Читать книгу Los fantasmas de Armero, o el quinto elemento: crónicas desde el cuerpo - Adriana Leonor López Vela - Страница 13

Ahí están, en cuerpo y alma, los fantasmas

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Dicen que en las ruinas de Armero rondan los fantasmas. Dicen que los han visto cuando el día se hunde en la soledad y en el silencio de la noche. Ha habido viajeros que dicen haberlos visto mientras transitan la Ruta Nacional 43, entre el puente del río Lagunilla y la Virgen que custodia la entrada a Guayabal, que fue puesta allí para demarcar el límite hasta donde llegó la muerte la media noche del 13 de noviembre de 1985.

Dicen que ellos solo aparecen en la hora gris. Algunos parroquianos llaman hora gris al crepúsculo, algo así como entre las cuatro de la tarde y las siete de la noche. Aunque a veces —dicen— se dejan ver cuando el cielo está encapotado, como si los fantasmas se comportaran como los Nosferatu.

Todo empezó con un rumor temprano antes de cumplidos los tres años de la tragedia.2 Y este rumor ha ido creciendo, y hasta programas de radio se transmiten cada 31 de octubre, fecha en la que, por las cábalas, una energía especialmente oscura se cierne sobre el mundo. Y ha sido escenario, también, de programas televisivos que, aparentemente, han demostrado como ciertas estas leyendas.

Y además de jóvenes estudiantes y turistas, las ruinas han sido frecuentadas en los últimos años por personas que se hacen llamar brujos, chamanes y médiums, que, dicen, han constatado la presencia de los fantasmas.

Y a los restaurantes que están a la vera del camino a la altura de Armero-Guayabal, han llegado las historias de apariciones y de voces, y de fuerzas extrañas que indisponen los cuerpos de los viajeros. Algunos, incluso, han contado que, al cruzar el puente del río Lagunilla en dirección al norte, han entrado en una dimensión fantasmagórica, desconocida, y se han perdido entre las ruinas, sin haber tenido la intención de entrar allí.

Pero pruebas tangibles no hay. No las hay porque —dicen— los fantasmas han arruinado los equipos en los que se han descargado dichas pruebas.

Dicen que no a todos se les aparecen, porque ellos, los fantasmas, tienen cierta prelación por el público ante quien se dejan ver. U oír. Unos dicen, por ejemplo, que los fantasmas se le aparecen solo a la gente mala, mala, mala. Que porque comparten esa energía oscura. Mientras otros dicen, en cambio, que los fantasmas se le aparecen solo a la gente de corazón puro; a la gente buena. Sobre todo, a los niños, porque ellos tienen una energía especial, cercana a Dios. Y dicen quienes saben de estas cosas —no necesariamente brujos y chamanes, no— que hay fantasmas buenos y fantasmas malos. Los buenos ayudan a las personas que por alguna razón se afectan más que otras, en tanto que los malos, obvio, solo generan angustia y confusión. Así se conserva un equilibrio, como Francis Lawrence nos lo reveló en su película Constantine, de 2005. La idea del equilibrio entre esas fuerzas luminosas y oscuras siempre ha gobernado la historia del hombre. Esa vieja idea de equilibrio —pienso— es más una necesidad nuestra que una verdad inobjetable. No sé.

Pero, si de energía se trata, ahí sí es fácil comprobar que ahí hay algo, porque el cuerpo no es el mismo. Y cualquier persona, medianamente sensible, lo puede constatar. Porque el cuerpo, desde el punto de vista de la energía, responde a otras energías que no se pueden ver, pero sí se sienten. Los ojos no la ven, pero las vísceras, los músculos y la piel sí; el cuerpo no es el mismo.

Lo primero es que el cuerpo siente algo y ese algo se siente, en principio, en el estómago, en ese espacio que se ubica justo donde termina el esternón. Como cuando se come algo que ha caído mal y el estómago se resiente y se torna pesado. Hay malestar. Algunos hemos sentido el malestar físico sin saber que ese malestar es producto de las energías que allí se agitan. Lo que sigue es un cierto estremecimiento que del estómago se expande hacia el exterior, como si de unas ondas se tratara; atraviesa los músculos, que se contraen un poco y pasa por la piel; y ocurre que por la dermis del cuerpo corre cierto picor, sobre todo, en los brazos, el cuello, las piernas. Y, a su vez, esa onda que parte del estómago atraviesa el pecho, la garganta y el rostro. La garganta se cierra y el rostro se endurece. La garganta se cierra así se lleven los labios abiertos, porque la boca se abre en un intento, para que, cuanto más aire, más oxígeno; aun así, falta el aire y la garganta se torna seca. Da sed. La sed que da en esta ciudad fantasma no es solo por la temperatura que fácilmente alcanza los 37º o 39º hacia el mediodía en tiempo de verano. Y puede ocurrir, como ha ocurrido, que el malestar físico se manifieste en el comportamiento de las personas. Si se está acompañado, puede ocurrir que los ánimos se alteren y surjan discusiones entre ellas. Discordias por cosas nimias que normalmente pueden parecer ridículas. Si se está solo —y es poco probable que alguien se atreva a entrar a caminar por aquellas calles desoladas solo—, el malestar lo expulsa; da media vuelta y se va sin saber el porqué.

Pero todo tiene una explicación, o varias, porque, en principio, creo que de eso se trata, de encontrar alguna explicación a los hechos que acaecen allí, guste o no, se crea o no.

Esa búsqueda me condujo a un ejercicio de exploración de un territorio arrasado por el volcán, sí, pero arrasado también por los actos de pillaje que le siguieron a la tragedia; y en tanto arrasado, devorado por la manigua.

Los rumores siguen corriendo en este tránsito de boca en boca. Y no será ajeno el que alguien allí, en medio de la desolación, escuche historias. La primigenia manera de heredar y de transmitir; pero también de crear. Ese tránsito de boca en boca.

Y así, como en el cuento Algo muy grave va a suceder en este pueblo, de Gabriel García Márquez, las ruinas ya hacen parte de los mitos, de las leyendas de duendes, hadas y fantasmas que desde tiempo ha cohabitan en el alma de los tolimenses como si desde los días del gran cacique Yuldama una suerte de hechizo se hubiese cernido bajo la mirada azarosa de las nieves perpetuas que coronan la cordillera; o quizá sea envés. Que sea el espíritu de los ancestros, de los bravíos panches, desde los tiempos de la Conquista, el que arrojó una suerte de encantamiento sobre los brazos que caen de los nevados Ruiz, Tolima, Santa Isabel y Quindío, y de los muchos páramos que abrazan el valle del río grande de La Magdalena. El Tolima Grande está hechizado y pocos se han salvado de su encantamiento.

Los fantasmas de Armero, o el quinto elemento: crónicas desde el cuerpo

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