Читать книгу Los conjurados - Alberto Guerra Naranjo - Страница 10
V
ОглавлениеDemetrio Navarro, padre de mi padre, como si estuviera en algún campamento de paso, semejante a los que hubo de recorrer cuando era joven en los malos tiempos del Machadato, gustaba de repartir el almuerzo bajo la sombra de las matas de mango con el cucharón dispuesto, ojos calculadores de ahorro total y un justo sentido de la medida, a una hilera de hijos cansados que no le quitaban los ojos de encima con sus respectivos platos de aluminio, jarros y cucharas, y sus rostros de muertos de hambre por haber trabajado muy duro.
Una cazuela enorme de ajiaco recién traída en la carreta por Román, el hijo encargado de estos menesteres, en dependencia del estado de la economía familiar debería dar cuentas de un líquido espeso con plátanos verdes, maduros y pintones, bien picados en trozos; calabaza imponiendo color dentro del líquido, bastante malanga blanca y amarilla como base medio neutra, pedazos de boniatos con sabor cercano a dulce, ñame rico, yuca blanda, desleída entre trozos de faldas de carne de res, tasajo y de costillas de cerdo; maíz tierno y cómplice de la calabaza en asuntos de color, sofrito apoyado en rojos tomates de cocina, cebollas bien picadas que habrían hecho llorar sobre el cuchillo, dientes de ajos fijadores, comino, pimiento, cilantro, orégano, toque exacto de sal y mucha candela de leña hasta que hirviera el líquido junto a su contenido, alcanzara el punto espeso dentro de la cazuela y sobre la carreta se trajera hasta aquí; suficiente para que un olor sabroso se impusiera bajo las matas de mango y una sinfonía de tripas denunciara el estado de hambre en la medida en que el cucharón dejara caer porciones de ajiaco, siempre un par de veces en cada plato del hambriento, pero dichoso, que lo garantizaba entre cabriolas para no quemarse, ni botarlo del plato en el trayecto hasta llegar al rincón donde ofrecerse varias cucharadas, calientes, necesarias, sabrosas.
Al verter cada porción en platos bajo las matas de mango, siempre un par de veces, Demetrio Navarro, con gestos léperos de guajiro que se las sabe todas, parecía repetirles el mismo discurso que a veces pronunciaba en las noches frente a la familia completa, a la hora de comer, Ocurren malos tiempos, muchachos, les decía, el alimento es sagrado cuando no se tiene, pero más lo es cuando se tiene y de un día para otro se pudiera perder, así que no me dejen nada en los platos, cómanselo todo que ustedes son difíciles por partida triple: negros, guajiros, y orientales; gente del fin del mundo cubano destinados a caminar en baja todo el tiempo, orientales, negros y guajiros; no por gusto acá comienzan todas las guerras de este país, ah, pero ahora mismo, mientras hablo frente a mi plato lleno, y mientras ustedes escuchan frente a los suyos, puedo contar con esta mano a quienes se dan el lujo de tres comidas diarias y me sobran dedos, así que no dejen nada en los platos, muchachos, que por acá nos sobran tísicos deambulantes de todos los colores, familias con sus bultos en las guardarrayas, guardia rural perversa, barracones repletos de haitianos tristes, plan de machete al por mayor, pedigüeños en las calles céntricas de Palma, desalojos ordenados a distancia, vejigos encueros y de barriga inflada por parásitos, tiempo muerto, sarampión, china, paperas, rubiola, poliomielitis, guajiras arrugadas y requetefeas frente a sus bajareques como postales tristes, lágrimas y encabronamiento inútil de los trabajadores por las malas pagas en los cañaverales, gente muy pobre o en la miseria total, en fin, afuera vive un batallón enorme de desdentados por falta de un plato con algo caliente, y nosotros, por ahora, corremos mejor suerte que ellos, pero no se confíen, muchachos, nadie pude confiarse, así que cómanselo todo y miren a ver.
Plácido Navarro, cansado, pero feliz, bajo la sombra de las matas de mango, sostenía su plato de ajiaco con las cabriolas propias para no botarlo, mientras tarareaba, Toda una vida me estaría contigo, no me importa en qué forma, ni dónde ni cómo, pero junto a ti; canción de Osvaldo Farrés que lo ayudaba a pensar en su novia, a quien toda una vida estaría mimando, estaría cuidando, como cuido mi vida, que la vivo por ti. ¿Almorzaría Magalys un plato de buen ajiaco también a esa hora? No me cansaría de decirte siempre, pero siempre, siempre, que eres en mi vida, ansiedad, angustia y desesperación. Mi padre, desde su puesto fijo y antes de llevarse la primera cucharada a la boca, imaginó a su novia detrás de un humeante plato de ajiaco, en la mesa de la enorme cocina de los Ordoñez, pero se equivocaba, como la propia Magalys le aclararía más tarde.
Ese mediodía en la mansión de los Ordoñez las cosas no estaban para juegos, ni para canciones de Osvaldo Farrés; Magalys no había cocinado ajiaco, sino todo lo contrario, hizo arroz amarillo con pollo, chatinos, ensalada de tomates, casquitos de guayaba como postre, y mucho menos estaba almorzando. Más bien, en ese instante, necesitaba impedir a cualquier precio que doña Ignacia, la madre de Enrique Ordoñez, el señor de la casa, subiera las escaleras hacia la segunda planta. Pero doña Ignacia, después de regresar de la Iglesia con paso de señora de alcurnia, y de conversar largo y tendido con una vieja amiga en los balances del corredor, agotados todos los pormenores y chismorreos del barrio, sintió un tremendo salto de hambre en el estómago y le confesó a la amiga que la perdonara, pero no aguantaba más, en asuntos de horario de almuerzo y en asuntos de siesta, su cuerpo era un reloj y ya estaba a punto del desmayo.
Deseosa por verse delante de los platos, doña Ignacia esperó a que la amiga se alejara, hizo un suspiro de alivio al verla en la calle y libre ya de testigos levantó una pierna en el balance. Después, como si destrabara la angustia más triste de su alma en pena, soltó uno de sus pedos cálidos, a los que llamaba vientos y a los que en los últimos años era imposible controlar por mucho que contrajera sus esfínteres. En esta parte, al menos, sintió un alivio inmenso y antes de abandonar el corredor se persignó agraviada por semejante agonía, apretó un rosario con hermosa cruz de plata, rezó despacio un Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús; Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén, como para dar un tiempo a que el hedor se esparciera antes de entrar en la casa, mientras sus ruidos de estómago anunciaban un infatigable deseo de almuerzo.
Doña Ignacia llegó al comedor, vio los platos servidos, a Magalys atareada en los asuntos de acomodar la mesa, a Emiliana retirando el cubo y la frazada de limpiar, pero no vio por ninguna parte a su nuera, Flor Miranda de Ordoñez, quien ya debía estar sentada frente a los platos, para acompañarse ambas en el almuerzo, como habían convenido en la familia cuando Enriquito estuviera de viajes y las niñas en la escuela privada; entonces, doña Ignacia, levantó la vista hacia la segunda planta, miró a la habitación donde aún debía encontrarse Flor Miranda, miró a las escaleras y ella misma se dispuso a subirlas.
Fue en ese instante cuando a Magalys le entró un desasosiego que estuvo a punto de volverla loca. Necesitaba encontrar un pretexto de urgencia para impedir que doña Ignacia subiera a la segunda planta. Si la anciana descubría en lo que andaba la señora Flor Miranda de Ordoñez desde hacía meses, un escándalo de grandes proporciones pudiera costarle el trabajo a la propia Emiliana y a ella misma, Por consentidoras, por malas sangres, por malas pagas, por negras de mierda, por conocer todo esto y no haberlo advertido; mi madre, entonces, imaginó los múltiples insultos que saldrían de la boca de doña Ignacia, mientras ambas domésticas, apenadísimas, desencajadas, se largaban con su música a pasar hambre a otra parte, y se dijo, Ay, Dios mío.
Magalys soltó el juego de cubiertos que acomodaba y corrió a interponerse en el camino de la señora Ordoñez para impedir que diera un paso más, doña Ignacia, perdóneme, ni suba, que ya la mesa está servida, dijo casi en forma de súplica, pero la anciana en vez de desistir le replicó muy seria: Apártate, Magalys, quiero cantarle las cuarenta a esa mujer, y con sus dedos gordos apoyados en el brilloso pasamano, continuó en su empeño de ganar otro escalón; pero mi madre, insistente, llegó nerviosa hasta donde estaba, No siga, por favor, le dijo, mire que ya le tengo listo su caldito de pollo, y fue en ese instante que la señora doña Ignacia de Ordoñez, a mediación de escalera de mármol, levantó una de sus piernas para ganar otro escalón y, sin poder contenerlo, sin poder evitarlo, sin control alguno sobre sus esfínteres, soltó otro de sus pedos cálidos, a los que llamaba vientos, y en la nariz de Magalys penetró un hedor de cloaca indescriptible que la hizo perder el equilibrio, soltar un grito de espanto antes de rodar varias veces por la escalera, y terminar ahogada en un terrible ataque de tos.
Gracias al ruido y a los gritos, tanto los de la señora Ignacia, como los de Magalys, ni Emiliana ni ella perderían el trabajo, por suerte; así se repitieron en la cocina las dos domésticas unas horas después y así, como si no pudieran creerlo, lo contarían a sus familiares y amigos cercanos. Los gritos pusieron en estado de alerta a la señora Flor Miranda, quien salió de su habitación, asustada y en bata de casa, tan hermosa como siempre, tal vez pensando en algo peor y nunca en una simple caída de una doméstica por causa de un pedo de vieja. La señora doña Ignacia de Ordoñez, por su parte, miró a su nuera con cierto desprecio antes de abandonar el último escalón, apretó el calvario para rezar otra vez un padre nuestro y las cosas, por suerte, continuaron como siempre.
Plácido Navarro, satisfecho, terminó su ajiaco bajo las sombras de las matas de mango, soltó un suspiro de hombre enamorado y pensó que tal vez su novia también estuviera almorzando un buen ajiaco, pero se equivocaba, como ella misma, muerta de risa, le contaría más tarde.