Читать книгу Los conjurados - Alberto Guerra Naranjo - Страница 9
IV
ОглавлениеCoge el trillo, condenao. Un par de bueyes avanzaba despacio, Valeriano y Weyler o Weyler y Valeriano, como si no tuvieran detrás un rústico arado surcando la tierra, y detrás del arado a mi padre con sus gritos y su látigo, y detrás de mi padre a uno de sus hermanos colocando posturas de tomate en el surco, y detrás a otro de los hermanos con guataca para sembrarlas bien, y detrás a otro con un jarro ahuecado rociando agua, y detrás a una hermana seleccionando las mejores posturas, y detrás a Demetrio Navarro, comprobando la calidad del trabajo.
Valeriano, coge el trillo, condenao. Plácido araba la tierra de Santa Amalia bajo el sol de la mañana y el surco se iba abriendo con paciencia guajira, mientras pensaba en Magalys y en la cantidad de cabos sueltos que tendría que resolver en lo adelante. Uno de ellos consistía en sostener una conversación seria con Braudilio Pacheco, acerca del negocio del puesto de ventas, pues de un tiempo a la fecha no jugaba la lista con el billete; ellos, los Navarro, después de muchísimo esfuerzo, mandaban la parte de la cosecha acordada, pero no recibían el dinero en tiempo y forma, cuando más una mera justificación acompañada de algún chiste del jocoso Braudilio, o un Ya veremos, compay, que no se diga, la gente no tiene donde estirar la pata, frases de guajiro lépero que no convencían a nadie. O se ajustaban las cosas como corresponde o se jodía el negocio y remedio santo.
Weyler, coge el trillo, condenao. De repente, Plácido paró en seco el arado y también se detuvieron los bueyes; rascó su nuca, miró a la Sierra Maestra, y como si las montañas lo preocuparan más que los asuntos domésticos, se puso muy serio. No corrían buenos tiempos, de nada valía la pena ocultarlo, pero quisiéralo o no, eran los tiempos suyos y estaba obligado a vivirlos con decencia lo mejor que pudiera. Su destino, previsto, incluso, antes de nacer, sería heredar Santa Amalia, casarse, tener tantos hijos como pudiera darle una esposa, en su caso Magalys, trabajar la tierra de su finca en paz, a pesar de la pobreza acuciante que los acompañaba, y vivir como guajiro oriental en paz. Más sencillo no podía ser, pero los malos tiempos corrían tan naturales como el agua cristalina del Cauto, y, al paso que iban las cosas, su destino se estaba desviando como afluente azaroso de ese mismo río.
Coge el trillo, Valeriano, condenao. Otro de los cabos sueltos consistía en apaciguar el berrinche del viejo Demetrio, y no por el disgusto que le había causado Berta Torres el domingo en que fueron a pedir la mano de Magalys; aquel asunto terminó por asumirlo como broma de mal gusto, No quiero ver ni en pintura a esa marimacho, carajo, repetía Demetrio cada vez que se cruzaba con Plácido y soltaba una mueca que pudiera traducirse en sonrisa de viejo que perdona a una vieja de mierda. Era otro el cabo suelto; tenía que ver con asuntos íntimos de la familia. La fuga del tercero de sus hijos en un tren hacia La Habana había puesto a Demetrio en mal estado no más se enteró; en sus turnos de arar desataba la furia castigando con exceso de látigo a Valeriano y a Weyler; en la casa ofrecía malas contestas o no pronunciaba palabras; a la hora de comer esquinaba el plato con el codo sin probar bocado y en el mejor de los casos, por las noches, en algún rincón, quedaba pensativo, deprimido sobre su taburete, como si comprendiera que esas fugas evidenciaban una irreversible tendencia a la que no encontraría maneras de ponerle coto. Un par de años antes, cuando se fugaron la cuarta y la sexta en el mismo tren, el viejo Demetrio cayó en cama con fiebres de cuarenta grados y su esposa, prima y madre de sus catorce hijos, Micaela Navarro, pensó que esa vez no saldría con vida por causa del disgusto, pero sin abandonar un segundo a su marido logró hacer una nueva distribución de los asuntos domésticos, para que no se notara la ausencia de dos mujeres en una familia de tantos varones.
Coge el trillo, Weyler, condenao. Pero por mucho que lo intentara, para quien unos años después sería mi padre, era difícil no pensar en asuntos de mayor envergadura. En la Sierra Maestra había rebeldes con armas, mau mau, barbudos, alzados desde hacía meses para sacar a Batista del gobierno, como mismo había hecho este con Prío Socarrás, a través de un golpe de estado que alteró a todo el mundo, incluyéndolo a él, a Plácido Navarro, tan concentrado como andaba en su reciente noviazgo y en sacar adelante Santa Amalia, pero con el golpe de hacía unos años también vino la manifestación estudiantil, la protesta, el asalto al cuartel Guillermo Moncada en Santiago, los tiros en la noche, los chivatos, Batista Asesino, Abajo Batista, Abajo la dictadura, frases escritas de urgencia en las paredes públicas, susto de los guardias al borrarlas rápido, envío de tropas del ejército, tortura, comentarios, asesinatos, en fin, corrían tiempos que nadie, ni él sin salir de la finca, hubiera podido evitarlos. ¿Acaso alguna vez, en otra época, habían ocurrido mejores tiempos? El propio Demetrio Navarro, su padre, vivía quejándose del hambre que le tocó en el Machadato, y ahí estaba, quejándose de estos también.
Coge el trillo, Valeriano, condenao. Por suerte, unos meses después de aquella primera fuga hacia La Habana, apareció el primo Luis Chiquito con una carta de las muchachas y con algunos regalos para promediar: tres cortes de tela de corduroy, cinco creyones de labios, cuatro pares de zapatos para repartir a los varones, incluidos un par de dos tonos para el viejo, cuatro camisas de guinga, tres sayas plisadas, un reverbero, velas normales para santos, velas específicas para sesiones de espiritismo, un turrón de alicante, avellanas, una caja de bombones. Gracias a la lectura urgente de la carta por parte de Julito, el más pequeño de los Navarro, quien cursaba la escuela primaria y se desvivía por leer en alta voz cualquier vaina con letras, lo mismo anuncios que carteles, titulares de periódicos, revistas y los signos zodiacales de los horóscopos que traían los almanaques; y gracias a la conversación imparable de Luis Chiquito, quien extrañaba como nadie el olor de esos campos orientales, como insistía en reafirmar cada vez que suspiraba emocionado, la familia completa se enteró de que ambas muchachas estaban abriéndose un buen paso en La Habana, una como auxiliar de cocina en una fonda de cierto prestigio y la otra en el oficio particular de la peluquería, pasando el peine caliente a casi todas las negras de Buena Vista, barrio donde se habían alquilado y donde le hacían unas colas enormes.
Coge el trillo, Weyler, condenao. Plácido Navarro moría de risa recordando la lectura de la carta y el sinnúmero de comentarios que despertó en la familia conocer de primera mano sobre las dos muchachas viviendo en La Habana; imaginó a una de ellas atareadísima frente a un fogón enorme, aplicando en la fonda todo lo aprendido en la finca sobre asuntos de cocina, y también imaginó a la otra, ahogada de calor en un pequeño cuarto, estirando el pelo a la mujer de turno con un peine de hierro, calentado sobre un reverbero de alcohol, mientras una inmensa cola de mujeres negras esperaba con calma y mucho comentario. Pero de repente, sin quererlo, se impuso en el pensamiento de mi padre la tarde en que parqueó su Ford frente a casa de los Ordoñez, para esperar a su novia bajo un calor tremendo, mientras tarareaba, Los marcianos llegaron ya, y llegaron bailando chachachá, estribillo de la orquesta Aragón que lo había contagiado, sin imaginar que su destino de guajiro en calma cambiaría para siempre cuando apareció Magalys con Emiliana Ortiz, su compañera de trabajo. En vez de ir directo a la finca Santa Amalia, como tenían pensado, los novios decidieron adelantar a Emiliana, quien bajó del Ford muerta de risa cuando la dejaron y aunque ambos insistieron en su apuro no pudieron esquivar la invitación a una taza de café, Bajen, que no se diga, con granos acabados de traer de la loma, muchachos, por parte de una Emiliana contenta que los sentó en taburetes y, de paso, les presentó a su hermano, Mucho gusto, compay, Eutelio Ortiz, maestro de escuela primaria, para servirles.
Valeriano, coge el trillo, condenao. De vuelta a los asuntos domésticos, mi padre recordó que esa otra fuga hacia La Habana no lo había tomado por sorpresa; bajo la condición de que el viejo Demetrio solo se enterara cuando ya hubiera ganado kilómetros de distancia, fue un secreto compartido de ese hermano con él. Mariano Navarro, el nuevo prófugo, dejaba un hueco enorme en la familia, fue su barbero gratuito casi desde la niñez y por sus manos con tijeras pasaban todas las cabezas de varones, sin necesidad de entregarse a los barberos de Palma. Pero en su caso, además de haber logrado ese oficio por su cuenta, con tal de alejarse de los trabajos en el campo, habría que apuntar que sentía una fuerte vocación por la música, adquirida desde la tarde en que acompañó a Demetrio a escuchar las canciones de los corridos mejicanos y descubrió el sentido melódico de los violines. A partir de ese instante el jovencito Mariano Navarro, deseó ser violinista con todas sus fuerzas y para lograrlo consiguió que esos músicos, amigos de su padre y de Pancho el Gallero, al verlo con tanto entusiasmo, le obsequiaran desechos de viejos instrumentos: algunas cuerdas repletas de óxido, indescifrables hojas de pentagrama, arcos defectuosos, violines destartalados, que el muchacho se dedicó a enmendar con paciencia de artista incipiente, hasta que pudo ser dueño de algo parecido a un instrumento y se dispuso a tocarlo, pero sonaba tan mal y provocaba tanta risa en la familia, que fue el propio Demetrio quien terminó por sorprenderlo, al comprarle un violín de medio uso como regalo de cumpleaños.
Weyler, coge el trillo, condenao. Eutelio Ortiz, el hermano de Emiliana, desde su taburete inclinado en la pared, casi sin preámbulos, dijo que era militante del Partido Ortodoxo y quería hablarle claro, compay, muy claro, eso de invitarlo a un cafecito no más era un pretexto para conversar cosas serias, pero mi padre ripostó de inmediato advirtiéndole que cuando se apelaba a pretextos de ocasión para conversas, las cosas entonces ya no le estaban pareciendo muy serias, y Eutelio Ortiz no tuvo otra salida que disminuir su engolamiento, sonreír como si fueran amigos de antaño y decirle que lo perdonara, compay, no había de otras y a gente intachable como usted las necesitamos de urgencia. Luego, empleando metáforas que mi padre demoraba en desmontar, habló de lo mal correspondida que estaba esa novia de todos, la Patria, con Batista en el poder por causa de un golpe de Estado, y que los mambises del siglo anterior habrían muerto en vano, si ellos, los mambises actuales, permitían que esas cosas ocurrieran sin mover un dedo, compay; dijo, además, que desde hacía semanas había gente alzada en las montañas de la Sierra Maestra, al mando de Fidel Castro, un tipo que medía como seis pies, tan joven como ellos, que también era ortodoxo, pero sin miedo ninguno a Batista; entonces, mi madre, entusiasmada, interrumpió el discurso de Eutelio Ortiz para puntualizar que ella siempre había simpatizado con Eduardo Chibás, el líder de ese Partido, que lo escuchaba por la radio exhortando a luchar contra los corruptos del gobierno y que el lema «Vergüenza contra dinero» le encantaba, por tanto, igual se consideraba ortodoxa y hubiera votado por él si no se hubiera encaprichado en pegarse un tiro en la ingle, delante de sus seguidores, en plena emisora, por causa de unas acusaciones que no había podido demostrar contra otro político; pero como si no bastara, desde la mismísima cocina, Emiliana Ortiz comenzó a gritar con iracundia que ella también amaba al incorruptible Eddy Chibás, que también era ortodoxa y que Fulgencio Batista, el dictador ese, el cabronazo ese, no más era un entregado a los yanquis desde hacía veinte años, un oportunista de mierda siempre cercano al poder, un mulato servil loco por pasar como blanco, un vulgar asesino de Tony Guiteras, un títere, un mafioso, una marioneta, y todos, incluido Eutelio Ortiz, agitaron los brazos, hicieron siiiooó con sus bocas, y pidieron, suplicaron, rogaron, que hablara bajito, Emiliana, carijo, por favor, te oye algún chivato, avisa a los guardias y nos vas a desgraciar al seguro, mujer, no seas tan loca.
Coge el trillo, Valeriano, condenao. Mi padre escuchó la campana de almuerzo y sintió hambre; soltó los bueyes del arado, los colocó bajo la sombra de una mata de aguacates catalina y fue despacio a almorzar, con su pensamiento ocupado en varios cabos sueltos y en lo que estaría haciendo su novia a esa hora.