Читать книгу Fantasmas de la ciudad - Aitor Romero Ortega - Страница 11

5

Оглавление

El barco que debía llevar a la familia Trotski a Nueva York zarpó de Barcelona el día de Navidad de 1916. Era un viejo vapor destartalado que navegaba con el nombre de Montserrat. Aun así, viajar en él era algo muy preciado en aquellos días, al navegar este con pabellón neutral, lo que en plena Gran Guerra suponía, tal vez no una garantía definitiva, pero al menos sí una salvaguardia contra los torpedos de las potencias en conflicto. El Montserrat hizo varias escalas antes de dejar atrás definitivamente la Península Ibérica. Se detuvo en Valencia, donde dos policías impidieron a Trotski descender al puerto. Se detuvo en Cádiz, donde Trotski logró descender a tierra firme, no sin problemas, para despedirse de la ciudad (y de España) por última vez. Y finalmente alcanzó el mar abierto con extraordinario buen tiempo, algo imprevisto para todos los expertos, según registra el propio Trotski en sus anotaciones. La tripulación del Montserrat, como podía preverse, estaba compuesta por un sinfín de nacionalidades europeas, principalmente desertores y apátridas de toda condición. Había rusos, franceses, centroeuropeos. También norteamericanos que regresaban a casa corriendo de su aventura europea mientras ardía el continente.

En ese mismo momento, Lenin, el camarada de Trotski, estaba refugiado en Zúrich, y muy especialmente en el Café del Odeón, como tantos otros antibelicistas europeos que hicieron de la ciudad suiza y de ese legendario café el centro mismo de la Europa menos cafre. Allí también estaba James Joyce, que tuvo que salir de Trieste por patas con su familia ante la falsa acusación de espía, lo que en esas circunstancias significaba una condena a muerte segura. Y también estaba Stefan Zweig, que retrató de forma sensacional todo ese ambiente de la Europa civilizada condensada en un café en un pasaje de su obra El mundo de ayer. Si uno lo piensa bien, el Café del Odeón en Zúrich y el destartalado Montserrat en medio del océano, eran en realidad una misma cosa: dos fragmentos desgajados de una Europa que se resistía a la automutilación absurda de la Gran Guerra. Aquel acontecimiento bélico, de una dimensión hasta entonces desconocida, cambió muchas cosas. Para empezar, recompuso el mapa de Europa y provocó un intenso repliegue nacional, a la vez que el fin de cierto cosmopolitismo cultural que hasta entonces había estado muy en boga. Aumentó los recelos, qué duda cabe, y abrió la herida, ya imposible de cerrar, como se demostró poco después, de la desconfianza y el nacionalismo. Hubo una Europa que después de la Gran Guerra desapareció para siempre por el sumidero de la Historia. He pensado muchas veces en el Café del Odeón y en el vapor Montserrat como los últimos restos de una Europa cosmopolita que ya estaba empezando a perecer. Tal vez el Montserrat carecía del glamour del Café del Odeón que describe Zweig. Los relatos de Trotski dibujan una tripulación que oscila entre la comicidad circense y la mediocridad. Además, el Montserrat fue mucho más efímero: solamente existió durante los diecisiete días que duró la travesía. Y sin embargo, era un pedazo itinerante y flotante de esa Europa ya casi extinta, compuesto por el sector más lumpen de la disidencia antibelicista, entre ellos un Trotski al que todavía le faltaba un año para convertirse en el verdadero Trotski.

Entre la tripulación del Montserrat también estaba uno de los personajes más enigmáticos de la escena artística de aquellos años y tal vez de la historia del arte: Arthur Cravan, el poeta-boxeador de dos metros que había incendiado el París bohemio con la revista Maintenant, en la que él mismo escribía todos los artículos firmando con distintos seudónimos, y donde se dedicaba a insultar a otros artistas. Cuando dichos asuntos merecían algún tipo de aclaración él mismo se ofrecía voluntario para resolverlos a puñetazo limpio en los cafés y en las salas de baile de la Ciudad de las Luces. Nunca como entonces las bizantinas polémicas de la vanguardia artística han tenido una traslación tan inmediata a la realidad material. Cravan fue un dadaísta avvant la lettre que hizo de su vida su verdadera obra de arte. En el momento en que coincidió con Trotski en el Montserrat salía disparado de Europa por desertor. Se subió al buque en Cádiz para evitar en Gibraltar la inspección inglesa. Aunque había nacido en Lausana y escribía en francés, era mitad inglés y sobrino de Oscar Wilde, figura que le obsesionaba hasta el punto de imitar sus gestos y su estilo de vestir. Además, también escapaba de Barcelona, pues acababa de ser vapuleado por Jack Johnson, campeón mundial de los pesos pesados y primer gran boxeador negro, en la Plaza Monumental de Barcelona en un combate que gran parte del público consideró una estafa. La pelea fue recibida como un gran acontecimiento para la ciudad. Cravan la promocionó como el gran publicista que era y se presentó con un record de victorias y unos cuantos títulos que eran todo un alarde de imaginación. Generó una gran expectación y las entradas se vendieron como churros. A Jack Johnson, que estaba de gira por Europa como excusa para salir de los Estados Unidos debido a problemas raciales, la cosa le encajaba de maravilla. El campeón vendió la filmación del combate y se comprometió a alargarlo como mínimo hasta el sexto asalto. Por lo visto, la pelea fue una broma. Cravan estuvo a merced de Johnson desde que sonó la campana. El campeón jugó un poco con Cravan para hacer tiempo y cuando llegó al sexto asalto lo noqueó sin ninguna dificultad. Las pocas imágenes de la filmación que he podido encontrar muestran algo que se parece más a un espectáculo de circo que a un combate de boxeo. La gente se sintió engañada y se montó una formidable algarabía. Volaron almohadillas por todas partes. Muchos años después se ha dicho que el público no entendió que estaba asistiendo al primer happening de la historia. El poeta y el boxeador comparten la doble condición de guerrero y chamán. Arthur Cravan fue además el primero en entender que el arte y el boxeo se mueven siempre en la delgada línea que separa la genialidad del fraude.

Cravan y Trotski, dos figuras que despiertan mi curiosidad. Hasta que me puse a escribir estas páginas pensaba que pertenecían a dos universos irreconciliables. Jamás habría imaginado que ambos, pese a ser contemporáneos, pudiesen haber coincidido en un mismo espacio e interesarse el uno por el otro. Parece que a Trotski también le llamó la atención la figura de Cravan, al que dedica mucho más espacio en sus notas que al resto de los tripulantes del Montserrat. Dice de él que propaga ideas nietzscheanas y menciona su derrota con Johnson. Al final de su descripción añade: él ha nacido para luchar en la arena de los circos, pero no en los campos de batalla. Se me ocurre ahora que son dos figuras especulares, perfectas en su asimetría. Cravan es el poeta que consiguió dejar atrás la contemplación para pasar directamente a la acción; la utopía de toda vanguardia que en última instancia anhela trascender lo artístico para hacer de la propia vida la verdadera materia compositiva. Trotski, por el contrario, es el hombre que ha elegido con pesar la acción en lugar de la contemplación por un fuerte sentido de la responsabilidad histórica, pero que, sin embargo, recuerda como periodos de felicidad extrema los años de reclusión en las prisiones del zar, cuando se pasaba el día tumbado en un catre leyendo.

Recientemente Arthur Cravan ha venido apareciendo y desapareciendo como una especie de misterioso espectro de la cultura en multitud de obras literarias y cinematográficas. Isaki Lacuesta le dedicó un falso documental: Cravan vs Cravan. Y también se puede seguir su rastro en la novela de Enrique Vila-Matas Bartleby y compañía como un miembro más de ese club de los escritores del No, formado por escritores que ya no escriben porque han decidido abrazar el silencio. Cravan es un miembro singular de esa extraña hermandad. En cierta forma, es un innovador en el campo de los escritores perdidos, pues apenas escribió y pasó directamente a la siguiente fase: la desaparición. De nuevo a bordo de un barco, esta vez en el Golfo de México en 1918, en una travesía rumbo a la Argentina. Y se convirtió en mito por la vía rápida, sin necesidad de enfangarse en la engorrosa tarea de escribir una obra.

Fantasmas de la ciudad

Подняться наверх