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III
ОглавлениеDemetrio Navarro aún no era mi abuelo, sino un guajiro nervioso, tan lépero como mi padre, que daba vueltas a un jipijapa entre sus manos, mientras escuchaba las enérgicas palabras de Berta Torres, muy serio y sin dejar de mirarle a los ojos. Había venido en representación familiar a regañadientes, porque para ese domingo ya tenía otros planes, pero la vida era así, impredecible, y Plácido era su hijo mayor.
Ese domingo Demetrio no había tenido otro remedio que bañarse temprano, almorzar una sopa de pollo a destiempo, orientar a una atareada Micaela Navarro, prima, esposa y madre de sus catorce hijos, para que alistara su única guayabera de salir, el pantalón de muselina verde, los zapatos de dos tonos y el querido jipijapa de ocasiones especiales.
Pero de no haber surgido semejante encomienda, representar al hijo mayor en asuntos de noviazgo, de seguro se hubiera llegado al pueblo por su cuenta a disfrutar de los cantantes de corridos mejicanos; su compadre Pancho el gallero le tendría reservado un taburete en su mesa, media de Bacardí disponible para aplaudir de cerca a las cantantes disfrazadas a lo Chavela Vargas, e incluso después de unos tragos hubieran coreado eufóricos, Allá en el Rancho Grande, allá donde vivía, a lo Jorge Negrete o a lo Pedro Infante; pero si por alguna razón los ganaba la nostalgia habrían recordado aquellos duros tiempos de juventud, la crisis de finales de los años veinte, cuando tuvieron que abandonar el pueblo o se morían de hambre, ¿Usted se acuerda, compay?, ni boniato hervido aparecía en estos campos; partieron hacia La Habana junto a otros guajiros en pleno acto de contingencia obligatoria, buscaron cualquier trabajito salvador de familia, primero picaron mucha piedra para construir un tramo largo de la carretera central, luego terminaron enrolados como albañiles en la construcción del Capitolio, pero siempre fueron humillados por pobres, mal pagados por negros, y explotados por ser del oriente del país, muchachones dóciles por primera vez en La Habana que emprendían los trabajos de mayor peligro sobre cualquier dudoso andamio, siempre en las alturas, fuera de los ventanales, en la cúpula de más de noventa metros, ¿Se acuerda, compay, usted y yo solitos allá arriba, como si no fuéramos guajiros de mierda, y el mundo entero allá abajo?, mezclando, encofrando, resanando, pero siempre despreciados, humillados, discriminados, lo mismo por chistes y burlas de albañiles habaneros que pretendían marcar la diferencia, que por capataces que los miraban por encima del hombro, y por tipos bien vestidos que a su vez miraban por encima del hombro a los propios capataces, ay, qué tiempos duros los del Machadato, compay, ojalá nunca vuelvan.
Pero ese domingo, para su mala suerte, no podría dedicarse a corear corridos mejicanos, ni a recordar duros momentos de juventud, mucho menos podría contemplar, junto a su compadre Pancho, los eufóricos combates de gallos bajo apuestas que no solo mataban el tiempo; tampoco podría hacer lo que más hubiera querido, carijo, como necesito verla, llegarse a la casita de Rosalinda Ibáñez, la negra de veinticinco que lo desquiciaba desde hacía diez años; él se enamoró de golpe cuando se la presentaron y ella se dejó llevar por sus consejos de padre bondadoso, él la sacó del burdel a tiempo y ella le sacó una casa de tabla en las afueras, él le sacaba la juventud cada domingo y ella siempre alguna plata; él, compasión de hombre viejo, y ella, cosas con movimientos de cama que a su edad eran difíciles de conseguir en otra parte.
Había que acabar de pedir a esa novia, qué le vamos a hacer, se dijo muerto de risa ante el espejo y luego, contento por sentirse bañado y vestido con su ropa de salir, abandonó el cuarto silbando una antigua tonada, pasó por el comedor donde almorzaban algunos de sus hijos menores, llegó a la sala bajo los piropos amables de su esposa, fue rociado con agua de colonia por dos de las hijas que salieron de un cuarto, y celebrado por toda la familia como si fuera él y no su hijo Plácido quien se hubiera llevado un gato al agua. Demetrio Navarro se sintió feliz mientras esperaba a que mi padre arrancara el Ford de una vez, pero antes de montarse y de ser despedido por los griticos de euforia de algunas de sus hijas, miró al sitio donde yacía una yegua a punto de parto, movió la cabeza a ambos lados, se puso el jipijapa muy serio y cuando ya casi abandonaban los límites de la finca miró con dureza a mi padre para concluir refunfuñante, De hoy no pasa que nazca ese potro y nosotros metidos en esta otra vaina, carajo.
Los ojos de quien unos años después sería mi abuelo no dejaban de observar el movimiento de los labios de Berta Torres, quien, con sus mejores tonos de mujer autoritaria, dueña y señora de un espacio familiar bajo control absoluto y con el índice dispuesto a enfatizar alguna frase, advertía que ellos eran una familia decente, reconocida y respetada en todo Palma Soriano y hasta en Santiago de Cuba, a mucha honra familia de estirpe mambisa desde los tiempos de la guerra contra España; puntualizaba que aunque Mingo, su marido, no estuviera de cuerpo presente por andar con su rastra en razones de trabajo, el detalle de su ausencia no tenía importancia, pues ambos ya habían hablado largo y tendido sobre dicho asunto; advertía que ella misma en persona, con todo el derecho que pudiera asistirle como madre adoptiva de la muchachita, había hecho sus averiguaciones tanto en el pueblo como en los alrededores de la Finca Santa Amalia, y a su entender, a pesar de los malos tiempos que nos perturbaban a todos, los Navarro también eran una familia decente, trabajadora y próspera; insistía en que si se daba comienzo a un noviazgo formal a partir de esa tarde, único noviazgo que en una familia decente se aceptaba, era necesario efectuarlo como correspondía en esos casos, es decir, con un plan de visitas programadas y de estricto cumplimiento, salvo por causa de fuerza mayor, visitas en casa dos horas los fines de semana, salidas al pueblo siempre con acompañante de la familia de la novia y concluía, con el dedo índice en alto, que era necesario fijar la fecha de boda luego de un tiempo prudencial del noviazgo.
Advertidos de todos los detalles, quienes serían mi abuelo y padre unos años después, vieron como Berta Torres sentada en la puntica del balance hizo una seña para que aparecieran las tres muchachas de la casa, incluida Magalys, quien traía varios vasos con champola y una buena carga de nervios advertida en los temblores de una antigua bandeja. Berta Torres hizo otra seña con los dedos y Magalys salió afuera con su vaso a sentarse en uno de los balances del corredor, Vaya usted con la novia, joven, dijo Berta después, al ver que mi padre no sabía qué hacer con su cuerpo ni con su vaso de champola, y él salió casi corriendo en busca del balance que quedaba enfrente de Magalys. Por su parte, las otras muchachas también salieron y Berta aprovechó para pedirle ayuda a Demetrio Navarro con unas cajas de mangos bizcochuelos que le habían dejado en el patio. Usted perdone el atrevimiento, don Demetrio, pero hoy estamos las mujeres solas en casa, le dijo y se llevó a quien sería mi abuelo hacía la parte de atrás.
Cuando terminaron de acomodar todas las cajas, Demetrio Navarro estaba a punto de marcharse, pero ella le sugirió que se sentara en uno de los taburetes, le brindó dos mangos bizcochuelos después de lavarlos, le pidió de favor que la esperara, lo dejó solo unos minutos cargados de intriga que parecieron años y Demetrio deseó con todas sus fuerzas estar en otra parte, aunque fuera peor la circunstancia, lo mismo empujando el Ford roto en la carretera, que verse ensangrentado en el parto de la yegua, pero nunca en la cocina de aquella mujer.
La pequeña Berta Torres regresó de un cuarto cargada con un machete envainado en su funda, un bulto de hojas escritas en un sobre de papel cartucho, un revólver vizcaíno con su manojo de balas y el daguerrotipo de un negro mambí con grados de teniente coronel. Berta lavó dos mangos, tomó un taburete que colocó al revés frente a mi abuelo, se escarranchó como si fuera un hombre y ante la atónita mirada del visitante comenzó a pelar la cáscara de un bizcochuelo con la boca, mientras explicó de lo más natural que el machete y esto que usted ve acá, don Demetrio, dijo señalando el bulto de hojas amarillentas, que es un diario de campaña, pertenecieron al capitán Fidencio Torres, su padre, que en la gloria esté, pero el vizcaíno había sido el arma de Tiburcio Sierra, el abuelo de Magalys, a quien usted puede apreciar en la foto.
Dijo, además, con la boca embarrada de mango, que la perdonara por hablar de esas cosas tan personales en el primer encuentro como padres de los enamorados, pero ella consideraba que nunca estaba de más aderezar este tipo de formalidades con un poquito de historia para comprender por su propio peso de dónde salían ciertas cosas, don Demetrio. Como mismo esos bizcochuelos eran frutos de un árbol con pasado, su familia y la de la muchachita traían una lejana trayectoria que ella, Berta Torres, estaba en la obligación de proteger como se atiende a una mata de mangos, porque Fidencio y Tiburcio Sierra, dijo, eran más que compadres desde antes de la guerra contra España, ambos nacieron y se criaron en Jiguaní, estudiaron juntos en el mismo colegio, pertenecieron a la misma Logia Masónica, integraron el mismo grupo de conjurados y se alzaron juntos un 26 de febrero de 1895, a las órdenes del mayor general Jesús Rabí, no más comenzó la guerra.
De repente Berta Torres hizo silencio, miró fijo a los ojos nerviosos de Demetrio Navarro que no dejaban de mirarle a los suyos, sacó el taburete debajo de su cuerpo, se puso a un lado con un rápido movimiento, caminó al frente como dueña y señora de aquella cocina, alzó el índice a la altura del rostro de mi abuelo sentado, para decirle, Sin pelos en la lengua, don Demetrio, porque soy tan fea como tan franca, que ella conocía de sus catorce hijos con su esposa de años, Micaela Navarro, y de sus esfuerzos de buen trabajador por echar adelante Santa Amalia, dos buenos tantos favorables que hablaban muy bien de usted, como hombre y como padre de familia, pero que también sabía, y me va a perdonar esto, don Demetrio, de su concubinato largo con una guajirita en las afueras del pueblo, a la que mantenía y había puesto casa, según las malas lenguas, asunto que no era de su interés hasta que él había venido en representación familiar de un hijo suyo, don Demetrio, enamorado de alguien de su familia, a quien ella tenía que responder como madre, e impedir que tipos de historias de concubinato como aquella jamás se repitieran en caso de un posible matrimonio entre ese par de jóvenes, Plácido y Magalys, y eso esperaba.
Demetrio Navarro no pronunció palabra alguna para defenderse, ¿de qué valía hacerlo?, se dijo, solo la miró a los ojos como si deseara tener en frente a un hombre de cualquier tamaño y no a una pequeña mujer autoritaria, lamentó haber dejado el jipijapa en la sala para al menos moverlo entre los dedos en aquella cocina, maldijo mil veces no haberse quedado a atender el parto de su yegua, también maldijo a Berta Torres entre dientes, qué se creía esa vieja de mierda, carajo, a los hombres había que respetarlos, y no tuvo dudas en calificar aquel domingo como uno de los peores de su vida, peor que los tantos que pasó encima de la cúpula del Capitolio, con su amigo Pancho el Gallero mezclando, resanando, encofrando; peor, incluso, que los domingos que pasó a pleno sol dando pico y pala en la carretera central reverberante, ¿cómo era posible que unas cuantas palabras tuvieran tanto poder, por Dios?, se puso de pie como si fuera un buey apaleado de su finca, lavó sus manos embarradas de mango en la pluma, caminó despacio hacia afuera, extendió su mano callosa a cada una de las muchachas, incluida Magalys, hizo una seña a Plácido para que encendiera el Ford de una vez, se despidió haciendo un adiós plomizo a todas las mujeres, incluida Berta Torres, y cuando llevaban recorrido cierto tramo de carretera, soltó un suspiro de alivio y dijo, Esa vieja tiene más leyes que un magistrado, carajo, hasta parece marimacho, pobre marido que ha de tener.