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PRÓLOGO INVENTADO

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Al poco de regresar a la ciudad, tras muchos años viviendo fuera, el escritor se encaramó a lo alto de esa sierra que los autóctonos llaman Collserola. Lo que desde allí vio le permitió distinguir unas pocas calles cuyo trazado desciende casi perfecto atravesando la ciudad en canal hasta morir poco antes de alcanzar el mar. Como larguísimas grietas sobre el tapiz urbano; como venas abiertas y paralelas, se dijo. Pensó inmediatamente en una matriz que se descompone gradualmente en dos de sus cuatro lados para convertirse en un incomprensible conglomerado urbano, allí donde la ciudad olvida su sueño cartesiano para convertirse en suburbio. En otro de sus lados la matriz, sin embargo, era detenida por la propia cordillera desde donde él miraba. Allí la urbe dejaba de ser urbe para devenir montaña y bosque mediterráneo. Era, no obstante, difícil de precisar el momento con exactitud, ya que sucedía de forma paulatina y, en algunos barrios, metrópoli y montaña se confundían aún: una villa rodeada de vegetación, un monasterio, un barrio de autoconstrucción entre los árboles. En el horizonte, en cambio, la ciudad era interrumpida de forma mucho más abrupta por el mar.

El escritor no dijo a nadie que había regresado. Alquiló un pequeño estudio en el centro donde se encerraba cada noche a escribir. Tenía la impresión de estar viviendo como un extraño en su propia ciudad. Y esa pequeña grieta le pareció entonces llena de posibilidades. Por lo demás, la repetición diaria de las costumbres más insignificantes le hacía adentrarse en la pesadilla de un tiempo circular. Un eterno retorno claustrofóbico e insoportable pero que aun así juzgaba necesario, como precario anclaje a la realidad inmediata. Mientras escribía, por el contrario, tenía la percepción de habitar un tiempo rectilíneo. Algunas madrugadas, extasiado por la brega, llegó incluso a conjurar la vana esperanza, acaso desmesurada, de vivir en la multiplicidad de tiempos.

Fue en la barra de un bar donde el escritor vio por primera y única vez al fantasma de Gràcia. Hoy es una noche calurosa, empezó diciendo, una de las más cortas del año, perfecta para permanecer desvelado escuchando historias. Yo soy el fantasma de Gràcia y conozco todas las historias de esta ciudad, dijo después de posar la botella vacía sobre la barra. El escritor supo entonces que hay momentos para hablar y momentos para callar, que hay historias que se inventan y hay historias que se roban, pues el narrador es a veces un infiltrado, un espía, un topo; es decir, alguien que escucha oculto en la oscuridad. Yo soy el fantasma de Gràcia, repitió todavía una vez más. Y después habló hasta el amanecer. El escritor fingió ser uno de esos lectores que cada cierto tiempo tienen que volver sobre lo leído para no perder el hilo de la trama y rescatar a algún personaje que habían extraviado por el camino. Siempre se había enorgullecido de ser un lector lento y de memoria infalible. No le fue difícil, por lo tanto, anotar mentalmente todo lo que dijo esa noche en aquella barra el fantasma de Gràcia. Después volvió a casa. Estaba amaneciendo y tenía la percepción de andar (y también de vivir) a contracorriente.

Mientras escribía por las noches, combinando el material robado con una cruel reinvención de su propia experiencia, tenía a menudo la poderosa sensación de que, como Miles Davis con su trompeta, prefería escribir de espaldas al mundo para concentrarse mejor en lo que hacía. Eso le divertía muchísimo, casi tanto como estar en soledad en esa ciudad, la suya, y caminar como un completo desconocido, mezcla de despreocupado extranjero y viajero flotante, por esas calles que le eran tan familiares, pues eran las suyas: las calles que habían contribuido a configurar su propia individualidad en la decisiva época del aprendizaje juvenil.

Cuando el invierno llegó a la ciudad el escritor estaba completamente enfrascado en la escritura de su libro. Su único desahogo eran los paseos que daba por las mañanas; siempre con el temor de cruzarse con algún conocido, siempre con la secreta esperanza de no hacerlo. Solía modificar su itinerario a modo de prevención y como medida también contra el aburrimiento. Ver pasar los días y las semanas sin ser descubierto era una fuente inagotable de alegría; una alegría que a menudo, en un tenue reflejo de culpabilidad, a él mismo le parecía excesiva. Pasear y escribir son la misma cosa, solía decirse al regresar a su estudio para darse ánimo antes de retomar el trabajo. Con ello pretendía amortiguar el trauma cotidiano de tener que sentarse en una silla a escribir las ideas que se le habían ido ocurriendo con gran facilidad mientras andaba y que había olvidado con la misma facilidad mientras subía en el ascensor, abría la puerta de su estudio y andaba hasta su mesa de trabajo.

A veces el escritor recordaba la visión completa de la ciudad desde lo alto del monte. Un anfiteatro perfecto a los pies del caminante. Era una prueba definitiva de que no era infinita. Podía abarcarse con un solo golpe de vista y podía, por lo tanto, escribirse. No era imposible capturarla en unas cuantas hojas para encerrarla después entre dos portadas. Eso le consolaba en los momentos más difíciles, mientras veía por la ventana de su estudio la llegada de la primavera y sentía que su proyecto avanzaba penosamente, siempre un paso por detrás de lo previsto, siempre algo por detrás del veloz transcurrir de los días.

Pese a todo, el escritor sabía que, en el fondo, la ciudad es un artefacto narrativo de primer orden que se multiplica sin cesar ante el intento de ser delimitado. Una novela inagotable, capaz de poner en circulación miles de historias a un ritmo vertiginoso; historias que al empezar a propagarse están ya cambiando, deformándose, convirtiéndose en versiones de sí mismas, como si los modos de contar incidiesen desde el principio en lo que se cuenta. Sabía, por tanto, el escritor, que enfrentaba una empresa imposible y era eso, precisamente, lo que le llenaba de esperanza.

Al principio del verano empecé a pasear por el barrio de Gràcia por las noches. Naturalmente, prefería los días laborables, cuando todo funciona a medio gas. Me dejaba caer como haciéndome el muerto por plazas y callejuelas. Se parecía a flotar. Había un placer culpable en todo ese espectáculo de la desidia. Luego entraba en un bar y pedía una cerveza. Después otra y a veces otra. Un minotauro encerrado en su propio laberinto. El barrio de Gràcia era el mío. Puedo confesar ahora que no soy Colometa, ni Maria dos Prazeres, ni un personaje de Marsé dejando pasar el tiempo en un banco de la plaza Rovira. No soy tampoco Vila-Matas en gabardina. Ni siquiera soy una pobre versión local de Fernando Pessoa, paseando solo en las noches de verano. Tampoco estaría mal, ahora que lo pienso. Y, sin embargo, soy todos ellos al mismo tiempo, aunque solo sea un poco, aunque solo sea por un rato, cuando en un esfuerzo de invención, auxiliado por tres o cuatro cervezas, alcanzo una breve inmortalidad llena de voces que no son mías, y en parte me pertenecen. Soy el fantasma de Gràcia. Solo eso. Creo que no es poco. Después, al salir de aquí, vuelvo a ser nadie otra vez, que es lo mismo que volver a nacer transformado en cualquiera. Invisible en las líneas enemigas. Todo eso era lo que me gustaba contarles aquellas noches de junio en las barras de los bares a esos jóvenes tan crédulos y amables que se sentaban a mi lado confesándome, como si tal cosa, que querían escribir. En esta ciudad todos quieren escribir, les decía yo, antes de nada. Capturas sencillas, pobres versiones de Ariadna. En un momento de la noche, cuando ya todo era mejor y menos importante, me gustaba decirles: amigos, yo inventé todo esto. La ciudad y los locos que la pueblan. También a mí mismo.

Fantasmas de la ciudad

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