Читать книгу Fantasmas de la ciudad - Aitor Romero Ortega - Страница 8

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La primera vez que oí hablar de Trotski tenía yo catorce años. Sé con toda certeza que no me equivoco porque fue leyendo un manual de ajedrez que me habían regalado mis padres precisamente al cumplir esa edad cuando me encontré por primera vez con ese nombre extraño y magnético que tiempo después supe que había tomado de su primer carcelero en Odesa. En el último capítulo del libro había una colección de partidas de todos los grandes campeones de la historia del ajedrez, acompañada de una pequeña nota biográfica de cada uno de ellos. La redacción de las notas biográficas tenía, por regla general, un tono mesurado y neutro, en línea con el tono divulgativo del libro, aunque en ocasiones el escritor de aquellos textos no conseguía mantener a raya su pasión por las turbulentas vidas de los grandes ajedrecistas y se dejaba llevar por el entusiasmo del relato. Yo, como lector juvenil, agradecía esos momentos de desbordamiento. Descubrí un interés, del todo inesperado, por las vidas de los grandes ajedrecistas que me parecían vidas al límite, perfectamente encajadas en el arquetipo romántico que yo entonces buscaba en toda biografía. No tardé en darme cuenta de que las vidas de los ajedrecistas me interesaban más que el ajedrez mismo. Creo recordar que mis preferidos eran Emmanuel Lasker, Alexander Alekhine y Bobby Fischer. El que menos me llamaba la atención era el Doctor Max Euwe, delante de cuya estatua en Ámsterdam, en la plaza que lleva su nombre, curiosamente, me fotografié muchos años después junto a mi primo.

Aquel día leía yo la nota biográfica de Alexander Alekhine, en la que se decía que había luchado en el bando zarista durante la guerra civil rusa. En pleno conflicto fue hecho prisionero por los bolcheviques y se exponía al peligro de una condena a muerte. Mientras esperaba a que se resolviera su destino fue conducido a una prisión que estaba a cargo de León Trotski, en aquel momento máximo dirigente del Ejército Rojo. Fue el propio Trotski el que exigió una partida de ajedrez contra Alekhine, en la que el gran maestro ruso se impuso con claridad y tras la cual, asombrado por su talento, decidió perdonarle la vida. Tras leer aquella nota biográfica le pregunté a mi madre quién era ese Trotski, a lo que ella me contestó: un revolucionario ruso, concepto del que yo, en aquel entonces, lo desconocía todo. Después le expliqué a mi madre la anécdota que acababa de leer y ella me respondió que Trotski solía hacer ese tipo de cosas y que precisamente por eso mismo lo acabaron matando. Aquella segunda respuesta hizo que todavía entendiera menos quien era ese misterioso Trotski.

Muchos años después, sin buscarla, encontré la tumba de Alexander Alekhine paseando por el cementerio de Montparnasse. Se trata de una hermosa lápida levantada sobre un tablero de ajedrez de mármol y coronada por un retrato de perfil tallado sobre el propio mármol. Junto a su nombre aparece mencionado el hecho de que fue campeón del mundo, y los periodos en que ostentó la corona. Alguien había dispuesto los pequeños cuencos con flores como piezas de ajedrez, hasta trazar la apertura que él mismo había inventado: la Defensa Alekhine. Aquel encuentro casual hizo que me volviera a preguntar, de manera mucho más incisiva, cómo debió de transcurrir aquella partida que salvó la vida de Alekhine. Una partida, además, que no quedó anotada en ningún lugar y cuyos movimientos se han perdido para siempre tras la muerte del campeón, en cuya memoria estarían seguramente almacenados a fuego. Desconozco cuál era el verdadero nivel de Trotski. En ajedrez, cuando existe entre dos jugadores una importante diferencia de nivel –y conviene tener en cuenta que Alekhine fue el mejor jugador de su tiempo y uno de los méjores de la historia–, suele notarse mucho; a veces es hasta obsceno, ni siquiera parece ajedrez propiamente dicho, es una masacre rutinaria, un aburrido ejercicio de esgrima sin ninguna importancia. ¿Hasta qué punto el nivel de Trotski como ajedrecista era suficiente para que Alekhine tuviese que demostrar su talento? ¿Pudo entrever algo o simplemente se dejó deslumbrar por la habilidad de un jugador profesional? No lo sé, de hecho, nunca lo sabremos. Con el tiempo me he ido convenciendo, quizá sin razón, quizá por excesivo apego a la versión romántica, de que dicha historia solo podía suceder en Rusia, pues se trata de esa clase de asuntos de vida o muerte que los rusos dirimen a su manera.

Fantasmas de la ciudad

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