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A mi padre lo iban a matar si entraba al pueblo. Eso dijo el sargento Montesino, alto, para que lo oyeran todos, los que estaban de pie y los que estaban sentados, luego de sonreír jacarandoso, encender un inmenso tabaco y cruzar sobre la mesa sus piernas con botas. La orden de matar venía de arriba, de La Habana, del más alto nivel, y el nombre de mi padre hizo el número dieciséis en una lista que iba dictando a su antojo el sargento, copiada por el sudoroso cabo Froilán en la Remington, muy cerca de la mesa y de las botas.

Esperarían a que mi padre apareciera como siempre. Lo dejarían apostarse en un rincón de la plaza con su Ford enfangado, repleto de viandas y de frutas, antes del amanecer del domingo; permitirían que abriera la puerta de un codazo después de un viaje de muchísimas horas, desde la finca Santa Amalia en Palma Soriano hasta ese pueblo; permitirían, además, que saliera de la cabina con gesto difícil por causa de sus piernas, que estirara sus brazos de hombre negro de un metro ochenta y cinco, bostezara su ruidosa falta de sueño y subiera a la cama del Ford, con tiempo suficiente, para acomodar el desparrame de frutas y de viandas salidas de las cajas; no impedirían que colocara a un lado las jugosas mandarinas, las naranjas agrias y las naranjas dulces, los limones enormes, los plátanos manzanos y los plátanos machos, los tomates de ensalada y los tomates de cocina, los mangos filipinos y los mangos bizcochuelos, los zapotes colorados y las piñas; permitirían que ubicara bien hacia otra parte los sacos de ñame, de frijoles negros, la malanga, los aguacates, los boniatos y la yuca húmeda; cosecha de la tierra fértil de Santa Amalia que vendería dentro de un rato a precio de miseria; tampoco impedirían que mi padre, inclinado, lavara sus manos en la pluma colectiva de la plaza, se echara bastante agua para ahuyentar el sueño, se llegara a la fonda improvisada y le sirvieran el pan con macho asado de ayer y el vaso de café con leche de costumbre; permitirían que bromeara, saludara y abrazara a otros camioneros y a otros vendedores, algunos apuntados en la lista del sargento Montesino, y que comentara con la boca llena acerca de lo mal que andaban los tiempos, no solo por la sequía o por las ventas tan bajas, ni por lo malo que estaban los caminos, sino por los asuntos de política y por las malas pulgas de los guardias del pueblo.

Observarían que mi padre, como casi siempre, se iba a apartar discreto del grupo de vendedores, ocupados en masticar el desayuno. Permitirían que anduviera tres o cuatro casas más allá de la fonda con un cigarro en la mano, que echara humo como en alguna de esas películas de Humphrey Bogart que tanto le gustaban, que mirara a ambos lados de la calle y tocara en una puerta con absoluto misterio; no impedirían que entrara cuando la puerta se abriera y, sobre todo, evitarían, desde sus posiciones de informantes en prestación de servicio, que una hermosa cuarentona, recién levantada, calentita aún y en corta bata de dormir, asomara la mitad de su cuerpo en la puerta, mirara a ambos lados y comprobara que ningún cristiano lo había visto entrar a esa hora.

Permitirían que Crescencia López, viuda del sindicalista que fuera encontrado en una cuneta un par de años antes, repletico de puñaladas por causa de crimen pasional, según las malas lenguas y según el dictamen del propio sargento Montesino en el lugar de los hechos, cerrara la puerta con susto de mujer en penumbras y entonces solo tendrían que pasar la información a los soldados del ejército, y los soldados, al mando del sudoroso cabo Froilán, comenzarían el apostamiento detrás de los árboles, detrás de los carros, detrás de los muros, hasta esperar una orden del sargento. Cuando llegara dicha orden, rastrillarían sus fusiles, saldrían de sus escondites y avanzarían, inclinadísimos, en posición de ataque hasta la puerta de la mulata Crescencia, quien quedaría perpleja al ver cómo entraba el ejército en su casa después de unas patadas, para llevarse a mi padre a culatazos a la calle y montarlo en un Jeep.

Pero, aunque estuvieran apostados, listos para efectuar el peligroso operativo, habría que esperar una orden. Mientras tanto, quienes pensaran que la causa por la que mi padre ocupaba el número dieciséis en la lista de los posibles muertos de ese domingo era por asuntos políticos y no por asuntos de faldas, desde sus posiciones en prestación de servicio pudieran imaginar que el negro que esperaban, recién llegaría desde Palma Soriano en un Ford enfangado y repleto de viandas, para extraer, nervioso, paquetes de octavillas con las frases Libertad, Abajo el gobierno, Viva Cuba Libre o cualquier otra de algún bolsillo falso de su pantalón de trabajo, y entregarlos a Crescencia; imaginarían, además, que la mulata, como buena conspiradora, acabadita de levantar de la cama, calentita aún, a veces inclinada, con el culo mirando hacia él, no sabría guardar rápido aquellas octavillas, ¿en la última gaveta del closet?, no, ¿debajo del balde de agua de tomar?, tampoco, ¿en el estante de la cocina?, no, provocando cierta confusión en los pensamientos de mi padre, con la promesa de que ella misma las entregaría cuanto antes al jefe de cédula del pueblo, para que este, en la noche, con ayuda de los miembros más audaces de la organización, procediera a regarlas como naipes desde el campanario de la iglesia, desde alguna esquina del ayuntamiento, desde el gallinero del cine, desde el instituto o desde el mismísimo cuartel, como ocurría en los domingos de los últimos tiempos; y luego de sonreírle nerviosa a mi padre, ella, la compañera Crescencia López, le pediría que la perdonara, compañero de Palma, es que todo esto me pone medio loca, y le brindaría una taza del café oriental que ya habría colado.

Quienes pensaran, por su parte, que el motivo por el que mi padre ocupaba el número dieciséis en la lista de los posibles muertos de ese domingo no era por asuntos políticos sino por asuntos de faldas, desde sus posiciones en prestación de servicio pudieran imaginar que el negro que esperaban, recién llegaría desde Palma Soriano en un Ford enfangado y repleto de viandas, no solo para entrar, nervioso, en casa de Crescencia López sino dentro de la propia Crescencia López, quien lo habría recibido completamente abierta en una cama cálida, sin imaginar que en la calle, el tal Montesino, sargentico de mierda ese, que ya la tenía harta con sus indecorosas propuestas sexuales, iba a estar contando los minutos para irrumpir de una patada en la casa. Pero aquellos que resultaran los más mal pensados del grupo pudieran imaginar, incluso, que mi padre y la mulata, envueltos en inusitado frenesí, deseosos de enchufarse desde el último domingo, intercambiarían besos, caricias y apretones desde la mismísima puerta, y no llegarían a la cama porque estarían de pie, ella ofreciéndose de espaldas, como viuda en necesaria prestación de servicio, con la bata levantada, dichosa por recibir las estocadas del vendedor palmero y él, como buen espadachín de pantalón enrollado en los tobillos, a punto de trastabillar por los vaivenes, ofrecería las estocadas sin misericordia, sin compasión, duro, más duro, palmero, lastímame más, por favor, ella gimiendo, gritando, suplicando, y él intentando acallarla con su espada y con la mano en su boca, ambos semiinclinados, gimientes, acalambrados, pero muriendo de felicidad hasta que patearan la puerta.

Antes de ejecutarlo de un tiro en la nuca, o de varias puñaladas, o tal vez antes de ahorcarlo en la prisión del cuartel alegando suicidio escandaloso del occiso, el sargento Montesino habría de desear un interrogatorio privado, o lo que sería lo mismo, un encuentro íntimo con mi padre, su rival en asuntos pasionales, quien estaría desnudo, muerto de susto, con amarres en manos y pies, en silla desfondada para que sus cojones colgaran al aire sin dificultad. Primero llegarían las estridentes bofetadas, los trompones con manopla para que dictara nombres, jefe de los conspiradores, sitio donde imprimían las octavillas, luego vendría el embudo en la boca, los litros de agua pestilente en el estómago, el anuncio del soplete cerca de la nariz, pero en vano, pues el propio Montesino bien sabía que en el caso de mi padre el interrogatorio no era por asuntos políticos, sino por los muslos de la mulata Crescencia, quien no le daba chances, aunque le propusiera los aretes que le faltaban a la luna o cualquier otro bolero, con amabilidad de sargento; un triste Montesino, exhausto, cegado por sus milímetros de poder, destruido por destruir de forma íntima, terminaría cediendo ante un rival sangrante que nunca más podría vender viandas en la plaza, ni tocar a la mulata Crescencia ni a nadie; el sargento, entonces, haría una seña a un par de verdugos que sin remilgos terminarían el trabajo, vendrían los culatazos de rigor, negro de mierda este, amenazas de cortarle los cojones con el cuchillo de capar verracos, para que respetes a los hombres, carajo, extracción de dientes y de uñas con enormes alicates, palmero de mierda, gritos, más gritos, alaridos de mi padre, sangre, mucha sangre.

Ni Crescencia López ni mi padre tenían la menor idea del desastre que se les avecinaba. Por suerte, el cabo Froilán, dándose un trago de aguardiente en la tienda no se pudo contener y, después de secarse el sudor con un sucio pañuelo, llamó aparte a Isidro Navarro para decirle de urgencia que a mi padre lo iban a matar si entraba al pueblo, e Isidro, como buen primo de la familia, sin pensarlo mucho, se apostó en la carretera y esperó a un Ford repleto, conducido por un negro medio feliz que solo pensaba ese domingo en vender su cosecha y en hacer el amor con Crescencia, para detenerlo con gestos de brazos arriba y repetírselo alto, asustado, Te van a matar si entras al pueblo, le dijo y entonces, el negro de un metro ochenta y cinco que era mi padre, dio un codazo a la puerta, se tiró del Ford con los nervios de punta, y se rascó la cabeza un instante como si aún no pudiera creerlo.

Los conjurados

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