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El lugar de los Estudios Culturales en un abordaje comunicacional posible de las ciudades

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Por la amplitud de experiencias que la denominación Estudios Culturales evoca (Richard, 2010), es necesario mencionar que recurro a la vertiente que se nombra habitualmente como Estudios Culturales Ingleses (Zubieta, 2000; Grimson, 1999) o Escuela de Birmingham (Hall y Grossberg, 1996 [1983] –quienes interponen cierta distancia irónica con la idea de “Escuela”–; Mattelart y Mattelart, 1997; Grimson y Varela, 1999; Mattelart, 2010; Grossberg, 2012).

Preliminarmente, resulta necesario discutir al menos dos críticas recurrentes a la biblioteca y las investigaciones que se encuadran bajo ese espacio. En primer lugar, la posición crítica que ejemplifica la caracterización de Alexander (2000, p. 44) de esta línea de trabajo como “programa débil” de la Sociología Cultural. En segundo término, el debate en torno al “etiquetado” de las prácticas académicas y su vínculo con la colonialidad del saber (Mato, 2001; Rivera Cusicanqui, 2010).

En el primer caso, Alexander (2000) critica a la Escuela de Birmingham la ambigüedad sobre el mecanismo a través del cual la cultura se vincula a la estructura y a la acción sociales. Al contrario, considero que esa caracterización no atiende al trabajo efectivo de estos teóricos. Lejos de concebir mecánicamente la cultura o sobresimplificar la acción cultural en dos posiciones dicotómicas (dominación/resistencia) previamente definidas y sin conflictos ni movimiento en cada una o entre ellas, la perspectiva ofrece algunas líneas definitorias que pretendo actualizar en este libro, y que podrían resumirse en la síntesis, propuesta por Hall (1996), de “marxismo sin garantías”. Esas líneas configuran un marco que puede pensarse a través de la figuras de la articulación (Hall y Grossberg, 1996; Slack, 1996), de la configuración cultural (Grimson, 2011; 2014) o de la dialéctica contexto/coyuntura (Grossberg, 2012). Se trata de las siguientes:

a) La politicidad de la cultura en clave de hegemonía (Grimson y Caggiano, 2010; Hall, 1996). Puede definirse a la hegemonía como un proceso social dominante (aunque nunca exclusivo) que Williams (1997) describe como “un complejo efectivo de experiencias, relaciones y actividades que tiene límites y presiones específicas y cambiantes” (p. 134).

El autor (Williams, 1997) señala que la hegemonía “es siempre un proceso (…) jamás puede ser individual (…) [y] (…) no se da de modo pasivo como una forma de dominación” (p. 134). Esa calidad de proceso continuo y conflictivo implica que deba ser “continuamente renovada, recreada, defendida y modificada. Asimismo, es continuamente resistida, limitada, alterada, desafiada por presiones que de ningún modo le son propias”, por ello la hegemonía lleva consigo la necesidad de agregar “los conceptos de contrahegemonía y de hegemonía alternativa, que son elementos reales y persistentes de la práctica” (Williams, 1997, p. 134).

La hegemonía es, entonces, un juego de límites y presiones de carácter continuo y su análisis no cancela, niega ni omite las específicas tensiones entre estructura y agencia que allí se producen, sino que demanda abordarlas en las específicas relaciones que ofrecen en determinada coyuntura.

b) La noción de articulación como concepto crítico de dimensiones teóricas, metodológicas y epistemológicas (Hall y Grossberg, 1996; Morley, 2005; Slack, 1996;) que podríamos definir algo rápidamente como un juego situado, conflictivo y desigual de correspondencias y contradicciones entre los elementos heterogéneos y no infinitos de una configuración hegemónica. La noción de articulación permitió la transformación de “los estudios culturales desde un modelo de comunicación (producción – texto – consumo; codificar/decodificar) hasta una teoría de los contextos” (Grossberg, 1993, p. 4).

Entiendo que las “mediaciones” propuestas por Jesús Martín-Barbero (1998) realizan operativamente ese movimiento en Latinoamérica. Es decir, producen un tipo de análisis que reúne conjuntos de actores, de objetos, de momentos comunicacionales, en espacios y tiempos precisos para dar cuenta de una configuración cuyas conexiones no son naturales ni tampoco inevitables, por lo que pueden ser rearticuladas. La articulación no es sólo una conexión, sino el proceso de crearla (Slack, 1996; Howley, 2010). Como todo proceso, es histórico y conflictivo. Se trata de la posible unión de dos elementos que no se ignoran completamente aunque tal vinculación no se produce exclusivamente como efecto de la mirada o el punto de vista de un observador o intérprete (como acontecería en la figura de la constelación benjaminiana). Al mismo tiempo, no están determinadas por algo exterior y “básico”, sino que cuestionan las reivindicaciones de relaciones necesarias (garantizadas), pero también las de ausencia de relaciones necesarias (también garantizada), a favor de relaciones no necesariamente necesarias. Esa posición implica que las relaciones son reales, que hay una realidad material, en la que es imposible separar un modo “real” de uno discursivo ya que la realidad es “una articulación compleja de muchos tipos diferentes de elementos o acontecimientos” (Grossberg, 2012, p. 40).

c) El contextualismo (Restrepo, 2010) y la coyunturalidad (Grossberg, 2006), reunidos metodológicamente en el análisis situacional, entendido como “una exploración dialogada con los procesos empíricos” (Grimson, 2011, p. 35) en la que diversas cuestiones epistemológicas y teóricas, como por ejemplo la pregunta por la relación sujeto-estructura, se resuelven casuísticamente ya que lo que efectivamente existe son situaciones en las cuales esas relaciones varían significativamente (por ejemplo, el análisis de la circularidad que pone en práctica Ginzburg, 1996 [1976], o las ya mencionadas mediaciones de Jesús Martín-Barbero, 1998). Los Estudios Culturales producen un “conocimiento situado” que Grossberg (2012) explica en términos de “un mapa producido por la trayectoria que se sigue, un mapa que ‘fabrica’ lo real” (p. 33)

Esa forma de operar es probablemente una de las causas del desasosiego de Alexander (2000) cuando critica a la Escuela de Birmingham en términos de las definiciones sobre las relaciones entre cultura y sociedad, sin atender a las consideraciones que se producen vastamente en la obra de estos autores, porque esas definiciones no se reducen a explicaciones singulares ni se ubican como perspectivas o categorías previas sino que se producen en términos de mapas informados por una “autorreflexividad rigurosa acerca de los modos en que ‘caminamos’ a través de los mundos en los que siempre estamos involucrados” (Grossberg, 2012, p. 33).

Por lo tanto, las relaciones entre cultura y sociedad se analizan en una coyuntura, que Grossberg define como

una descripción de una formación social como fracturada y conflictuada, sobre múltiples ejes, planos y escalas, en búsqueda constante de equilibrios o estabilidades estructurales momentáneos a través de una variedad de prácticas y procesos de lucha y negociación. (2006, p. 4)

La idea de “coyuntura” implica focalizar las especificidades históricas sin renunciar a explicar ordenamientos amplios, lo que permite comprenderlas y eludir tanto el provincianismo como la subsunción de lo localizado en dinámicas o modelos explicativos generalizantes.

Indiqué al inicio de este apartado que el conjunto teórico-metodológico invocado implica, en segundo lugar, la problematización de la geopolítica del conocimiento vinculada al etiquetado de las prácticas epistemológicas en los sitios de producción con efecto de “centro” (Rivera Cusicanqui, 2010). En el último punto de definición del campo de los Estudios Culturales se responde parcialmente tal inquietud, ya que la producción contextualista permite salir del dilema mediante la propuesta de Nelly Richard (1997) de indicar el lugar de enunciación: hacer estudios culturales desde y sobre Latinoamérica.

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