Читать книгу Los conjurados - Alberto Guerra Naranjo - Страница 7
II
ОглавлениеMi madre aún no era mi madre, sino una hermosa negra de veinte años, con férreo carácter, que no soportaba los cuentos de camino del que sería mi padre. Pero cuando lo veía aparecer, con el Ford repleto de viandas y de fango, o cuando lo descubría apostado en el puesto de ventas que compartía con un socio, sin poder explicárselo, la plaza de Palma Soriano se le convertía en el paraíso.
Aunque hubiera otro camión repleto de mercancías, otro puesto de venta bien surtido, otro vendedor acechante con ensarta de piropos baratos y de mejor porte que el negro alto de la finca Santa Amalia, por una u otra causa, a veces en contra de su propia voluntad, como incluso llegaría a comentarle a Emiliana Ortiz, su compañera de trabajo, Tan sangrón como es ese negro, tú, siempre terminaba comprando en el puesto de ventas compartido del que sería mi padre.
La primera vez que intercambiaron palabras, él, mientras le ponía frutas de más en la canasta, arriesgándose a lo peor, le dijo, Por tener esos ojos tan bellos soy capaz de regalarte la mitad del camión, y mi madre le ripostó con una frase que lo paró en seco, Oiga, señor, no sea vaina, limítese a vender su mercancía, provocándole, además, desconcierto absoluto, temblores en sus manos de guajiro lépero y caída urgente de algunas naranjas, mientras se sentía registrado por los ojos de una oriental de pura cepa. Oiga, señor, no sea vaina, le repitió, desternillado de la risa, su socio Braudilio Pacheco, cuando la joven se marchó del puesto de ventas, y mi padre, embelesado aún, intentaba perpetuar en su memoria el vaivén femenino que se le perdía a lo lejos.
Entonces, como experto en asuntos de faldas, al comprender que se había enamorado, en vez de apoyarse en su arsenal de piropos baratos, el que unos años después sería mi padre decidió cambiar de estrategia y optó por ignorarla. Pero hacerlo no significaba que no buscara otros modos de un buen acercamiento, y para lograrlo, además de continuar echándole frutas de más en su canasta sin pronunciar palabras, se dedicó a indagar a fondo por Magalys, que así se llamaba la muchacha, y supo a través de un Braudilio Pacheco en camiseta, quien aún moría de risa cuando recordaba el desplante, que aquella orgullosa vivía en un costado de Palma Soriano, cerca del río, en una casa de madera, fachada de color verde pálido, tejas en puntal alto y par de balances en el corredor, así que ya tiene usted la dirección donde encontrarla, compay.
Un domingo después de cerrar el negocio y de ser invitado a un almuerzo en casa de su compañero de ventas, justo cuando tomaba un vaso de prú en el patio, delante del machito en púas encima de las brasas al que daba vueltas con sumo cuidado, mi padre supo por boca de la mujer de Braudilio, que la persona de su interés vivía desde la infancia con una familia de blancos; dos horas más tarde, cuando intentaba comer del caldero repleto de masas de puerco, se enteró, por una amiga de la mujer de Braudilio, que el matrimonio de Mingo, un chofer de rastras, y de Berta Torres, una vendedora de ropa usada en las montañas, a pesar de ser blancos, habían aceptado a Magalys con la responsabilidad de terminar de criarla, sin distinción ni desigualdad entre ella y sus hijas reales; pero ya cuando iba a montarse en el Ford de regreso a Santa Amalia, antes de despedirse, se enteró por el propio Braudilio Pacheco y por las acotaciones que hizo su mujer desde un balance, que la tal Berta y la abuela de la muchacha eran comadres, y comadres de verdad, de las de los tiempos antiguos, por tanto Berta era madrina de Magalys, quien quedó en desamparo absoluto cuando murió su abuela, porque ya sus padres habían muerto en un terrible accidente de tren, siendo esa la única razón por la que la muchacha fuera acogida en aquel seno familiar, sin que la diferencia de color importara un ápice.
Mi padre supo, además, por boca de Emiliana Ortiz, la compañera de trabajo de quien sería mi madre, un día en que esta otra fuera sola a realizar las compras, que la mujer que perturbaba sus sueños de campesino inquieto trabajaba como doméstica en la mansión de los Ordoñez, y que los Ordoñez, como todo el mundo sabía, eran una de las familias más pudientes de Palma Soriano, cuya riqueza se evidenciaba en sus extensas propiedades, en el negocio de alquiler inmobiliario y en el de los camiones que repartían hielo a domicilio; también se enteró, como al desgaire, que Magalys tenía un enamorado, carpintero de oficio, que no dejaba de rondarla, pero que tampoco se atrevía a declarársele como Dios mandaba en estos casos.
Quien se lance primero se lleva el gato al agua, fue la conclusión de experto que soltó Braudilio Pacheco cuando se marchó la mujer, y mi padre, la próxima vez que se encontró con Magalys, se lanzó primero. Al descubrir que se acercaba con amiga y con canasta, salió rápido detrás del mostrador, suspiró profundo, hizo de tripas corazón y muerto de miedo la interceptó antes de que llegara para invitarla al cine, Te invito a ver la de Humphrey Bogart que están echando, le dijo, y ella, después de pensarlo un minuto que a mi padre le pareció un siglo, hizo un sí oriental con la cabeza y le confirmó que ese domingo por la tarde se encontrarían en la entrada, junto a los cartones, para ver Casablanca, en la tanda de las cuatro y media.
El que unos años después sería mi padre estuvo quince minutos antes en las afueras del cine, frente al parabán, a veces con una mano puesta en los cristales, contemplativo ante cada cartón, ante cada foto en blanco y negro, donde un Humphrey Bogart de unos cuarenta años, con traje blanco, muy seguro de la vida, lo mismo jugaba cartas en solitario, que conversaba enfático con Peter Lorre, miraba fijo a Paul Henreid o se moría de amor por Ingrid Bergman. Parecía estar buena la película, de eso no había dudas, pero lo más importante no era la película en sí misma, sino que las cosas salieran como había pensado, que no hubiera imprevisto ni cambios de última hora y que la invitada apareciera de una vez por una de esas calles. En su desespero de hombre enamorado mi padre miraba el reloj, fumaba un cigarro tras otro y los pisoteaba con el propio estilo que le había visto a Humphrey Bogart en otras películas.
Para suerte de mi padre Magalys llegó a la hora exacta, gesto que ganó su admiración, pero no vino sola sino acompañada por sus dos hermanas de crianza, quienes soltaron risitas de complicidad, dijeron, Mucho gusto, y lo evaluaron al instante con el rabillo del ojo. Mi padre respondió a los saludos, Plácido Navarro, para servirles, dijo y las conminó a la taquilla a buscar las entradas, que él pagó con hidalguía de campesino alegre, antes de comprar tres cartuchos de rositas de maíz. Entraron con prisa, ayudados por una acomodadora con linterna que ni así les evitó algunos tropiezos, se sentaron en las hileras del medio, se acomodaron en las lunetas y se dispusieron a ver como Humphrey Bogart, sumergido en la piel de Rick Blaine, se debatía entre amar a Ilsa Lund, interpretada por la grande Ingrid Bergman, o apoyar a su esposo, Víctor Lazlo, líder de la resistencia antifascista, en la piel del austriaco Paul Henreid, mientras, emocionados en sus asientos, comían rositas de maíz y no dejaban de escudriñarse con el rabillo del ojo.
A la salida del cine, Plácido Navarro las invitó a tomar helados de barquillo, compró cuatro de chocolate al vendedor de un carrito y después se brindó a acompañarlas. Las hermanas de crianza iban delante comentando lo buena que estaba la película y quienes unos años después serían mis padres caminaban muy nerviosos detrás. Como ya había oscurecido, Plácido esperó a que las hermanas avanzaran unos pasos, hasta alcanzar media cuadra de distancia y sin pensarlo dos veces tomó la mano de Magalys, la detuvo en seco y le dio un beso largo en los labios como si fuera Humphrey Bogart, que ella correspondió al sentirse Ingrid Bergman en estado de gracia, sin saber cómo había hecho barbaridad semejante, según le contó a Emiliana Ortiz al otro día.
Fue así como se convirtieron en novios fanáticos de Casablanca, película que vieron siete veces, domingo por domingo, hasta que en el cine cambiaron la programación por Trapecio, que también repitieron siete veces, y donde el veterano Burt Lancaster, apoyado en su bastón de cojo insuperable, enseñaba un triple salto mortal a un joven Tony Curtis, deseoso de triunfos acrobáticos, que de paso sería su oponente en el amor desenfrenado por una hermosa Gina Lollobrigida, que los desquiciaba a ambos en la película y a todos los palmeros en el cine. En cambio, y contrario al plan propuesto, vieron solo una vez Lo que el viento se llevó, a pesar de la interesante historia de amor, en plena guerra de Secesión, que debatía a la joven Scarlett Ohara, en fuego cruzado, entre el correcto aristócrata Ashley Wilkes y el rufián aristócrata Rhett Butler. Ocurría que en aquella película, según afirmaba Magalys en un banco del parque, los negros no pasaban de ser buenos criados que aparecían ridículos, bembones en exceso, sumisos en exceso, inferiores en exceso, con marcadas sonrisas imbéciles, sin pizca de inteligencia y a ella, aunque comiera abundantes rositas en las hileras del medio, o lo besara a él, a Plácido, como si el mundo fuera a acabarse en los asientos de atrás, contemplarlos así, tan indefensos, tan irreales, la sacaba de quicio y era algo que no podía soportar. Por su parte, mi padre, muerto de risa, argumentaba que al menos en Casablanca, aunque había una escena racista en la que a Rick un rival inmensamente gordo intentaba comprarle a Sam como si fuera un objeto, una cosa más de ese bar, dijo, este negro tenía un poder que ningún otro personaje había mostrado en la película, era pianista, una buena referencia, un personaje inolvidable que los hacía sentir bien.
Cierto mediodía lluvioso apareció Berta Torres, la madre adoptiva de Magalys, con una sombrilla más grande que su pequeño cuerpo, en el puesto de ventas. Venía a exigir explicaciones, a poner en alto el nombre de su familia y de su casa, a proteger como se debía a la muchachita, a averiguar las verdaderas intenciones del que sería mi padre, pero no allí mismo, sino el domingo por la tarde en su casa, con una representación de familia, porque somos pobres, pero muy decentes y usted sabe. Luego dio media vuelta y se fue bajo el aguacero, dejando a Plácido Navarro desencajado detrás del mostrador, muerto de vergüenza, con temblores en las manos que le hicieron caer una papaya al piso, ante la mirada con burla de un Braudilio Pacheco en camiseta, quien dijo, Compay, parece que llegó la hora de pedirla.