Читать книгу Fantasmas de la ciudad - Aitor Romero Ortega - Страница 15

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Fue en Alicante, y yo debía de tener alrededor de quince años, cuando explorando en la colección de películas en formato VHS de mi tío Iñaki encontré una titulada El asesinato de Trotski. Mi tío Iñaki es uno de los más fieles coleccionistas que he conocido jamás de cualquier fascículo que entreguen con los periódicos, ya sean vólumenes de la literatura universal, del cine clásico o un montón de plásticos inservibles para montar el Titanic. Tenía en su habitación paredes repletas de libros y de películas. Explorando en esas colecciones populares encontré aquella película, de la que en primer lugar me extrañó el título, tan explícito, y después la carátula. La vimos aquella misma noche. Aquellos meses de agosto, en una Alicante canicular, Iñaki y yo veíamos una película cada noche, con todas las ventanas abiertas y un ejército de ventiladores. A menudo teníamos que hacer verdaderos esfuerzos para que la conversación familiar de mi abuela y mis tías no interfiriese en la propia trama.

De la película solo conservo unas pocas escenas vagas. La casa mexicana de Trotski protegida por voluntarios. Su capacidad de trabajo. Un fallido intento de asesinato. Y ese extraño personaje, un belga, alto y moreno, que se introducía con facilidad en el círculo de confianza de Trotski. Se me quedó grabada en la memoria la escena del asesinato. En un alarde de originalidad, el asesino empleó un piolet para agujerear el cráneo de Trotski, algo que seguramente ha contribuido a hacer del crimen uno de los más famosos de la historia. Recuerdo la escena como algo más bien desagradable. Y sangriento. Trotski sentado en su despacho, leyendo unos papeles que le ha entregado ese nuevo amigo que aguarda de pie a su espalda, hasta que de pronto el belga, que esconde el piolet en la chaqueta, percute por detrás el cráneo de su víctima. Trotski se queda estupefacto durante unos segundos, doblemente estupefacto: por el dolor físico y por el dolor del asombro, que es siempre el dolor de la traición. Bracea, después grita y el belga se queda paralizado unos segundos. Recuerdo todavía el alarido de Trotski que espantó a su asesino y evitó que lo rematase en el suelo en ese mismo momento. Un grito sobrecogedor: el grito del siglo XX. Mucho tiempo después he leído que a Trotski lo que más le obsesionaba mientras se desangraba en el suelo de su despacho mexicano, era que su nieto, todavía un niño, no presenciara la escena. Mantengan al niño alejado, no debe ver esta escena, dijo un Trotski agonizante. Ese niño era Estebán Volkow (en ese momento todavía Seva Volkow, antes de que cambiara su nombre), el padre de Verónica y el único descendiente de Trotski, después de que su madre se suicidase en Berlín en 1933, y de que Stalin asesinase al resto de sus hijos. El último superviviente de un linaje maldito que, lo que son las cosas, tras ser podado en Europa brotó de nuevo en México, y al casarse con una madrileña de Lavapiés y tener cuatro hijas se transformó en un linaje americano.

No sé cuando volví a pensar en el asesinato de Trotski. Creo que pasaron algunos años hasta que alguien me dijo o leí algo, da igual. El caso es que en algún momento adquirí conciencia de que el asesino de Trotski era Ramón Mercader. La imagen que tengo de Mercader, por mucho que busque fotos en Internet de su verdadero rostro, no puedo remediarlo, es siempre la imagen cada vez más borrosa de Alain Delon que lo interpretaba en aquella película, en particular en aquella escena final en el despacho de Trotski. La imagen gris y casi lateral de un hombre apuesto y elegante con un traje oscuro: un funcionario del asesinato político.

La historia de una vida puede mirarse desde muchos ángulos, pero vista desde uno en particular parece como si todos los datos encajasen y hubiese una trama secreta que orienta todos los giros para dotarla de un sentido y, en algunos casos, incluso de una impresión de circularidad. Un relato siempre se construye desde un lugar concreto, descubriendo algunos nudos y ocultando otros, porque las vidas en bruto no son más que un conjunto de espasmos y de huidas hacia delante, carentes de la arquitectura superior de una narración. Visto así, bajo una determinada luz, parece como si a Trotski le hubiese perseguido la ciudad de Barcelona. Aquella Niza en un infierno de fábricas en la que se reunió con su familia en el lejano 1916 para subirse al buque Montserrat y a la que ya nunca volvió. La misma ciudad en la que nació su asesino, Ramón Mercader, que empleó para asesinarle un piolet como los que se utilizan hoy en día para escalar las escarpadas paredes de piedra de la montaña de Montserrat, ahora que la escalada está tan de moda; mucho más, desde luego, que la revolución.

Mientas trabajaba en este texto me he dado cuenta de que Ramón Mercader nació en Barcelona el 7 de febrero de 1913. Yo nací el mismo día y en la misma ciudad, 72 años después. Durante toda la escritura del texto, mientras hacía memoria de todos los encuentros casuales y conscientes que he tenido con la figura de Trotski, pensaba que estaba en busca de su rastro en mi historia personal. Escribía sobre él para escribir sobre mí, como si este relato fuese en realidad una autobiografía cifrada en esas intersecciones. Una ciudad como origen de todo y una serie de escenas de las que debería desprenderse, aunque discontinua, una línea narrativa. Ahora empiezo a pensar que tal vez perseguía sin saberlo la figura de Ramón Mercader. A veces sucede que uno escribe hacia un lugar, buscando a alguien, aunque sin ser consciente está escribiendo hacia otro punto de fuga que permanece oculto, incluso para el que escribe (sobre todo para el que escribe) hasta que emerge al final. En ocasiones, ni siquiera emerge. Un cuento está compuesto siempre por dos historias. La primera es la historia visible y la segunda la invisible, que permanece escondida hasta que aparece al final por sorpresa o ni siquiera aparece, simplemente se intuye. Ramón Mercader es la segunda historia, la contrafigura que aparece de pronto y hacia la que me he dirigido sin saberlo desde el principio. Supongo que uno siempre quiere ser Trotski hasta que descubre que es Ramón Mercader. Uno siempre quiere ser el héroe, hasta que se da cuenta de que en realidad es su asesino.

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