Читать книгу Fantasmas de la ciudad - Aitor Romero Ortega - Страница 10

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En una de mis últimas etapas en Barcelona descubrí una librería de viejo en el barrio de Gràcia a la que me aficioné especialmente. Podría decirse que la encontré un poco por casualidad. Era una época en que leía mucho. En lo tocante a ese aspecto me angustiaba la acumulación; es decir, que en mi habitación se amontonaran los libros en cantidades fuera de lo razonable. Creo que en algún momento llegué a soñar que se formaba una pared de libros delante de la puerta de la habitación que me impedía el paso, hasta quedar aprisionado. Otras veces soñaba que el suelo se venía abajo. Lo extraño de todo esto es que ni siquiera tenía demasiados libros en el apartamento donde vivía con un amigo frente a la Universidad Pompeu Fabra, cerca del parque de la Ciutadella, donde la calle Sardenya se dispone a morir y uno ya puede intuir el mar. Solía mantener una biblioteca mínima, mezcla de lo que pensaba leer y de aquellos libros que en aquel momento consideraba imprescindibles y de los que no estaba dispuesto a separarme. Como mis criterios son volátiles, solía haber un tráfico continuo entre la casa de mis padres, donde estaba la biblioteca familiar, la biblioteca-madre, por decirlo así, y mi apartamento. Tráfico, claro, que solo me tenía a mí como transportista, que cargaba en el metro con mochilas llenas de libros en un sentido u otro. Había algo divertido en todo aquello, ahora que lo pienso. El caso es que para mí, en aquel tiempo, no era divertido en absoluto; era más bien motivo de angustia.

Fue entonces cuando convertí en costumbre visitar las librerías de viejo, en busca de clásicos baratos y de libros imposibles de encontrar, a los que en un exceso de repetición llamaba “joyas”. Lamentablemente algunas de esas librerías ya ni siquiera existen, liquidaron sus existencias y desaparecieron para que su lugar fuera ocupado por tiendas de las grandes marcas internacionales de moda. En ocasiones ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme con una última adquisición. Al principio hubo algo de escándalo en la ciudad por lo que se estimaba una pérdida de identidad cultural. Luego la vida siguió su curso y todos, o casi todos, se olvidaron de aquellas viejas librerías y de los libreros que había dentro. Desconozco si la librería de Gràcia habrá desaparecido o seguirá en pie. No he vuelto desde entonces. Creo que ahora ni siquiera sería capaz de encontrarla en el laberinto de calles del barrio. A veces pienso que tuvo algo de aparición. Una alucinación de aquellos días de inquietud por la gestión de mis propios activos literarios y de extrema felicidad por lo que leía. Sí recuerdo, en cambio, como llegué hasta ella. Yo buscaba entonces un ejemplar de Ubik, la novela de ciencia-ficción paranoica de Philip K. Dick. Por algún motivo, más allá de la diferencia de precio, prefería a la edición actual, fácil de encontrar, la vieja edición de Orbis, una típica edición popular de los años ochenta, que me remitía directamente a los clubs de lectura de ciencia-ficción que brotaron en aquella década. Las ediciones baratas estimulan mi imaginación y me hacen pensar en esos clubs como reuniones clandestinas de iniciados, contubernios de fantasiosas minorías que se llevan a cabo en sótanos o en garajes, espacios donde siempre tienen lugar las mejores conspiraciones; es decir, aquellas que no conducen a nada. Llegué a la web de la librería realizando un itinerario por Internet que ahora sería incapaz de rehacer y me enteré de que acababan de recibir una remesa de viejos Ubiks editados por Orbis.

Después de aquello volví muchas otras veces en el corto periodo de unos meses, tal vez un año. Compré algunos libros que ahora forman parte de mi biblioteca más personal, aquella que siempre me acompaña allí donde vaya. En esa época solía ir todos los viernes por la tarde, al salir de trabajar. Formaba parte de mi itinerario cotidiano. Me veo ahora dirigiéndome hacia allí durante los meses de primavera y verano, cuando la luz adquiere ese tono amarillento del atardecer y todo parece ir más despacio, andando por las callecitas de Gràcia con los ojos entornados hasta penetrar en el interior sombrío de esa cueva húmeda para enfocar de nuevo la mirada ante una nueva oscuridad, donde al fondo brillaba arrugado y acuoso el morado de una bandera republicana. Con el tiempo fui estableciendo una relación con el librero. Siempre lo encontraba sentado en su escritorio, bajo aquella bandera que presidía la sala central. Solíamos hablar, fundamentalmente de libros, y nuestras conversaciones se alargaban a veces durante más de una hora. Qué raro, ahora que lo pienso; nunca vi a nadie más allí dentro. Es como si la librería hubiese sido concebida solo para mí. Me apetece pensar que todo fue un sueño, pues la librería, la figura desgarbada del librero, nuestras conversaciones y la palidez de aquellas tardes, compartían la textura temblorosa de los sueños. Sin embargo, todo se ha fijado en mi memoria con la serenidad de un recuerdo.

Una tarde el librero –he olvidado su nombre, si es que alguna vez llegué a saberlo–, en medio de una conversación, me explicó que había vivido en México DF durante una larga temporada. No sé en qué momento ni a santo de qué, mencionó que algunos domingos iba a visitar por fuera la casa de Trotski. Me contó entonces, como si se tratara de una confidencia sin importancia, que la casa azul de Frida Kahlo estaba justo al lado de la de Trotski, y ambas estaban al parecer comunicadas por un pasadizo secreto que uno u otro utilizaban indistintamente para sus encuentros amorosos. No pude, en ese momento, dejar de imaginarme a ese librero veinte o treinta años más joven, con su aureola de lector impenitente, allí plantado, un domingo por la tarde en Coyoacán, como un peregrino loco, observando desde lejos esas dos casas como el que mira un santuario desde la esquina; y haciendo volar su imaginación, fabulando acerca de todas las leyendas perdidas de la relación de Trotski con la extraña Frida, que en aquellos días debían de circular como la pólvora por todas las cantinas de la ciudad sin límites.

En algún recoveco de aquella conversación aclaró que él era trotskista, llegando incluso a mencionar el partido en el que militaba –un micropartido, más bien– cuyas siglas retuve durante algún tiempo y que ahora me doy cuenta de que he olvidado por completo. Un día, mientras hacía tiempo en un bar de la calle Verdi antes de entrar en el cine, le relaté a mi amigo Antoni la historia que me había contado el librero incluyendo el detalle de su militancia política. Antoni, con su habitual humor venenoso, apuntó que el librero y el administrador que mantenía a flote la página web de ese minúsculo partido eran posiblemente la misma persona. Y tenía razón Antoni en que aquel librero tenía algo de último superviviente de un naufragio, sosteniendo un negocio al que ya nadie entraba y un partido olvidado sin ninguna opción de hacer la revolución.

Fantasmas de la ciudad

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