Читать книгу Los fantasmas de Armero, o el quinto elemento: crónicas desde el cuerpo - Adriana Leonor López Vela - Страница 14

Esta es la tierra que pisas

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Desde la avenida principal, la Ruta Nacional 43 o carrera 18 de Armero, solo se puede apreciar a ambos lados de la calzada medias casas, medios vanos de ventanas y puertas que, sin la techumbre, parecen cuerpos desnudos tomados por asalto. La tierra deja ver apenas las partes altas de las viviendas que fueron sepultadas por la avalancha de lodo que se desprendió del volcán nevado del Ruiz tras su erupción la noche del 13 de noviembre de 1985. Y bajo esta tierra yacen los cuerpos de 25 000 armeritas. Se ven también landas que se funden en un bosque que se devora de a poco lo que la avalancha dejó, un mosaico de verdes bosque, lima, pino, jade, arce, bambú. Estos restos podrían ser parte de un pueblo enano en el que habitan lémures. La primera vez pensé que podría ser Comala, los muertos del señor Páramo, ahí. Pero no; los muertos sí. En cada visita, veo a estas almas trasegando en sus rutinas, conversando de cosas simples, como de los vientos moteados en septiembre o de la zarigüeya que no dejó dormir en la noche, por ejemplo.


Este paraje donde está la “antigua Armero”, como la llaman ahora, no alcanzó a cumplir los cien años porque fue fundada apenas en 1895; entonces fue aldea y la llamaron San Lorenzo. Pero la historia del territorio se va siglos atrás cuando era habitado por los panches, una comunidad que estaba en pleno desarrollo cuando fueron asaltados por los españoles: los hermanos Quesada, que entraron por el norte bajo las órdenes de Pedro Fernández de Lugo; Sebastián de Belalcázar y sus hombres, que entraron por el sur y eran llamados “peruleros” porque venían de conquistar Perú; y Nicolás de Federmán, por el oriente porque venía de Venezuela. Esta fue la primera vez, en 1538, porque luego se sucederían otras expediciones; unas con la finalidad de saquear el abundante oro que encontraron en sus ríos, sobre todo el Sabandija y el Lagunilla; otras, con la firme intención de doblegarlos y arrebatarles sus tierras. Sin embargo, los panches pasaron a la historia por ser de las pocas comunidades precolombinas en el país que no se rindieron, combatieron hasta el último aliento; prefirieron su extinción antes que el sometimiento.

Su historia es importante hoy, ahora, porque su espíritu altivo, aguerrido y religioso pervive en el alma de los tolimenses, y ello podría explicar a más de su historia reciente, el misticismo y la magia que flamea sobre las estribaciones de la cordillera y el valle del río Guaca-Cayo, como los indios llamaban al río grande de La Magdalena. Y lo llamaban así porque lo consideraban sagrado y el término traduce río de las Tumbas o río de Agua y Tierra,3 según la versión del antropólogo y arqueólogo Ángel Antonio Martínez Trujillo; otra versión la conocí de la voz del mohán David Machado, quien cuenta que Guaca-Cayo, para su pueblo panchigua, traduce río de las islas o río de la región de las islas.

Aunque los españoles pensaron que les sería fácil apropiarse del oro, les costó años de guerras con los panches. Para 1544, los invasores lograron dominarlos; luego, se rebelarían bajo el mando de Yuldama, Pompomá, Guastía, Niquiatepa, Uniguá, Abea, Ondama, y otros caciques quienes fueron el último frente en un levantamiento que los españoles llamaron “la rebelde trama”. Combates que fueron segando la vida de uno tras otro hasta la completa aniquilación; la extinción de este pueblo fue un hecho hacia la primera década de 1700, tiempos del Virreinato de la Nueva Granada. Así, por las crónicas de Indias,4 se infiere que Méndez, hoy corregimiento de Armero, fue el primer caserío donde se acomodaron los españoles por tener una mina en su territorio. Antes de llamarse Méndez, se llamó Paso de Julio Góngora,5 punto donde el Sabandija vierte sus aguas al Magdalena.

Se sabe con certeza que Guayabal fue fundada en 1583 también por la riqueza en oro, y erigida como parroquia en 1794. En ese entonces, Méndez dependía de Guayabal, hasta que —cuenta Hugo Viana Castro en su libro Armero, su verdadera historia— Simón Bolívar la convirtió en parroquia por la importancia comercial que tenía en ese momento. Para 1861, según los estudios de la Comisión Corográfica6 (1850-1859), Guayabal contaba con 4766 habitantes y Méndez con 1043. En 1881, Méndez era distrito, y Guayabal, aldea. Situación que volvió a cambiar en 1886 cuando disolvieron el distrito de Méndez y lo repartieron entre Guayabal y Honda.7 Y, así, Méndez se fue diluyendo hasta ser hoy corregimiento de Armero8 a 21 km de Guayabal, la cabecera municipal, con un acceso difícil a través de una vía destapada que hace de esos escasos kilómetros una digna expedición. Lo que debería recorrerse en veinte minutos se toma una hora… Aunque tienen su propia página en Facebook en la que aparecen pocos datos, por ejemplo, que hay una institución educativa y una iglesia católica en la que se venera a la Virgen Inmaculada —aunque no cuenta con un párroco permanente—, sus aproximados 350 habitantes son hombres que viven del campo y la vaquería.

En esa misma fecha, cuando disolvieron Méndez, hicieron de Guayabal distrito.

La misma historia se repite aquí y allá, y es la siguiente: vivía allí una pudiente señora que se llamaba Dominga Cano Rada, y según el Anuario Estadístico Histórico-Geográfico de los Municipios del Tolima, de 1958, fue en sus tierras donde se fundó San Lorenzo en 1895, a 8 km al sur de Guayabal. La señora era hija de un prestante comerciante muy conocido por ese entonces, llamado Elías Cano. La iniciativa de la creación de un nuevo pueblo fue de la señora Cano —la que donó las tierras— y un grupo de, también, muy prestantes señores de nombre Marco Sanín, Sinforoso Chacón, Raimundo Melo y Aurelio Bejarano. La idea surgió —dicen algunos libros— por la prosperidad y por el desarrollo que hubo gracias al “establecimiento de la hacienda El Santuario de propiedad de Bon Vaughan” y a la fertilidad de los suelos.

En efecto, cuando se fundó, el inglés Vaughan tenía en su poder gran parte de estas tierras, la hacienda El Santuario y la factoría de tabaco que comerciaba local e internacionalmente. Pero también era un hecho que el cultivo, la producción y el comercio de los pitillos ya estaba en decadencia; lo que hacía el inglés era persistir. Además, él mismo había recibido hacienda, tierras y factoría por pago a compromisos que con él tenía el anterior propietario que era nada menos y nada más que la Fruhlig Goscheng & Cía, muy poderosa, con mucho prestigio y mucha carrera. Y esta, a su vez, había recibido tierras, hacienda y factoría como forma de pago —también por deudas— de la fracasada empresa Montoya, Sáenz & Cía,9 la que en su momento se encargó de sacar adelante y llevar prosperidad y riqueza a los lugareños por cuenta del tabaco, y fue ella la que compró desde muy temprano entre 40 000 y 50 000 fanegadas de tierra para el negocio, y fueron sus cargas las que inauguraron y fortalecieron la navegación de los vapores por el Magdalena. Fue a esta empresa a la que le tocó ver el auge y esplendor de la producción de tabaco que exportaban, entre otras, a Londres y Bremen. Pero, por una serie de factores, los señores quebraron y, como dije, tuvieron que entregar tierras y factoría a la empresa inglesa Fruhlig Goscheng & Cía que, por cierto, hizo todo cuanto pudo para mantenerse en pie, pero fracasó también, y al cabo de vender tierras a precios ridículos, terminó por entregar lo que le quedaba al inglés Vaughan, que es quien aparece en los libros recientes que hablan de la historia de Armero.

Todas estas tierras del valle del río grande de La Magdalena, en el norte del Tolima, la que se pisa cuando se quiere penetrar este pueblo de lémures, duendes y hadas, era productora de tabaco desde inicios de 1700.10 Eran tiempos aquellos cuando, como dice J. R. R. Tolkien en su obra maestra, mucha mucha gente practicaba “el arte de fumar”, tanto aquí como en Europa. Ya en 1840 el Gobierno tenía restringida la siembra de tabaco a cuatro factorías —así las llamaba—: Girón, Palmira, Casanare y Ambalema; las tenían incluso demarcadas, y esta última incluía las tierras que van desde Ambalema hasta Mariquita, lo que incluye el territorio que la señora Cano donó para fundar el pueblo de San Lorenzo.

Como un hecho terriblemente paradójico, el éxito del tabaco cultivado aquí y que se veía reflejado en los compradores y los altísimos precios que pagaban por estas hojas, era por la calidad del suelo y la fertilidad se dio por el deslave del Ruiz en 1845, que sepultó alrededor de mil labriegos y, claro, todo el cultivo de tabaco que había en ese momento en esta estancia. Sin embargo, el comercio del tabaco comenzó su declive en 1850, y en los veinte años venideros siguió en caída libre hasta que, ya para muy a finales del siglo XIX, las tierras terminaron de pasto para las vacas.11

Sigamos con San Lorenzo. Cuando el general Rafael Reyes llegó al poder tras la guerra de los Mil días, emprendió un viaje presidencial que lo llevaría a Santa Marta, Barranquilla, Cartagena, y varias ciudades más. Salió en tren de Bogotá, llegó a Girardot, a orillas del Magdalena; siguió en vapor por el río hasta Beltrán, allí tomó el tren y fue en ese trayecto cuando pasó por el joven San Lorenzo. Dice el Anuario ya citado que se detuvo y allí mismo expidió el Decreto 1049 en el que lo erigió como cabecera municipal. No era extraño que lo hiciera, porque fue durante su Gobierno que redefinió el mapa político del país. Poco tiempo después expidió el famoso Decreto 1181/1908, de 30 de octubre en el que, entre muchas otras cosas, marcó los límites del poblado, y contados meses después —en enero de 1909— expidió otro decreto, el 73, en el que estableció los límites con Lérida. En adelante, San Lorenzo emprendió su meteórica carrera hacia la prosperidad agrícola, ahora en cultivos de café, maíz, soya, ajonjolí, maní; pero, sobre todo, de arroz y algodón que, como ocurrió con el tabaco, se debía a la calidad de los suelos. El Ruiz, con sus periódicas erupciones, que siempre han traído el desbordamiento de los ríos Lagunilla y Sabandija, se ha encargado de nutrir la tierra. Veintidós años después la Asamblea del Tolima quiso —en mayo de 1930—hacerle un homenaje al prócer mariquiteño José León Armero, y le dio su apellido a la ciudad, que, hasta ese año, fue San Lorenzo. La primera mitad del siglo XX y hasta su extinción Armero siguió en progreso, ya no solo agrícola, sino industrial, asiento de foráneos —nacionales y extranjeros— que llegaron para quedarse. Ya en 1935 la zona urbana estaba asentada en 500 ha y sus calles estaban en un 90% pavimentadas; y para 1938, los armeritas tenían el respaldo —muy importante— de la Caja de Crédito Agrario y los Almacenes de Depósitos de la Federación Nacional de Cafeteros; y disponían de una Granja Agrícola Experimental en la que se apuntaba al mejoramiento del cultivo de algodón; y numerosas empresas de fumigación y una planta de tratamiento de aguas que ofrecía agua potable a sus habitantes. Con los años, además de la riqueza agrícola e industrial, se sumó la ganadera, y la región se ufanaba de las mejores haciendas de ganado, como la Unión, Montalvo y El Puente, entre muchas otras.

Conocer esta historia me proporcionó siquiera un vago contexto de esta tierra que piso ahora, a la que vengo uno o dos veces al año en un ejercicio de contrición propia y ajena. De reconocimiento, de exploración, si se quiere íntima. Sé que no soy la única.

Los fantasmas de Armero, o el quinto elemento: crónicas desde el cuerpo

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