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VII

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A mi padre lo iban a matar si entraba al pueblo. Eso dijo en la oficina del cuartel, alto, para que lo oyeran todos, con las botas encima de la mesa y dueño de un tabaco humeante, un tal Montesino, sargentico bayamés, tan aindiado como el propio Batista; y eso mismo le dijo en la tienda, luego de darse un trago de aguardiente, un cabo de nombre Froilán a Isidro Navarro, el buen primo de la familia, quien sin pensarlo dos veces corrió a la carretera y se lo repitió alto a Plácido, para que lo oyera bien claro, Te van a matar si entras al pueblo, le dijo, y mi padre, nervioso, bajó del Ford repleto de frutas y de viandas, miró a la Sierra Maestra y, sin pensarlo mucho, concluyó, Tengo que alzarme, compay, llegó mi hora.

Pero a la guerrilla no podría subir como dueño y señor de la Sierra Maestra, por muy amenazado de muerte que estuviera aquello no era coser y cantar; él lo tenía claro. Para entrar por la puerta ancha de la guerrilla, en el mejor de los casos había que llegar recomendado por alguna cédula del movimiento y con un arma en la mano, de lo contrario sospecharían de él y los guerrilleros se lo comerían a preguntas. Ni Fidel Castro era bobo, ni Batista tampoco; se corrían comentarios de que este último intentaba llenar la Sierra Maestra de chivatos y que al primero no le temblaba el labio para mandar a colgarlos en las guácimas sin contemplaciones. Un arma, mi padre necesitaba un arma.

Antes de subir a esconderse en el vara en tierra de la finca de otro primo, sitio recomendado por el propio Isidro para que salvara el pellejo, Plácido le pidió otro favor, Compay, regreseme el camioncito a Santa Amalia, dijo, no es bueno que pierdan la cosecha, e Isidro, sorprendido por la nueva encomienda, no supo qué hacer, solo rascó la cabeza para replicarle nervioso, Plácido, compay, yo no manejo hace años, y a mi padre, entonces, le entraron los famosos dolores de estómago y comenzó a sudar frío, No puedo perder ni el camión ni la cosecha, dijo antes de inclinarse en los matojales.

Cinco minutos después, Plácido corría loma arriba en dirección al vara en tierra indicado y el primo Isidro manejaba zigzagueante el Ford repleto de viandas y de frutas en dirección a Palma Soriano. En la carretera, como evidencia de que las cosas andaban bien feas, se cruzó con varios camiones repletos de casquitos recién traídos de La Habana y vio, además, un par de muertos colocados en la orilla. Tuvo que detenerse varias veces por su falta de entrenamiento, pero al final terminó por cogerle la vuelta a los cambios de velocidad y a los otros secretos de chofer que guardaba el camión.

Llegó a Santa Amalia al mediodía y en la finca se sorprendieron al verlo bajar solo del Ford, ¿Pasó algo, compay?, le preguntaron, lo rodearon y se enteraron de que el hermano mayor de la familia había tenido que esconderse por estar en la lista de muerte de un sargento para esa misma noche, algo que ninguno podía imaginar que ocurriera, ni los muchachos, ni el propio Demetrio Navarro, padre tan previsor y con tanta experiencia, mucho menos Micaela, la esposa y madre de los catorce hijos, quien al enterarse de la noticia apareció con un cucharón en la mano, se hincó de rodillas en la tierra pelada, abrió los brazos implorando al cielo y comenzó a gritar, Ay, mi hijo, Dios mío, ten piedad de mí, aléjalo de esos guardias, como abusan con los guajiros infelices y con los estudiantes, ojalá los parta un rayo, se los trague la tierra, si a mi hijo le pasa algo yo me muero, Batista, de qué te vale construir edificios lindos en La Habana si matas a su gente después, ay, virgencita de la Caridad del Cobre, Plácido nada más vive para el trabajo, me voy a volver loca, cómo matan jóvenes en este país, cómo sufrimos las madres cubanas, qué dolor tengo en el alma, tantos muchachos nobles sin ojos en las cunetas, mal nacidos que son estos guardias, tiene que haber justicia en el mundo, que pase un ciclón y se los lleve, que acabe de una vez con los cuarteles, con los torturadores, con los asesinos, que las madres no sufran más por la muerte de sus hijos, que no le pase nada a mi muchacho, él es bueno, decente, hombre de familia y de trabajo, Dios mío, virgencita de la Caridad del Cobre, acaba con esos torturadores, llévatelos viento de agua, ay, me duele la cabeza.

A Micaela dos de sus muchachos la llevaron cargada a su cuarto y cuando estuvo en la cama sus hijas le frotaron algodón con alcohol en la cabeza, en las axilas y en las plantas de los pies, pero ella permanecía en sus alaridos, se retorcía y babeaba, mientras sus brazos eran atrapados por dos de los varones y una de las muchachas le acariciaba el pelo, hasta que lograron calmarla. Nunca la habían visto desencajada, desajustada, desaforada; ella era comprensión y calma, equilibrio y ternura; de ahí que todos quedaron cerca de la cama como si comprendieran que, con aquella noticia y la reacción de la madre, la guerra entraba en Santa Amalia. Prendieron una vela de sección de espiritismo y la colocaron junto a un vaso de agua en la mesita de noche, rezaron un padre nuestro colectivo guiados por una de las muchachas, rociaron agua perfumada en el cuarto, se tomaron las manos formando una cadena de buena energía y desearon larga vida a Plácido Navarro, el hermano mayor amenazado de muerte por un sargento en Bayamo, escondido lejos de allí en un vara en tierra, con el deseo de unirse a la guerrilla, pero sin un arma a su alcance.

Cuando la sección de espiritismo improvisada terminó y las cosas se calmaron un poco, el viejo apartó al sobrino hasta la entrada de la casa y le exigió una vez más el cuento con lujo de detalles, pero no había mucho que decir, tío Demetrio, un cabo había dado aviso de que el nombre de Plácido estaba en la lista de los muertos de esa noche y él corrió a socorrer al primo antes de que fuera demasiado tarde. Nada más.

Isidro Navarro, una hora después, sentado en un taburete, almorzó un plato de chicharrones de puerco, yuca hervida y hallaca, tomó un par de vasos de leche fresca de chiva recién parida que le alcanzó una de las primas menores y espero a que la tía Micaela terminara de acomodar un paquete con ropa eficaz para asuntos de montaña, un buen resguardo religioso en forma de collar de semillas y algo de comida para Plácido. Vamos, sobrino, dijo Demetrio, que lo voy adelantar hasta el pueblo.

Salieron en el Ford despedidos por los integrantes de la familia, quienes con caras de preocupación hicieron adiós con sus manos y pidieron a gritos que tuvieran mucho cuidado con los guardias allá afuera, Dios los ampare, muchachos, y cuando llegaron a la calle principal de Palma Soriano, aunque llovía a cántaros a esa hora, Isidro dijo, También necesito ver a la novia de Plácido, tío, ¿A quién, a Magalys?, el viejo puso hidalguía de padre dispuesto en la pregunta y sin pensarlo un segundo encaminó el carro en esa dirección, pero cuando llegaron a la casa verde y con puntal alto, Demetrio se escudó en el aguacero para no bajar y así evitaba cruzarse otra vez con Berta Torres, la vieja autoritaria que le traía malos recuerdos, Vaya usted solo, compay, aquí lo espero, le dijo al sobrino y prefirió silbar sentado detrás del timón.

Demetrio Navarro vio a Isidro correr bajo la lluvia en dirección a la casa indicada, lo vio ofrecer dudosos toques a la puerta, vio como un viejo que debía ser el tal Mingo, esposo de Berta Torres, lo escuchaba mirando hacia el Ford con cara de pocos amigos, vio cómo Mingo llamó un par de veces a Magalys y un par de veces más volvió a mirar hacia el Ford con cara de pocos amigos, vio cómo el sobrino empapado por el aguacero y Magalys en bata de casa secretearon un rato en la puerta, e incluso llegó a ver cómo la propia Magalys le hizo adiós con la mano en señal de saludo a distancia, pero permaneció sentado y silbando hasta que Isidro regresó con un misterioso paquete bajo el brazo para que no se mojara, Ahora, lléveme a la piquera, tío, que ya voy tarde, le dijo, pero el viejo, antes de arrancar el Ford, lanzó un suspiro de inquietud, miró al paquete medio húmedo y sin poder controlarse preguntó, ¿Y se puede saber qué es lo que trajo usted ahí, muchacho?, Un arma, tío, un revólver que le mandan a Plácido, dijo Isidro de lo más natural y entonces el viejo Demetrio Navarro lo comprendió todo, en aquella envoltura medio húmeda, disponible también para esos tiempos, estaba el vizcaíno del abuelo de Magalys, Tiburcio Sierra, usado en la guerra contra España, y del que con tanta pasión le había hablado Berta Torres.

Los conjurados

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