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UN SIGLO BAJO EL INFLUJO DE LAS CIUDADES

Miquel Alberola1

La ciudad es lo único que no es abstracto. El profesor del departamento de Estructura Económica de la Universitat de València y especialista en el fenómeno metropolitano Josep Sorribes se muestra así de concluyente. «La región es una abstracción, como la comarca y la nación; lo único que es concreto son las ciudades. Fuera de las ciudades no hay nada», proclama. El sistema de ciudades impone cada vez más su importancia, porque el mundo funciona cada vez más en base a áreas urbanas interconectadas, planteando nuevos escenarios y nuevos retos para ellas. ¿Pero hay un nuevo concepto de ciudad? Para Sorribes, el número de habitantes y el tamaño no determinan lo que es una ciudad, sino una cierta densidad de población y una cierta densidad de interrelación, definición que desborda a la ciudad por encima de los límites municipales convencionales.

Hasta el año 50, que es cuando empiezan las migraciones, la ocupación del territorio había sido bastante homogénea, puesto que se producía en función de la economía agraria. Pero la industrialización empieza a acelerar la fuga hacia las ciudades, y el turismo y el ansia de vivir junto al mar presionan sobre el litoral hasta que el mapa cambia radicalmente. «Hay una determinación de grandes nodos: la nueva sociedad impone concentraciones excesivas», explica el sociólogo José Miguel Iribas, quien cuenta con un acreditado historial en la ordenación del territorio.

A diferencia del resto de Europa, donde la ciudades continúan siendo el fundamento más potente del territorio, Iribas advierte de que la urbanización hacia las periferias a costa de las ciudades es un proceso «suicida e insostenible técnicamente». Desde su punto de vista, la actividad de la Administración en el fortalecimiento de los procesos urbanos es muy endeble, y ha habido una continuidad en el error, tanto por la Administración socialista como la popular, de permitir que las ciudades vayan perdiendo pujanza. «Eso lo vamos a pagar muy caro, porque ha llevado a pensar que las ciudades no van a ser protagonistas. Pero todos los analistas mundiales coinciden en que va a ser un siglo de concentración urbana salvaje, donde una ciudad de 750.000 habitantes como Valencia será una ciudad ya no media sino media-baja», vaticina.

Al director del Instituto de Robótica de la Universidad de Valencia, Gregorio Martín, tampoco se le escapa el gran impulso de «la ciudad-mancha», donde la ciudad sale de su ámbito tradicional para convertirse en una concentración de territorio muy amplio. «Este nuevo polo de atracción supone una organización social extraordinariamente compleja», considera, «y quienes peor lo pasan son aquellos a los que les sobreviene este fenómeno sin un plan y sin haber puesto todos los medios para que el valor histórico del centro sea compatible con esta extensión, como hizo París con L’Île de France o Nueva York, que se convirtió en un Estado».

De lo contrario, Martín teme que se pueda desembocar en el ejemplo caótico de México DF: «Hay que analizar la complejidad que tiene el hecho de que la gente tienda a aglomerarse en determinados lugares, porque, a diferencia de lo que vaticinaron los profetas de la Sociedad de la Información, la gente tiende a aglomerarse, en Silicon Valley o donde sea», alerta. El mayor inconveniente que plantean estas regiones urbanas para el profesor Sorribes también es el modelo de crecimiento. «Cuando la ciudad se extiende, el problema es cómo se estructura dentro», plantea. Si los nuevos usos productivos, residenciales o comerciales se ubican en las proximidades de los núcleos urbanos persistentes, haciendo una difusión compacta, se puede utilizar una red de transporte público. «Pero si se hace una difusión dispersa, con polígonos, urbanizaciones y grandes superficies, es un desastre», deduce. A su parecer, ese crecimiento genera una ocupación de espacio innecesaria y aumenta el uso del coche, «porque no hay sistema de transporte público que funcione, y eso es preocupante, en un país que ya tiene 17 vehículos privados por habitante, y por el impacto medioambiental que comporta», previene.

En este escenario, la dispersión administrativa es un serio inconveniente. Iribas considera que Valencia «ya no tiene 750.000 habitantes, pero actúa como si los tuviera», sin tener en cuenta que hay una continuidad urbana y unos intereses comunes con toda el área metropolitana. Asimismo, se muestra convencido de que mantener la ficción de que el territorio tiene una barrera de términos municipales en medio de una calle «al ciudadano no le importa en absoluto»: «No se puede desarticular un territorio que funciona de forma conjunta, porque todas las decisiones que toma el Ayuntamiento de Valencia afectan a los pueblos de su área». En ese sentido, la división municipal heredada del siglo XIX resulta poco operativa, no sólo en Valencia, sino en el resto de grandes áreas (Orihuela, Elche...). Según Iribas, la consagración que hace del espíritu municipalista la Constitución tiene algunos efectos perversos:. «Es cierto que da una respuesta a la sensibilidad de lo próximo muy interesante, pero con un poder que debería de ser arbitrado desde otras instancias, aunque los ayuntamientos contaran con derechos de veto o de intervención señalada».

Gregorio Martín apuesta por que esta planificación sea desempeñada por la Administración autonómica, puesto que las diputaciones «no sirven» ni los ayuntamientos «tampoco». «Hay que seguir los ejemplos de L’Île de France o del Gran Londres y evitar la competencia interna. Porque si no lo hace la política lo hará el mercado con las consecuencias consabidas, puesto que sólo se fija en el corto plazo», asegura.

La Administración «tiene que entender las ciudades reales», y éste es un reto de los más importantes que tiene ante sí la Comunidad Valenciana según Josep Sorribes, quien mantiene que cuando se hizo la Ley de Régimen Local se perdió una gran oportunidad para modernizar la función pública. «¿Dónde acaba Valencia? Hay un ámbito diario en el que la gente se mueve para ir al trabajo, y eso es la ciudad real: Cheste o Llíria son parte de la ciudad de Valencia, aunque sus habitantes tengan una clara identidad local, que está muy bien que se mantenga, pero con los años se tenderá a un ciudadano metropolitano», defiende, y sentencia: «El límite administrativo no sirve para nada, porque la economía, el medio ambiente, las redes de transporte ni la gente no entiende de límites administrativos».

Sorribes se proclama municipalista, en el sentido de que el municipio es un invento que dio origen a la ciudad, y que es el primer ámbito de actuación política y de servicios con un referente muy claro, que es el alcalde, pero existen muchas actuaciones que no tiene sentido mantenerlas en los municipios. «No puede ser que cada ayuntamiento haga su planificación urbanística sin tener en cuenta a sus municipios vecinos, porque se pierden muchas oportunidades y se crean muchos problemas innecesarios», razona.

En opinión de Sorribes hay «un exceso desequilibrante» en los ayuntamientos en lo que respecta a la «gestión urbanística y la gestión hacendística». «Se podrían tener en un ordenador todos los planes de ordenación urbana de todos los municipios urbanísticos, y saber qué es urbanizable y qué no, y de quién es la parcela catastral, si se han cedido los viales...», apunta. De acuerdo con su esquema, los ayuntamientos deberían funcionar «como las sucursales bancarias», en las que todos los datos son accesibles desde cualquier punto, «simplificando recursos humanos». Sorribes reclama una nueva mentalidad para evitar que zonas densificadas como L’Horta tengan 44 administraciones hacendísticas y urbanísticas diferentes, «lo que revertiría en un aumento de la calidad de los servicios personales y en el ahorro».

Ello obligaría a un rediseño de las plantillas de los ayuntamientos en función de las nuevas realidades. Así, recuerda que en algún país europeo se suprimieron de un plumazo la mitad de los ayuntamientos como entidades administrativas y como resultado se ha ganado en efectividad. Pero esta reforma choca con los intereses políticos creados en las distintas administraciones, a la vez que plantea un profundo interrogante sobre la actual función de los concejales, que «no tocarían papeles ni otorgarían subvenciones, lo que obligaría a hacer política de calle».

Para José Miguel Iribas los «territorios funcionales» de la Comunidad Valenciana son muy claros. «La distribución es muy homogénea y permite dividirla en 15 áreas, aunque de éstas hay dos que son excesivas, pero realmente sí tienen una vinculación funcional de todos los componentes con la cabecera», explica, y ejemplifica: «El mapa de hipermercados casi te da a entender estas áreas, porque un hipermercado para funcionar necesita unos 70.000 clientes». Estas «comarcas de gestión», como prefiere llamarlas Sorribes, deberían agrupar a un mínimo de 100.000 habitantes, lo que les supone una capacidad económica para disponer de arquitectos, economistas, ingenieros... para hacer el trabajo de un modo centralizado y complementado desde el municipio. Sorribes las simplifica en 13. «La gestión centralizada en este sentido no va en contra de la proximidad ni de la democracia», defiende.

Mirando hacia afuera, Gregorio Martín se muestra convencido de que el eje mediterráneo es una franja ininterrumpida de ciudades más relacionadas entre ellas de lo que realmente creen. «Esa necesidad se consolidó con la Autopista del Mediterráneo y es necesario buscar una alternativa en vías de comunicación que vaya más allá de la planificación de área metropolitana, porque hay una sucesión de áreas comunes en la costa», analiza. Bajo su criterio, hay un concepto de geopolítica que debería de incorporarse «en una época de competencia entre megápolis y en una situación de mercado». «Valencia debería saber que tiene una situación policéntrica, a diferencia de otras comunidades, y que deberá llegar a un acuerdo razonable de ciudades», indica. El futuro, para el director del Instituto de Robótica, plantea la necesidad de «una red integrada de ciudades que dejan de competir y se sienten parte de una realidad, si no se quiere geopolítica, geoeconómica». «Porque Alicante, Valencia y Castellón son ciudades absolutamente complementarias. Si estas ciudades no se dotan de buenas relaciones frente a una capital bien estructurada, que es Madrid, tendrán un futuro muy duro», advierte.

Pero esta estructura metropolitana, hacia adentro, impone también un sentido de ciudadanía y de respeto, y una gran necesidad de seguridad, disciplina, de compatibilizar los derechos individuales con los colectivos. «Estamos frente a una gran necesidad de definir las reglas del juego», sugiere Martín, mientras Iribas se muestra tajante: «El único fundamento que tiene la ciudad es que sea el espacio de lo colectivo, que sea de todos. Si es el espacio de la acumulación, no sirve para nada. Tiene que haber contacto dialéctico, tráfico de ideas... La cristalización de ese debate es la planificación democrática, que exige olvidarse del oscurantismo y del lenguaje de los planes, estimular los procesos de participación de la gente», sostiene.

Otra discusión de calado en la Comunidad Valenciana es qué pasa con los pueblos intermedios, que hasta ahora han sido un activo muy importante, en un momento en que la agricultura, que es la que los sustentaba en gran parte, ha dejado de ser un activo (apenas el 3,7 % de PIB valenciano). Por ejemplo, Burriana, cuya deslumbrante actividad naranjera de finales del XIX y principios del XX secretó la exagerada equiparación local de «Borriana-París-Londres», hoy no podría sobrevivir sin el empleo de las industrias cerámicas de Vila-real. Idéntico camino lleva Alzira, con el agravante de que la industria alimentaria, que suponía una alternativa, tiene competidores muy fuertes del exterior o es totalmente multinacional. Lo mismo ocurre con algunas poblaciones con producciones manufactureras en fase de agotamiento o en proceso de trasvase hacia otros polos, como es el caso de Alcoi, cuya potencia se escinde hacia Cocentaina. Y un problema similar tienen ciudades cuya especialización fue el comercio, como Xàtiva o Gandia, en las que la reducción de las distancias con Valencia a través de la autovía y la autopista ha supuesto un serio aviso a sus estructuras, aunque el turismo, en el caso de la capital de La Safor, ha amortiguado de momento el golpe. Sin la agricultura como activo y sin el vigor de los soportes industriales tradicionales, muchas ciudades intermedias se enfrentan a un horizonte cargado de incertidumbres.

En una estructura mundial en la que los territorios urbanos juegan un papel fundamental, «la competitividad interna exige conocer cuál es el plus de excelencia de cada ciudad», asegura Iribas. «Cada ciudad debe saber a qué se tiene que dedicar, en qué es más competitiva y cuál es el factor que debe explotar para tener posibilidades de sobrevivir en esa sociedad hacia la que nos dirigimos», avisa. Para este objetivo es necesario un trabajo de urbanismo interno que, según Iribas, no se está haciendo: «Que las ciudades sean bellas, que estén bien equipadas, que sean cómodas, que tengan buen transporte, que tengan unas ofertas culturales y deportivas impresionantes...». A su juicio, no se trata sólo de un problema de grandes infraestructuras, sino también de regeneración del tejido interno, de recuperación de los cascos antiguos y de apuesta por la escena urbana, en la que será determinante «el plus de excelencia». «Las ciudades intermedias sólo pueden funcionar si se especializan mucho, como es el caso de Vila-real, Benidorm o Ibi». «De momento no hay ningún mecanismo de reflexión para prevenir esta situación», se duele Iribas: «Los alcades están viendo un proceso de continuidad».

1 Miquel Alberola es periodista.

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