante de nuestro portón. Incansablemente, iba dos o tres cuadras para el lado de San Fernando y dos o tres cuadras para el lado de San Isidro. Nos mirábamos sin saludarnos y sin sonreír.

Cuando llegó el otoño, cuando en el jardín se caían las hojas y las mandarinas empezaron a ponerse amarillas, aunque estaban muy ácidas; cuando los días se acortaron y se oyó hablar de regreso a Buenos Aires, una angustia me invadió. No podía imaginar las tardes sin la esperanza de ver pasar a L. G. F.

La última semana de Villa Ocampo no fue dichosa, como de costumbre. Hasta ese momento, todo cambio me divertía. «¿Sabrá dónde vivo?», me preguntaba a cada instante. «¿Lo veré en Buenos Aires?» «¿Cómo hará? ¿Cómo haré? ¿Voy a perderlo?»

No lo perdí. Apareció, muy serio, en la esquina de Florida y Viamonte, sin caballo, desde luego. El ir y venir lo hacía a pie. Sentí que su presencia en aquella esquina era una verdadera declaración de amor. Esta vez podía estar segura. Me quería. ¿O vendría simplemente por curiosidad, para ver si yo lo quería a él? ¿Habría adivinado cuánto me gustaba su cara? ¡Cómo me gustaba su cara! Ninguna otra cara podría gustarme más en los siglos de los siglos. ¡Con tal de que me trajera siempre esa cara1 y con tal de que mis ojos la pudieran adorar! ¡Qué más podía pedir! Eso era todo, era un mundo. ¡Con tal de que esa cara me esperara fielmente en la vereda de Viamonte, o en la esquina de Florida! ¡Con tal de verla dos o tres veces cada tarde!

No podía quejarme. L. G. F. era de una constancia solo comparable con la mía. Lloviera o tronara, a ciertas horas, en cuanto yo aparecía en un balcón, empezaba él a pasar y pasar delante. Ni él ni yo teníamos posibilidad de vernos sino a horas determinadas. Los dos estudiábamos. Pero a partir de las cinco y media, el ir y venir de L. G. F. por la vereda de Viamonte no cesaba. Caminaba con los ojos clavados en un balcón (donde yo me asomaba) y solían darle empujones impacientes los transeúntes. En medio de las personas que por allí pasaban, dirigiéndose a alguna parte, él era un sonámbulo. Por mi lado, yo tenía que tomar precauciones y cambiar con rapidez de balcón si había moros en la costa (alguna de las tías). Los moros caseros se habían dado cuenta de que algo pasaba. Mi tío Narciso, que entraba y salía de la casa a diversas horas, había notado la presencia asidua de L. G. F. y demostró impaciencia, irritación. Me lo contaron los sirvientes, todos cómplices míos. Mi tío se había quedado parado en el umbral de la puerta de calle, esperándolo. Y había dicho en alta voz: «¡Que lo vuelva a encontrar a este mocoso!».

Aquella tarde, L. G. F. desapareció momentáneamente. Pero volvió en cuanto mi tío, cansado de esperar, se fue. Admirable rasgo de coraje, pensé. Mi tío (el de los domingueros) era alto y resuelto. Llevaba siempre un bastón pesado. A lo mejor le hubiera pegado un garrotazo. ¡Las cosas que había que soportar!

Si mis tías me encontraban en el balcón, cerraban la persiana de hierro y me hacían abandonar mi puesto de vigía. «¿Qué estás haciendo afuera con este frío? ¿Querés pescar una pulmonía?» Yo contestaba: «¿Cuándo me han visto con pulmonía? ¿No se puede mirar desde el balcón ahora?». Si era Carmen (la más joven de las tías) me atrevía a decirle: «Ese de los zapatos amarillos ¿te está festejando?». Así le daba a todo un tono de broma y le quitaba importancia a un asunto tan importante. Carmen nunca se enojaba, pero cerraba la persiana. Había veinticuatro balcones en la casa de Florida y Viamonte, sin contar las buhardillas. Y yo tenía piernas largas, era rápida y ágil para subir escaleras. ¿Quién iba a seguirme? A menos que pusieran vigilancia permanente en cada balcón, era imposible impedir que me asomase. La persecución de que éramos víctimas L. G. F. y yo era odiosa. ¿Qué mal hacíamos? Esa persecución no me impedía pasarme las tardes corriendo de un balcón a otro, a la hora en que estaba libre de lecciones y maestras. No le impedía a él pasarse las horas muertas dando vueltas por la manzana. Habíamos llegado a entendernos sin hablarnos y a ponernos de acuerdo sobre el mejor horario. Mi lección de inglés —la última del día— terminaba a las cinco.

A veces L. G. F. se hacía la rabona; lo veía aparecer en la esquina por la mañana (yo echaba siempre una mirada a la calle, por si acaso). Si era la hora en que nos tocaba la lección de francés (nueve a once), tenía que buscar un pretexto para escaparme. Mademoiselle no era persona fácil de amadouer (como decía). Me encerraba entonces, si lograba escapar, en el baño de Vitola y le mostraba a L. G. F. una geografía abierta (los mapas eran fáciles de ver a distancia). Él hacía un gesto disimulado que significaba: «He comprendido».

Una o dos veces nos siguió, después del almuerzo, hasta Palermo. Claro que me sentí halagadísima, porque era gastar dinero en coche y desafiar a Mademoiselle. Mademoiselle se enojó, claro está. Lo llamó: «Blanc-bec! Petit morveux». Pero él sabía guardar las distancias, nada pudo oír de estas insultantes exclamaciones.

Una tarde, dejó tres pimpollos de rosa té en el balcón del comedor (piso bajo). Lo vi desde arriba y bajé con los zapatos en la mano, para no hacer ruido, a recoger las flores. Volví arriba de una carrera. Era como si L. G. F. hubiese entrado en la casa. Me asomé a otro balcón y mostrándole el ramito me lo puse contra la cara. Después lo escondí en mi libro de misa, al que ponía un elástico negro porque tenía muchas estampas y se podían caer. Era mi caja fuerte.

Al día siguiente, le tiré un ramito de violetas desde el primer piso. L. G. F. lo recogió y lo besó. Después se escondió en un recoveco del Bon Marché2, con las violetas en la mano. Cuando no pasó nadie por la calle, me tiró un beso con la punta de los dedos extendidos. Le contesté en la misma forma. Me parecía que este beso había empezado en Carnaval. Desde Carnaval nos veíamos casi a diario. Y ahora, además de aquellas tres palabras dichas en San Isidro, mi libro de misa olía a rosas secas.

Mi hermana y yo tocábamos piezas fáciles a cuatro manos. A una de ellas que estudiábamos en los días en que vi a L. G. F. por primera vez, le puse palabras sobre nuestro encuentro. Y para poderlas cantar sin que las entendieran, escribí las sílabas al revés. La melodía traía el recuerdo intacto de aquel entierro de Carnaval, memorable. Era como el retrato de L. G. F. y el del caballo galopando. Era el ruido del galope, y las bombas de colores, y todo lo de esa tarde, pasada y siempre presente. La tarde en que el bayo recibió en el anca la bomba destinada al jinete y el jinete pronunció tres palabras inolvidables: «Pero no pegó».

Esto era como un fresco de gran tamaño. Tenía otros dos retratos, distintos. Había descubierto una fotografía de una estatua de Juana de Arco con la cara de L. G. F. La tenía en tarjeta postal. En vista del extraordinario parecido, le pedí a una prima, que estaba en París, que me consiguiera una fotografía de tamaño mayor. Cuando llegó, me inquieté bastante.

Creí que era imposible no ver a quién se parecía y descubrir la razón oculta de mi fervor por ese personaje histórico. Pero nadie había mirado a L. G. F. como lo había mirado yo. No pasó nada. Pude, a vista y paciencia de los mayores, colocar ese verdadero retrato de L. G. F. en mi dormitorio.

Además de esa Juana de Arco, había también un Napoleón en Arcole parecidísimo. Estaba en uno de los libros de mi padre y conseguí sustraerlo y llevármelo a mi cuarto. Mi padre no se dio cuenta de la desaparición del libro, o no le importó. Era lícito que me gustara la cara de Juana de Arco, la cara de Napoleón, pero no que me gustara la cara de L. G. F.

Entre Juana de Arco, Napoleón y yo se establecieron relaciones íntimas; complicidades.

Los domingos y fiestas de guardar íbamos a misa de diez, a las Catalinas. Íbamos con Abuela. L. G. F. esperaba nuestra llegada en el atrio. Cambiábamos miradas al pasar. En la iglesia, los reclinatorios de las tías se encontraban en primera fila, frente al altar mayor, a la izquierda, del lado del enrejado de madera. Detrás de ese enrejado opaco estarían las monjas, imaginaba yo. Nos arrodillábamos, con el rosario de nácar envuelto en la muñeca, y abríamos el libro de misa donde correspondía. Yo pensaba en L. G. F. «Je m’approcherai de l’autel de Dieu, du Dieu que remplit mon âme d’une joie toujours nouvelle.» Mi alegría era L. G. F. «Je chanterai vos louanges sur la harpe… [ô Dieu, mon confident!] Pourquoi es-tu triste, ô mon âme?…» Mi alma no conocía tristeza mayor, en ese momento, que la de estar tan cerca y tan lejos de L. G. F., sin posibilidad de verlo, sino a escondidas, como en un juego prohibido, o como cuando se desobedece y, sin que nadie lo advierta, se lee un libro divertido en vez de estudiar la gramática o la aritmética. «Gloire au Père, et au Fils et au Saint Esprit», mis confidentes.

[…]

Desde la azotea de la casa de mi tía H., hermana de mi madre, en la calle Florida entre Viamonte y Córdoba, se veían los balcones de la casa de L. G. F., pues vivía en la calle Córdoba, cerca de Florida. Mi tía H. se había casado con un viudo, padre de dos chicas y dos varones. Éramos muy amigos y a esa casa íbamos los domingos a almorzar3. La casa nueva y enorme de mi tía H. era mandada hacer para perderse en ella. Con la menor de las chicas subíamos a la azotea para mirar (para que yo mirara) la casa de L. G. F. Era una emocionante aventura. Sabíamos que ni a H. ni a mamá les gustaría este atrevimiento.

Yo tenía la esperanza de que a L. G. F. se le ocurriera salir al balcón un domingo y que nos viera. De esta manera la azotea de mi tía H. se transformaría en otro lugar de cita clandestina. Así fue. La azotea estaba colocada en tal forma que quedaba casi frente al balcón donde apareció L. G. F. Se distinguía perfectamente y él nos reconoció enseguida. Sacó de su bolsillo un pañuelo blanco y nos saludó agitándolo, como hacen los pasajeros de un barco que se aleja del muelle. Nosotras hicimos otro tanto con nuestros pañuelitos. Esta nueva manera de mirarnos por encima de los techos de la ciudad me pareció más íntima. Aunque estábamos muchísimo más lejos que en la sacristía de las Catalinas o que en los balcones de mi casa, aquí no había gente extraña. Nadie asistía al encuentro de nuestras miradas. La casa de mi tía H., por sus tres pisos, dominaba toda la manzana.

Pero esta felicidad, reservada a los domingos y —si era posible— a los feriados, no iba a durar sin nubes. Una tarde, creo que un lunes, me llamó mi amiga por teléfono y me dijo estas palabras siniestras, que comprendí inmediatamente: «Todo se ha descubierto». Un amigo de mi padre, el señor N., vivía en la casa vecina a la de L. G. F. Por casualidad salió el domingo al balcón a tomar el sol. Por casualidad vio a L. G. F. agitando un pañuelo enorme, que parecía una vela de barco, en el balcón vecino. Lleno de curiosidad, el señor N. fue a buscar sus anteojos de larga vista y descubrió, en la azotea de la casa de los L., a dos chicas que respondían al saludo. Una de ellas era la chica de O. Se lo fue a contar al padre de la chica de O. El padre se lo dijo a mi tía H. y mi tía la llamó a mi pobre amiga, que era solo mi acompañante, y le dio un sermón.

Al colgar el tubo después de oír estos horrores, creí que la casa se me iba a derrumbar sobre la cabeza. Me refugié en el cuarto de estudio. Detesté al señor N. y lo maldije hasta la última generación (cosa aprendida en la Histoire Sainte). Ya no me atrevía a pasar delante del cuarto de papá sino con la velocidad de una liebre despavorida…, de miedo a que la puerta se abriera y llamara: «Victorita, vení acá». Pero por extraño que fuese no me convocó para hablarme, como era su costumbre si algo marchaba mal y había llegado a sus oídos (no existía peor castigo para mí). Este silencio inesperado no me tranquilizó. El chisme del señor N. tuvo, en efecto, las consecuencias temidas. El domingo siguiente, cuando después del almuerzo intentamos entrar en la azotea nos encontramos con la puerta cerrada con llave y la llave ausente. Esta señal de que se tomaban precauciones nos dejó angustiadas. Por supuesto…, después de unos días reaccionamos, buscamos la llave y la encontramos.

El hermano menor de mi amiga C. iba al mismo instituto que L. G. F. Nunca conseguí que me contara las cosas que me hubiesen interesado. Era una fatalidad digna de las tragedias de Racine. La única persona que estaba en contacto directo y diario con L. G. F. no nos tomaba en serio a ninguno de los dos. Se burlaba de nosotros. Una vez, sin embargo, supe que L. G. F. le había preguntado por mí. Parece que dijo: «¿Y el ángel?». «¡Ja ja ja!, qué idiota. ¡Bonito ángel! No te conoce.» Me abalancé sobre él (no era la primera vez, y ya habíamos rodado por una escalera en el Bristol). Nos separaron. «Mirá si tendré razón», dijo triunfante, arreglándose la corbata medio desatada que seguramente fue lo primero de que pude echar mano. Este episodio enfrió momentáneamente nuestra amistad, pero A. L. se mostró generoso: me regaló una tarjeta postal, enviada por L. G. F. para año nuevo. Era una cabeza de caballo. Decía: «Te desea muchas felicidades L. G. F.». Me llevé la tarjeta y la escondí, junto a san Antonio, entre las estampas de mi libro de misa. Era un documento comprometedor. Si lo descubrían…, ¡cuántas preguntas! Esa cabeza de caballo y esas palabras firmadas…, prueba aplastante de nuestra conducta pecaminosa.

Cuando me quedaba sola, de noche, sacaba la tarjeta de su escondite y la besaba. Besaba «te desea muchas felicidades». ¡Cómo habría sido de feliz si esas palabras se hubieran escrito para mí! Pero tanta dicha era inalcanzable. Podía estar agradecida de tener esa postal elegida, comprada, pagada por L. G. F. También llevaba una estampilla pegada por él. Había escrito la dirección, el saludo, con su pluma, con su tinta, con su mano. ¿Qué más?

Me daba perfectamente cuenta de que las personas mayores no eran capaces de entender lo que pasaba entre L. G. F. y yo. Por otro lado, ¿quién era capaz, excepto Dios si ve lo que siente la gente? Solo Dios, si ve a la gente por dentro, podía comprender mi felicidad cuando lo veía pasar a caballo en San Isidro, a pie en Viamonte. Era una felicidad que se comunicaba a todo cuanto me rodeaba, de tal modo que yo encontraba sus rastros en todos lados: en el dibujo de los hierros de los balcones de casa, en las losas de la vereda, en el sonar de las campanas de las Catalinas, en el olor de las rosas amarillas, en el incienso de los domingos, en la arcada del Bon Marché donde él solía pararse, medio escondido, para hacer una seña de despedida. Era una felicidad que dejaba su marca en los objetos: un pedazo de cartulina, unas hojas secas. Una felicidad que se extendía en círculos como los que hace una piedrita tirada a un estanque: círculos cada vez mayores, que cada vez abarcaban más cosas, que invadían todos los dominios, la ciudad, el campo, las estaciones, la lectura, la música, los héroes de la historia, los santos del calendario, las oraciones, los sueños.

L. G. F. caminaba agachando la cabeza. Su labio inferior avanzaba ligeramente. Delante del espejo traté de imitar esta moue de la boca que a él le quedaba tan bien. Si el labio superior hubiera sobresalido como en algunas caras —pensé, avanzando mi labio superior para probar—, qué distinto efecto. No me hubiera gustado nada L. G. F. Las gentes con labio superior protuberante parecen conejos, son siempre mamarrachos. Uno de los encantos de L. G. F. era esa moue. En cuanto a su manera de andar, yo la imitaba perfectamente, así como un levantar de costado la cabeza, de vez en cuando, como si le molestara el cuello. A fuerza de imitarlo empecé a caminar agachando la cabeza. Mi madre lo notó: «¿Qué le pasa a esta chica que cada día anda más agachada? Qué mala costumbre estás tomando. Es feísimo. Te vamos a tener que poner espalderas». Yo ya me veía como la Clémence de Comédies et proverbes, de la Comtesse de Ségur: con un aparato que me impediría bajar la cabeza. Pero mamá no era Madame d’Embrun. Las espalderas no pasarían de una amenaza.

Otro de los encantos de L. G. F. era que caminaba a grandes trancos. Sus piernas eran, desde luego, mucho más largas que las mías, puesto que me llevaba unos cuantos años. Y cuando se está creciendo, los años hacen notables diferencias.

Al llegar la primavera, el año del memorable Carnaval, mis padres decidieron ir a pasar una temporada, como de costumbre, a la estancia de mi abuelo. Esto, que hasta esa época me había llenado de contento, me desesperó. Pergamino quedaba lejos, y aunque La Rabona, con su jardín, su huerta, sus animales, mis tíos Juan e Isabel, ofrecía un programa variado y divertido (además, nos veríamos libres de lecciones), estas ventajas no compensaban separarme de L. G. F., no verlo durante cuatro interminables semanas. Y ¿cómo avisarle que me iba? Ni se me ocurrió hablarle por teléfono. Mi relación con él era de mirada a mirada.

Si L. G. F. no me veía más en los balcones, creería que lo olvidaba. Acabaría por aburrirse de esperarme. No volvería. ¿Cómo evitar esta catástrofe? A. L. era el único puente. Pero no era puente sino abismo de burla y de indiferencia ante nuestra desgracia.

Sin embargo (y nunca supe por qué milagro), L. G. F. apareció a las seis y media de la mañana en la esquina de Florida y Viamonte, el día de nuestra partida. Tomábamos el tren de las siete y media. Evidentemente, lo sabía y venía a despedirse. Pero como la familia entera entraba y salía de los cuartos, preparando las últimas valijas y vistiendo a las chicas, y mi padre ya estaba levantado, la despedida fue breve: un abrir y cerrar el balcón, dos manos que, a la distancia, se juntaban en el mismo adiós.

Esto me quitó un peso del corazón. Con mi amiga C., la que me acompañaba a la azotea, habíamos convenido en que agregaríamos a nuestras cartas unas líneas escritas con jugo de limón, para comunicarnos lo que ninguna otra persona tenía que saber. Al calor de una vela, el jugo de limón invisible toma un tinte marroncito. Yo lo había leído en un libro. Pero nunca hubo noticias que darme. El jugo de limón solo sirvió para escribir, invariablemente: «No sé nada de L. G. F. No lo he visto».

Sin embargo, hasta ese no saber nada era saber algo, puesto que aparecían, de golpe, al calor de la vela, las iniciales mágicas.

Si no hubiese sido por la lectura y mi afición creciente a escribir cartas, y hasta futuros libros, ese mes de La Rabona, estación Socorro, habría sido de mortal tristeza. Estar lejos de la esquina de Florida y Viamonte era un destierro. Pero los libros en que la gente se quería, sin que los persiguieran porque se querían…, o en que conseguían verse aunque los persiguieran, eran un consuelo. Los libros, los libros, los libros eran un mundo nuevo en que reinaba una bendita libertad. Yo vivía la vida de los libros, y no tenía que rendirle cuentas a nadie de este vivir. Era cosa mía.

Además, las cartas…, otro alivio; aunque no se las podía dirigir al verdadero destinatario. Escribir por escribir también me tranquilizaba. Después de mi primera composición sobre los crímenes del Imperio británico, inspirada por la traicionera Miss Ellis, había nacido en mí la seguridad de que escribir era un desquite. La palabra escrita ayudaba a escapar de las injusticias, de la soledad, de la pena, del aburrimiento.


1 Un Paul Newman adolescente.

2 Hoy Galería Pacífico.

3 Ella tuvo cinco hijos; uno de ellos sería premio Nobel.

Darse

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