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ОглавлениеUN PAÍS DE CIUDADES: ¿DESEO, SUEÑO O UTOPÍA?
Josep Sorribes1
Que las cosas no son ni blancas ni negras es algo tan obvio que puede llegar a ser un tópico o lugar común. Pero, sin embargo, detrás de la sencilla expresión de «un país de ciudades» hay un proyecto social y político relativamente novedoso e ilusionante. Pero conviene tomar precauciones: si uno se deja llevar por la posible racionalidad histórica e indudables efectos benéficos del proyecto de marras, las probabilidades de engrosar las filas del apostolado son tan elevadas como las de comprobar que detrás de la chaqueta, camisa o jersey lleva uno colgado un cartel que reza: «¡Cuidado! Visionario peligroso, abstenerse».
¿POR QUÉ Y PARA QUÉ UN PAÍS DE CIUDADES?
Para ejercer este apostolado uno tiene que estar vacunado contra el pensamiento antiurbano sea éste nostálgico o esté disfrazado de verde, de sostenibilidad mal entendida o de lagarterana. Las ciudades son la forma de organización social del espacio que ha obtenido mejor nota en la historia: tanto la actividad productiva como el personal encuentran ventajas en la aglomeración, en la proximidad, en la posibilidad de contacto. Lo de menos es el tamaño poblacional o físico. La ciudad se respira, se vive. Es la intensidad y la inmediatez de las comunicaciones de todo tipo lo que importa. No está de más recordar que en la historia, la ciudad (y las redes de ciudades) siempre ha sido lugar de intercambio y comercio, de difusión de ideas, de herejías, de cultura, de laicidad, de libertad. En un mundo crecientemente urbanizado la ciudad (la real, no la administrativa) es allí donde todo pasa y, por tanto, también es la ciudad de los conflictos y las guerras, la ciudad del hambre y la marginación. Pero con sus grandezas y miserias, la ciudad, las ciudades, son el activo más importante de nuestra sociedad. También desde la perspectiva de la identidad. Sólo la ciudad es concreta. Las demás construcciones sociopolíticas (la región, el Estado, la Unión Europea) son necesariamente abstractas y no favorecen la necesaria sensación de pertenencia, de raíces. Los nacionalismos (viejos y nuevos) necesitan de la confrontación, del enemigo exterior. Ser ciudadano es, por el contrario, compatible con el mestizaje y la solidaridad.
Pero, aunque pueda parecer paradójico, cuando las ciudades adquieren mayor relevancia económica, social y cultural (a partir de la Revolución Industrial) es cuando la consolidación del Estado-nación, heredero de las monarquías absolutas, les priva de todo protagonismo político. Y como si de un mal de ojo se tratara, cuando el debilitamiento del Estado-nación se produce por cesión de soberanía «hacia arriba» (los procesos de integración) y «hacia abajo» (la creciente descentralización), las regiones no siempre ven con buenos ojos la posibilidad de un nuevo renacimiento urbano aunque una región no sea más que un sistema urbano con límites (no siempre operativos) de tipo político institucional.
En este marco general de referencia, en el País Valenciano tenemos una oportunidad de oro: un sistema urbano denso y cada vez mejor comunicado en el que ciudades, áreas metropolitanas y distritos industriales se suceden sin solución de continuidad. El país como una liga de ciudades en la que juegan las economías de localización, de urbanización, de red. Sólo haría falta fomentar y favorecer la cooperación, devolver el protagonismo a las ciudades y a sus representantes.
LOS COSTES DEL AISLAMIENTO
A pesar de la similitud de problemas, la incomunicación entre nuestras ciudades «administrativas» es lamentablemente elevada. Los alcaldes hablan muy poco entre sí. Celosos de una mal entendida autonomía refrendada por la Constitución, ponen cara de pocos amigos si las ventajas de la colaboración suponen merma de poder. Si Valencia y Alboraia se hubieran hablado no tendríamos la chapuza de un paseo marítimo quebrado con dos diseños diferentes. Si Valencia, Mislata y Paterna se hablaran, el Parque de Cabecera del Turia sería otro cantar. Si Paterna se mancomunara con Burjassot, Bétera, Godella y Rocafort quizá encontraramos la forma de deshacer u ordenar la madeja. Si Vila-real y Almassora hubieran hablado, las fábricas de azulejos de la margen izquierda del Millars no impedirían el descanso de los pudientes usuarios de la nueva zona residencial del Madrigal. Si Peníscola, Vinaròs y Benicarló se hablaran, los problemas de la ciudad real (el sumatorio) tendrían más fácil solución. Si los de Alcoi no fueran tan cabezotas, su racimito (Concentaina, Banyeres, Muro...) daría mejor vino y si se sentaran con diez o doce municipios de la vecindad, el vino sería mejor que el Vega Sicilia. Si los alcaldes de Xàtiva, Ontinyent, Alcoi, Dénia y Gandia se lo propusieran, nuestros nietos verían las comarcas centrales consolidadas. Si Elda y Petrer recuperaran el sentido común, admitirían que son una única ciudad y actuarían en consecuencia. Y si el citado sentido existiera, Alicante no estaría ahora exponiendo el avance de su Plan General sino el de L’Alacantí. Y si Diego Macià se relajara y perdiera la obsesión por ser «absorbido» por Alicante, a lo mejor se le ocurría que a Elx «le toca» ser la capital del Vinalopó, desde Santa Pola hasta Villena, y estamos hablando de unos 400.000 habitantes en la actualidad.
Hemos puesto algunos ejemplos pero la cuestión de fondo es encontrar la fórmula para que se restablezca un diálogo fluido entre nuestras ciudades. Es bastante evidente que en un hipotético país en el que sólo existiera el gobierno local, la necesidad haría maravillas y los responsables políticos de las ciudades se las tendrían que ingeniar para dar solución a todos los problemas que nos afectan, desde la planificación y gestión de las infraestructuras-red hasta el funcionamiento de la red de equipamientos sanitarios, educativos, culturales..., pasando por la política de crecimiento económico, los problemas medioambientales, la pobreza, la valoración de los recursos necesarios y la forma de obtenerlos, etc. Me imagino que más de un alcalde se habrá puesto a sudar. Tranquilos, que el personal ya está acostumbrado a que sean los últimos de la fila y a que eso de la «distribución competencial» da mucho juego para echar balones fuera. Como la partida se juega a varias bandas y tanto la Generalitat como las diputaciones controlan las jugadas, los alcaldes (honrosas excepciones siempre hay) pueden permitirse el lujo de hablar poco entre sí y de imaginarse a sí mismos como nobles (empobrecidos) de condados ficticios. La lástima es que este juego ni conduce al País de las Ciudades, ni permite a los ciudadanos tomar conciencia de que son clientes y copropietarios de la ciudad y no sólo súbditos y/o contribuyentes, ni colabora en que las ciudades sean escuela de democracia. Y, a pesar de todo, la gente se estima, y mucho, a sus ciudades aunque algunos a veces actúen como los bárbaros que anunciara Kavafis.
¿QUIÉN SE APROVECHA?
Tan falaz sería no reconocer la parte de culpa de los alcaldes en esta suicida segmentación como hacerles jugar el papel del malo de la película. Porque hay quien no mueve un dedo por promover la cooperación no vaya a ser que salga perdiendo. La lista es tan breve como ilustrativa: una alcaldesa –la de Valencia– que pasará a la historia por ser el único mandatario de una gran ciudad que aplaude cuando el Gobierno de su propio partido disuelve, sin solución de recambio digna ni aceptable, el área metropolitana que se suponía debía de liderar; un gobierno regional que está muy cómodo excusándose en que es «muy difícil» entenderse con más de 500 municipios en lugar de afrontar un modelo lógico y racional de gobierno del territorio; unas diputaciones provinciales que son lo más parecido a los tancats de L’Albufera y que son caldo de cultivo inmejorable para el caciquismo, la subvención condicionada y la ineficiencia y un fósil llamado Federación Valenciana de Municipios y Provincias. Mucha silla, mucho cargo, mucho asesor. Nuestro país linda por el norte con Cataluña, por el oeste con Teruel, Cuenca y Albacete, por el sur con Murcia y por el este con el Mare Nostrum. Pero limita sobre todo con la limitación mental de sus gobernantes.
1 Josep Sorribes es profesor del Departamento de Estructura Económica de la Universitat de València.