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VI

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Coge el trillo, Valeriano, condenao. Plácido Navarro dejaba caer un fuerte latigazo en el lomo del buey más rezagado, para que mantuviera uniforme la línea del surco, mientras recordaba, muerto de risa, a su hermano con violín, junto al primo Luis Chiquito con guitarra y al primo Naro, con bongó entre las piernas, repitiendo en las fiestas hasta el agotamiento las únicas tres canciones de su repertorio. Cantaban De dónde son los cantantes, con sus trovas fascinantes, que me las quiero aprender, desgañitados, difónicos, desacoplados, ay, mamá, de dónde serán, pero muy serios y convencidos de que el camino de la música era para ellos, al igual que lo había sido para el famoso Trío Matamoros, el único posible si querían dejar de ser alguna vez de la loma, es decir, guajiros de mierda, y que el éxito de sus empeños dependía, además de estudiar mucho y de ampliar el repertorio, en cantar cuanto antes en el llano, o lo que era lo mismo, en La Habana.

Weyler, coge el trillo, condenao. Cuando Emiliana trajo los cuatro vasos de café, Eutelio Ortiz, su hermano, con más aires de conspirador preocupado que de maestro primario, enderezó el taburete y le hizo una seña a mi padre para que lo acompañara. Plácido Navarro miró a Magalys como si se lamentara un poco, sus planes eran estar en la finca Santa Amalia a esa hora y no allí, pero qué remedios, la vida era una ensarta de imprevistos y aquel era uno más; aspiró el aroma que se sentía gravitante en la casa y salió detrás del maestro primario. Afuera la tarde era espléndida, un aire suave ayudaba a saborear el café hecho con granos acabados de traer de la loma, y detrás del Ford, como en uno de esos cuadros que vendían en la plaza, estaba la loma, o lo que era lo mismo, la Sierra Maestra, con sus barbudos agazapados encima y con los casquitos, desconcertados, debajo; así pensaba medio abstraído mi padre con un vaso de café bien caliente entre los dedos. Allá arriba sobrevivían los famosos barbudos de Fidel Castro y aquí, en casa de la compañera de trabajo de Magalys, por ofrecerse a adelantarle camino, sin poder evitarlo, estaba a punto de enredarse en peligrosos asuntos de política y él, Plácido Navarro, no más era un simple guajiro necesitado de esquivarla que de cualquier otra cosa, pero también comprendía que, apenas sin previo aviso, le había llegado la maldita hora de complicarse. Eutelio Ortiz colocó una mano en su hombro, sacó cigarros del bolsillo, como buen conspirador puso uno en su boca directo de la caja, brindó otro a Plácido Navarro y lo miró un instante que pareció eterno, antes de decirle, Compay, esto es serio, nos pueden matar, ¿usted está dispuesto a morir por la Patria? Entonces, como si no pudiera creer en semejante traición de sus nervios, a Plácido le entró un temblor en la mano derecha que le tumbó el cigarro, pero cuando se inclinó a recogerlo comprendió, además, que le habían dado tremendos dolores de estómago. Vuelvo ahora, compay, dijo, ¿dónde queda la letrina?

Coge el trillo, Weyler, condenao. Mi padre, ya con el sol de las tres de la tarde molestándole en la nuca, a pesar del sombrero, no dejaba de sonreír. Bien miradas, aquellas fugas de familia eran culpa de la siembra mental que desde la infancia había impuesto a todos sus hijos el propio Demetrio Navarro. Cuando caía la noche Santa Amalia era atrapada por una oscuridad como de boca de lobo y se hizo costumbre, después de comer, que toda la familia, incluida la madre, prima y esposa, Micaela Navarro, se apostara alrededor de un par de lámparas de aceite y de Demetrio, quien, sabiéndose centro de grupo, primero meditaba un poco, suspiraba, luego carraspeaba y a petición del más interesado se dedicaba a relatar con minucia alguna de sus peripecias en La Habana. Casi siempre comenzaba el relato ubicado en la cúpula del Capitolio, junto a su amigo Pancho el Gallero, ambos solos allá arriba, martillando, encofrando, resanando, a más de noventa metros de altura, dueños y señores del mundo, libres de las órdenes y de los chistes, en el sitio más alto de la ciudad, mientras abajo decenas de jipijapas y de fotingos se apreciaban minúsculos. Después, en dependencia de cómo se sintiera esa noche, solía cortar el escenario y trasladarse a cualquier otra parte, siempre junto a su amigo, a veces de polizontes en un tren de carga donde tenían que entrarse a trompadas con maleantes que pretendían extorsionarlos, camagüeyanos o villaclareños de mierda, tipos bebidos con cuchillos dispuestos a pinchar, pero llegado el momento, antes de que las cosas se pusieran peor, gritaba a Pancho que saltara sin importarles la velocidad y saltaban rodando tren abajo, y quedamos raspados, adoloridos, magullados, pero vivitos y coleando para hacer el cuento.

Coge el trillo, Valeriano, condenao. Ah, qué cosas tenía la vida, carajo, en un abrir y cerrar de ojos, Plácido Navarro, con solo adelantar de favor a Emiliana Ortiz hasta su casa, y de haber conocido al leguleyo y medio impertinente de su hermano menor, ya formaba parte de una de las mejores cédulas del 26 de Julio en Palma Soriano y tal vez de casi toda la provincia de Oriente; ¿qué le parece, compay?, con dos grupos más como nosotros, Batista cae redondo en un par de meses. Eso explicaba Eutelio Ortiz, con un grano de frijol incrustado entre los dientes, en la fonda donde habían acordado encontrarse un día después de su primer contacto, delante de dos platos de moros y cristianos, carne de puerco en fricasé, dos tajadas de aguacate catalina y un par de cervezas Polar. Como si fuéramos hombres de negocios a punto de un acuerdo provechoso, compay, para no levantar una sola sospecha, pues ellos, los del movimiento, necesitaban de alguien con transporte, pero que fuera persona decente, y en esto mi padre se pintaba solo. Por lo que, a partir de ahora, compay, el compañero Eutelio Ortiz, aquí presente, y el compañero Plácido Navarro, que es usted mismo, no volverían a encontrarse jamás, sin exagerar, por supuesto, al menos no deberíamos encontrarnos en mi casa, ni en fondas como aquella. El asunto era que nadie pudiera vincularlos en caso de ocurrir algún percance, ¿me comprende?, de los que tarde o temprano ocurrían entre nosotros, los conjurados contra los batistianos de mierda, porque pueden denunciarnos los chivatos, y a eso se le llamaba compartimentación, o lo que era lo mismo, Plácido Navarro lo conocía a él, a Eutelio Ortiz, jefe de cédula, pero nadie más lo conoce a usted, ¿me explico, compay? Fue así como mi padre se dio un trago largo de Polar, afirmó con la cabeza entre las manos y, de repente, estuvo detrás del timón de su Ford, repleto de viandas y de frutas, para venderlas de pueblo en pueblo, cumpliendo de paso con las peligrosas misiones de Eutelio Ortiz, enviadas en hojas de libretas escolares, a través de una Emiliana dicharachera y contenta, que a su vez las entregaba a Magalys en la propia casa de los Ordoñez, para que esta, entre besos, caricias y consejos de novia feliz, con cierto misterio, terminara entregándolas a él. Como se comentaba entre los guardias y en buena parte de la gente que tumbar a Batista solo era asunto de estudiantes y de abogados, de gente dedicada a la política, no de muertos de hambre ni de negros, Plácido Navarro jamás levantaba sospechas en las carreteras y se podía mover a su antojo con su camioncito. Una misión encomendada por Eutelio podía consistir en aprenderse un mensaje de memoria, llevarlo con calma de chofer descreído a otro jefe de cédula, esperar mientras vendía en alguna plaza de pueblo y cuando apareciera el contacto, aprenderse de memoria la respuesta. Otra de las misiones consistía en trasladar paquetes de octavillas, camuflados entre cajas de mandarinas, naranjas, mangos o plátanos, o dentro de las propias papayas, ahuecadas con ese propósito. Pero de todas ellas, las que lo hacían correr al escusado, lo mismo al inicio que al final de las mismas, o parar en seco y correr hacia los matojales, eran las del traslado de armas, o de gente quemada y en clandestinidad, que luego eran dejadas en algún punto del camino para que subieran a las guerrillas de la Sierra Maestra; incluso, algunos camaradas, antes de despedirse, al notarle su angustia de conjurado y por sus propias experiencias en asuntos de estómago, con humildad solidaria le recomendaban remedios para los retorcijones o farmacias en pueblos donde los vendían. Tanto era su estado de pánico a veces que, traicionado por sus nervios, detenía el Ford repleto de octavillas o de armas, e incluso de gente escondida bajo cajas de frutas, suspiraba como si estuviera esperando a Magalys frente a los Ordoñez, descendía con calma de novio feliz, pedía fósforos aunque guardara una caja en su bolsillo, prendía un cigarro, echaba humo despacio hacia la madrugada y conversaba amplio con los casquitos de guardia en los controles de carretera, a punto de tornarse sospechoso si se pasaba un segundo de más. Pero a pesar de todo se sentía de maravillas, porque hasta en vainas de conspiración era correspondido por Magalys, la negra de veintitantos que lo desquiciaba y que unos años después sería mi madre.

Coge el trillo, Valeriano, condenao. En cuanto a Demetrio Navarro, padre de mi padre, desde la infancia sus catorce hijos boquiabiertos, expectantes, con la intriga gravitando en la noche, lo habían advertido en varias ocasiones, a través de sus cuentos, como jornalero mal pagado en algún corte de caña en Camagüey, durmiendo en barracas repletas de chinches, escuchando cuentos increíbles de majases enormes en boca de guajiros léperos, juntando alguna plata para pagarse el tren de pasajeros y evitar los de carga repleto de borrachos, asesinos y ladrones; pero con el corazón y el cerebro puesto en La Habana, ah, La Habana, el sitio de los mejores trabajos, según decían todos, aunque Pancho, mucho más listo en asuntos de estrategia, aconsejaba detenerse primero en la carretera que estaban construyendo, la llamada central, donde contrataban a cualquiera sin problemas, compay, y así hicieron, dando pico y pala casi sin parar por unos meses, junto a peligrosos presidiarios que los amenazaban a todos, ellos incluidos, o se mataban gustosos entre sí, en el instante menos pensado y por cualquier pretexto, mientras construían una estrechísima línea de asfalto, curveada y de solo dos vías, que iba desviando su rectitud, de mansión en mansión, según los antojos de los ricos e influyentes hacendados que la querían tener cerca.

Coge el trillo, Weyler, condenao. Pero el relato que mejor sembraba en las cabezas de los hijos boquiabiertos junto a las lámparas de aceite, era el de las caminatas del joven Demetrio por el Paseo del Prado en busca del mar; el Prado, con sus bancos de mármol para sentarse a descansar de vez en cuando, con sus pisos de losas pulidas y limpias a más no poder, con sus leones de bronce apostados en los comienzos de las cuadras, con sus árboles enormes para garantizar la sombra de los caminantes. Demetrio Navarro se emocionaba mucho cuando les describía el Prado, pero se emocionaba más cuando llegaba al mar. Insistía en que las olas al encontrarse con las rocas de la costa salpicaban al caminante de paso, y los miembros de toda su familia, incluida Micaela Navarro, se sentían mojados por la misma agua y eran capaces de imaginarse en el muro del Malecón, como si estuvieran junto a los pescadores con sus varas y sus nylon, o junto a las románticas parejas que se besaban como en las películas, o junto a los vendedores de maní, o junto a los solitarios que se sentaban tristes para recuperarse un poco de las inclemencias de la vida; incluso, eran capaces de contemplar el Faro del Morro con su luz nocturna y a los barcos que entraban en la bahía. Sin hacer grandes esfuerzos mentales, podían sentirse mal los días de cobro por lo poco de la paga de albañiles, o saborear el buen sazón de las comidas chinas en alguna fonda barata de Zanja y Galiano; anécdotas que fueron sembrándose con calma de agricultor en la mente de los muchachos, y donde los más ilusionados, los más audaces, después de alcanzar la mayoría de edad, optaban por partir, sin previo aviso, para vivirlas por su cuenta, y la culpa de esas fugas de familia, pensó mi padre, luego de sonar un nuevo latigazo al buey de turno, la tenía el mismo que las condenaba: Demetrio Navarro.

Coge el trillo, Valeriano, condenao. Mi padre parqueó el Ford, cierta tarde, frente a los Ordoñez, cruzó la calle y entró en la cafetería de Silvestre Mora, pidió un vaso de prú bien frío, intercambió un par de palabras con el dueño, pagó la cuenta con unos centavos que hicieron ruido sobre el mostrador, salió feliz y luego se recostó al camioncito a esperar como siempre a Magalys, tarareó María Cristina me quiere gobernar, y yo le sigo y le sigo la corriente, de Ñico Saquito, pero quedó desconcertado al enterarse, por los gritos de espanto de Emiliana Ortiz, y por el mar de lágrimas de la propia Magalys, que a partir de ese instante, las cosas, para todos, para ellos, andarían muy mal, pues, a su jefe inmediato, al maestro primario de discurso engolado, al bueno de Eutelio Ortiz, le habían pegado un par de tiros bestiales en la frente, sacados los ojos con una pinza de mecánico, y colocado su cuerpo torturadísimo en la calle, a unas escasas cuadras de la escuela donde trabajaba, sin que nadie supiera quienes habían sido los culpables, los esbirros, los asesinos de mierda, aunque todos, sin mucho esfuerzo, se los imaginaban.

Coge el trillo, condenao. Un par de bueyes avanzaba despacio, Valeriano y Weyler o Weyler y Valeriano, como si no tuvieran detrás un rústico arado abriendo un surco, y detrás del arado a Plácido Navarro, con sus gritos y su látigo, los cabos sueltos y las preocupaciones.

Los conjurados

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