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En el texto Ernesto Guevara, el último lector de Ricardo Piglia encuentro el siguiente párrafo:

“Philip Rieff ha trabajado la figura del político que surge entre las ruinas del escritor. El escritor fracasado que renace como político intransigente, casi como no-político, o al menos como el político que está solo y hace política primero sobre sí mismo y sobre su vida y se constituye como ejemplo. Y aquí la relación, antes que con Gramsci, es por supuesto con Trotski, el héroe trágico, “el profeta desarmado”, como lo llamó Isaac Deustcher. Hay también en Trotski una nostalgia por la literatura: “Desde mi juventud, más exactamente desde mi niñez, había soñado con ser escritor”, dice Trotski al final de Mi vida, su excelente autobiografía. Y Hans Mayer, por su parte, en su libro sobre la tradición del outsider, también ha visto a Trotski como el escritor fracasado y, por lo tanto, el político “irreal”, opuesto a Stalin, el político práctico.”

Cabe preguntarse, entonces, por el origen de la fascinación que ha ejercido y sigue ejerciendo la figura de Trotski en la cultura moderna. Más allá de su aspecto de erudito oriental con su perilla rabínica, Trotski encarna como nadie dos arquetipos que están ya presentes en la cultura clásica y que el Romanticismo consigue reforzar con nuevas lecturas: el derrotado y el exiliado. El héroe trágico; el proscrito. Guevara, por ejemplo, en los instantes finales se convierte también en un derrotado, pero a lo largo de su vida encarna sobre todo la figura del nómada perpetuo. El encanto del nómada es distinto que el del exiliado. El primero tiene la férrea voluntad del viajero, del que siempre anhela irse a otro lugar para empezar otra vez desde el principio, en un círculo eterno y a la postre fatal; el segundo, en cambio, es expulsado de la sociedad a la que pertenece, del estado que él mismo contribuyó a crear, y emprende entonces un viaje forzoso a ninguna parte, pues la memoria permanece siempre anclada en el lugar del destierro. Ambos, como escribe Piglia, son escritores frustrados, algo que tal vez responda al hecho de que eligieron la acción como forma de vida y la Historia como hoja en blanco donde cifrar la trama de su existencia. Ambos rechazan la transacción, el cálculo, el pragmatismo; y entienden la política como una cuestión de todo o nada, que es, en suma, algo opuesto a la noción misma de política, porque se aparta de toda idea de negociación. La revolución, en este sentido, es un planteamiento que se sitúa más allá de la política y que aspira a su abolición. Tiene algo de advenimiento religioso: impugna la totalidad del orden actual y viene a transformar el mundo, pero también a restaurarlo.

El mito que se ha ido construyendo alrededor de Trotski y que, como todos los mitos, hace tiempo que se ha emancipado del ser humano que lo alimentó en un principio, no habría resistido el ejercicio en primera línea del poder: se habría consumido sin remedio en contacto con la gestión de los conflictos cotidianos. Además, era imprescindible un contramito. Ese es el papel de Stalin en el engranaje de esta historia. No solo el de déspota sanguinario, sino también, como bien apunta Piglia, el de político maquiavélico que negocia con Hitler un pacto de no-agresión.

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