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DINÁMICAS DE LAS MIGRACIONES TRANSFRONTERIZAS ENTRE MÉXICO Y ESTADOS UNIDOS CONTEXTO HISTÓRICO DE LAS RELACIONES FRONTERIZAS

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La historia de Estados Unidos, como nación independiente, ha estado signada por la inmigración. Durante los siglos XVIII y XIX, grandes poblaciones inmigrantes provenientes de Alemania, Irlanda, Italia y Polonia fueron integradas a la sociedad estadounidense derivada de las Trece Colonias. Posteriormente, a lo largo del siglo XX, grandes oleadas de migrantes provenientes de China y Latinoamérica llegaron a territorio estadounidense, aunque sin alcanzar una integración completa puesto que muchos de ellos lo hicieron –y lo siguen haciendo– de forma irregular. Actualmente, Estados Unidos es el país con la mayor población de inmigrantes en el mundo, calculada en unos 42,8 millones de individuos, de los cuales al menos 32,2 millones corresponden a migrantes de origen mexicano. Lo que es más, el 98,5 % del total de emigraciones de México tienen como destino a su vecino del norte (Albo, 2012; UNODC, 2012).

Las condiciones de desarrollo económico de cada Estado han generado el constante y abrumador flujo de individuos que, desde el sur de la frontera, pretenden establecerse en el lado norte en busca de mejores condiciones de vida. Se trata no solo de mexicanos, sino de nacionales provenientes de Centroamérica y Sudamérica, entre otros, que utilizan el territorio mexicano como plataforma de entrada para alcanzar suelo estadounidense. Sin embargo, el desplazamiento de trabajadores latinoamericanos también ha sido promovido por granjeros y empresarios de los estados sureños de la Unión, que encuentran en ellos una fuerza de trabajo calificada y barata. Se trata, en muchos casos, de mexicanos que residen en ciudades fronterizas como Tijuana y Ciudad Juárez, y cruzan diariamente la frontera para dirigirse a sus lugares de trabajo en Estados Unidos.

A pesar del continuo intercambio cultural y económico, la relación entre las poblaciones de los dos países, lejos de ser armoniosas, han estado históricamente cargadas de profundos recelos mutuos. Kramer (citado por Gabriel, Jiménez y Macdonald, 2006, p. 557) explica cómo el pasado colonial impuso fuertes barreras nacionales, culturales, lingüísticas y raciales entre ambos países.

Pero, además, las relaciones problemáticas son producto de la histórica expansión territorial de Estados Unidos a costa de su vecino. Basta recordar que en 1845 Estados Unidos se anexó Texas –que había declarado su independencia de México en 1836– y tres años después, gracias al tratado Guadalupe-Hidalgo, se hizo con cerca del 55 % del territorio mexicano: aproximadamente 2 378 539 km2, que correspondían a las provincias de Alta California y Santa Fe de Nuevo México, y ahora comprenden los actuales estados de Arizona, California, Colorado, Nevada, Nuevo México y partes de Utah y Wyoming (De Palma, citado por Gabriel, Jiménez y McDonald, 2006, p. 561).

La anexión estadounidense de estos territorios generó un fuerte nacionalismo y un acentuado sentimiento antiestadounidense en México. Simultáneamente, los intentos del ejército del norte mexicano por evitar nuevas invasiones desde el norte provocaron en los colonos de ascendencia anglosajona de los nuevos territorios fronterizos, sobre todo en Texas, la percepción del mexicano como un individuo bárbaro y violento, y llevó a la conformación de movimientos antimexicanos.

La realidad histórica ha demostrado que las relaciones entre estadounidenses y mexicanos han sido más complejas de lo que los imaginarios han transmitido. Si bien el tratado Guadalupe-Hidalgo de 1848 incluyó cláusulas que garantizaban el derecho a la ciudadanía de aquellos mexicanos que optaron por permanecer en los territorios anexados por Estados Unidos (Durán, 2011, p. 96), Estados Unidos no reconoció los derechos sobre la tierra de los propietarios de origen mexicano.

El tratado Guadalupe-Hidalgo resulta un evento trascendente para el desarrollo de las posteriores relaciones binacionales. A pesar de su cercanía geográfica y de la gran presencia de población mexicana en Estados Unidos, los Gobiernos federales estuvieron distanciados durante buena parte de los siglos XIX y XX. Las identidades y antagonismos que se generaron desde entonces de un pueblo hacia el otro marcan el inicio de la desconfianza mutua entre los dos Estados y se extienden en amplios sectores poblacionales en ambos lados de la frontera.

Así, en los estados fronterizos con México (California, Arizona, Nuevo México y Texas), sectores importantes de la sociedad estadounidense identifican la inmigración mexicana –y latina por extensión– como un factor de inseguridad. Por tanto, promueven la adopción de políticas estrictas –tanto federales como estatales– que criminalizan la migración irregular, así como la conformación de agrupaciones paramilitares para la vigilancia de la frontera y la protección de los ranchos en la zona. Esta desconfianza hacia el extranjero es derivada de un imaginario nativista, que tiende a calificar negativa y peyorativamente al mexicano y, por esta vía, a segregar al inmigrante proveniente del sur.

El nativismo se refiere, en términos generales, a la construcción de una identidad nacional sustentada en la cultura, la religión y la raza. Al respecto, Durán (2011, p. 95) expone cómo el nativismo ha sido una actitud íntimamente ligada con la formación de la nación estadounidense, que privilegia una visión de corte autóctono y una conexión histórico-simbólica con un espacio o territorio particular. De esta forma, el nativismo estadounidense se concibe a partir de una nación anglosajona: de raza blanca, de habla inglesa y de religión protestante. Al igual que se rechazaba al inmigrante irlandés católico en el siglo XIX, el nativismo contemporáneo ve en el inmigrante latinoamericano, mestizo y católico, un elemento ajeno a la nación estadounidense. Esta imagen del latino es construida con base en una serie de estereotipos negativos derivados de la leyenda negra española, promovida por los ingleses durante el siglo XVI y basada en la consideración de una España incivilizada, intolerante, violenta y oscurantista. De esta forma, desde comienzos del siglo XX, sectores radicales en Estados Unidos han utilizado estos mismos prejuicios para cimentar una propaganda contra la población inmigrante mexicana.

Migraciones y seguridad: un reto para el siglo XXI

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